Liam descolgó la mitad de la ropa y la plegó con cuidado en una de las dos bolsas. Deshizo la cama, dejó algunos objetos del neceser sobre la pila del lavabo. Miró su reloj. Aún tenía tiempo, antes de las ocho. Se trasladó a la calle de Xátiva, a un edificio con apartamentos para citas amorosas clandestinas en los que no se pedía ninguna acreditación, uno de los cuales había alquilado por unos días pagando una semana por adelantado mediante el sistema de introducir el dinero en un buzón.
Acto seguido, con la intención de dejar pistas falsas, cogió un taxi rumbo al barrio de Nazaret. Comprobó la dirección anotada en un papel y llamó a la puerta de una de las muchas casas viejas. Le recibió un individuo que hablaba en tono sombrío un inglés con acento sudamericano. Liam entró. El tipo andaba como si acabara de bajarse de un caballo. Al fondo había otro, sentado en el extremo de una silla. Le saludó. La casa estaba sucia, con signos de humedad por todas partes. Tenía un patio con un armario semidestruido que ocultaba un agujero en la pared, una salida de emergencia que comunicaba con otros patios, otras casas, quizá habitadas por mujeres y niños. Ambos se producían con esa especie de amabilidad tan falsa que es mejor obviar. Sólo eran dos asesinos convertidos en traficantes de armas a escala menor. A Liam aquellos tipos le causaban una fatiga tan profunda, los tenía ya tan vistos… La purria del ambiente. Los más indeseables, los más baratos para cualquier trabajo.
Le hicieron pasar a una habitación. Quizá fuese la única que estaba en condiciones aceptables. En una gran mesa, se esparcían distintos fusiles de precisión, bastante malos, y unas cuantas armas de corto alcance. Aquéllos eran los comerciantes de armas a los que, según el español Martínez, no debía visitar. El andorrano no pudo aconsejarle ninguno de confianza. El más cercano estaba en Almería. Pasó un rato comprobando algunas de las armas: la mira telescópica, la facilidad con que se montaban y desmontaban, comprobando el espacio que ocupaban las piezas, la marca, preguntándoles por el precio de cada una… Les dijo que aún no había decidido con qué arma se quedaría. Los dos tipos se mostraron afables, incluso rebajaron el precio inicial notablemente. Un buen precio, reconoció Liam. Pronto volvería. Eligió una y adelantó una cantidad como señal de su voluntad de comprarla. Es todo de momento, dijo el irlandés. Pasaré a por ella un día de éstos, prefiero no llevarla encima hasta que tenga que utilizarla. Entendido, amigo, dijo uno de ellos, que arrastraba las palabras con una respiración pesada a consecuencia del tabaco y el exceso de grasa acumulado. Le recordaba a un proxeneta que había liquidado de un tiro en la nuca en el puerto de Génova. Tenían la misma pinta, más o menos. El otro se ofreció gustoso a llevarle al centro de la ciudad. Pero Liam les rogó que pidieran un taxi. El irlandés aparentaba ser un hombre agradable, incluso extrovertido, como alguien que se tomara su trabajo de forma un poco frívola. Requirió de los dos individuos locales de ocio para divertirse. En el espacio en blanco de un viejo diario le anotaron la dirección de varios prostíbulos. De lujo, añadieron. Niñitas modelos entre los dieciocho y los veinte años. ¿Un poco de farlopa?, dijo el gordo, de nuevo sentado en una silla. Regalo de la casa. Perfecto, respondió el irlandés. Se la envolvieron en un trozo de papel de aluminio. El taxi ya estaba en la puerta. Demasiado rápido se había presentado, pensó Liam. Les dio un apretón de manos y se predispuso a una buena tertulia con el chófer, de cuya relación con aquellos dos no tenía ni la menor duda. Cuando llegó al hotel le obsequió con una espléndida propina. Desde el hall observó que se perdía calle arriba, en dirección a la plaza del Ayuntamiento. Salió. Echó la cocaína en una papelera de donde sobresalía un folleto que hacía un llamamiento para conmemorar el Día Mundial de la Tierra, de la asociación ecológica AVET. Intentó leer en valenciano los problemas que originaba el trasvase del río Júcar a la Albufera. Lo dejó estar, pero se fijó en un anuncio que había en un recuadro de la parte de abajo: «Durante los meses de abril y mayo, comprando cuatro bricks de Dietisoja, podrás ganar un Renault Clio.» Faltaban diez minutos para las ocho. Dio una vuelta antes de pasar a recoger a Maria.
* * *
La capacidad organizativa de Butxana era directamente proporcional a su fijación por cambiar de planes continuamente. El análisis que en su piso hizo de la situación ubicaba a Manuel Gil en la base de toda la trama. Así pues, él mismo le seguiría. Miquel Pons continuaba en su mismo puesto, a la espera de las conversaciones entre Júlia Aleixandre y Juan Lloris. Albert se encargaría del seguimiento de Júlia aleccionado por Tordera sobre el modo más conveniente de llevarlo a cabo. Tordera se ocuparía de los franceses. Y fue allí, en la explanada del parking del pub, donde Butxana y el ex comisario coincidieron, dado que Gil llevó al detective. Al llegar, Butxana entró en el vehículo de Tordera.
– ¿Novedades?
– Ninguna -respondió Tordera-. En toda la tarde, el otro no ha salido del pub.
– Pues yo tengo una. Gil ha ido al hotel Astoria con una carpeta. Media hora más tarde se ha marchado.
– ¿Llevaba la carpeta?
– Sí.
– Pues no ha encontrado al individuo que buscaba.
– O quizá la llevase vacía. De algo estoy seguro. El hombre que buscamos, el individuo que cumplirá con el encargo, está en el Astoria. Pero es imposible saber quién es.
– Si le hubieras seguido, ahora sabríamos en qué habitación está.
– No me ha dado tiempo. Tenemos que cambiar los seguimientos. Situaremos a Albert en el Astoria y Miquel tendría que vigilar al hijo de Lloris.
– ¿Crees que la conexión más probable es la de Gil y el hijo de Lloris?
– Uno es el intermediario; el otro, el que paga.
– ¿Y Júlia?
– Tendrá una implicación marginal. Es un personaje público. No se arriesgaría a hacerse visible.
– ¿Y tú y yo?
– Lo decidiremos sobre la marcha. Pero la clave es el tipo del Astoria.
– Pues no dejes eso en manos de Albert.
– No habrá muchos clientes que viajen solos. Tiene que fijarse en los solitarios. Imaginemos que haya diez en todo el hotel.
– Si con su inexperiencia Albert pasa más de tres días rondando por el hotel, los empleados sospecharán. Es un trabajo para mí.
– ¿Quién controla a los franceses?
– Albert. Que venga con una amiguita todas las tardes. El pub está lleno. No llamará la atención.
– No es mala idea. ¿Entramos?
– En el coche guardaremos mejor la discreción.
Butxana echó atrás el asiento del acompañante hasta dejarlo casi en línea recta y, suspirando, se estiró con las dos manos en la nuca y la mirada fija en el techo. Tordera bajó las ventanillas un par de dedos.
– Me alegro de verte más animado -le dijo.
– Necesitaba un poco de acción. Es un encargo distinto.
– Últimamente estabas como ausente, arrastrado por la desidia y el pesimismo. Supongo que a causa de la muerte de Barrera.
– Fue un golpe inesperado. No sólo perdí a un amigo; también un referente. Además, esa forma tan estúpida de morir lo volvió todo aún más amargo e incomprensible.
– A veces el destino juega malas pasadas.
– El destino es reversible. Quizá ahora nosotros tengamos una oportunidad.
– ¿Eso crees?
– Si fueras millonario y un individuo te salvara de la muerte, ¿no le estarías inmensamente agradecido?
– Yo, sí.
– Pues espero que Juan Lloris nos regracie como sólo puede hacerlo alguien rico: con dinero.
– Esa cantidad, ¿cambiará nuestro destino?
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