– Tordera, ayudante de Toni -se presentó Tordera.
– Soy Núria.
El ex comisario la saludó con una leve inclinación respetuosa y se dirigió a la salita.
– Volved a sentaros. Es mi novia -les dijo a Miquel y a Albert.
Cerró la puerta. Butxana y Núria se quedaron en el vestíbulo. El detective suspiró.
– ¿Has dejado el trabajo para venir?
– He pedido permiso.
– ¿Cuál es el problema, es que no te fías de lo que te dije?
– Tenía mis dudas.
– Si quisiera acabar con nuestra relación te lo diría.
– ¿Por qué tu ayudante llevaba una pistola?
– Por precaución.
– ¿Estás en un lío?
Butxana decidió cortar por lo sano:
– Es un encargo peligroso, por eso no quiero verte. Intento que no te vinculen a mí. ¿Lo entiendes?
– Ahora sí.
– Me alegro.
– ¿Quién está en la salita?
– Un equipo de vóley de brasileñas… Núria, no quiero mezclarte en mis problemas. Son un par de ayudantes que necesito para mi trabajo. Es mejor que no te vean. Cuando todo haya acabado te llamaré. Vuelve a la oficina y no te preocupes.
La meció por los hombros, la rodeó con un gesto afectuoso y le dio dos besos de amigo. Ella no se soltaba.
– He pasado unos días horribles.
– No tienes por qué. -Le dio unos golpecitos en la espalda, como si tuviera hipo.
– Me gustaría saber que todo va bien.
– Te llamaré de vez en cuando.
– ¿Lo harás?
– Palabra.
Entonces ella le besó en los labios mientras le acariciaba el pelo.
– ¿Estás más tranquila?
– Sí.
– Pues vete. Tengo que volver a la reunión.
La acompañó al rellano.
– Avísame si vuelves a venir.
– De acuerdo, Toni.
Butxana se encontró con la mirada reprobatoria de Tordera cuando entró de nuevo en la salita. Pero la obvió.
– ¿Por dónde íbamos? -preguntó.
– Por la confianza que estos dos nos merecen -apuntó el ex comisario.
– Confianza imprescindible y básica para el buen funcionamiento del grupo -advirtió Butxana-. Es un asunto sumamente delicado. Os lo resumiré: siguiendo a Júlia Aleixandre he descubierto un complot, creemos que criminal, contra Juan Lloris.
– ¿Quieren matarle? -Miquel.
– Yo diría que sí.
– Yo también -redondeó Tordera.
– ¡Eso es extraordinario! -exclamó Albert.
– No puedes negar tu condición de periodista -se indignó el ex comisario, con un pasado repleto de problemas con el gremio-. Mataríais a una criatura indefensa por una buena exclusiva.
– Contención, Tordera. -Entonces Butxana se enfrentó a Albert-: Entiendo que una noticia de este calibre debe de ser extraordinaria, pero recuerda que aquí mando yo. Ahora soy tu director, tu jefe de sección. Ni una puta línea hasta que yo lo ordene. Léeme los labios: hasta que yo lo ordene.
– Entendido. Pero ¿qué pintamos nosotros en todo esto?
– Pues que si quieres la exclusiva tendrás que ayudarnos. Sólo nosotros tenemos los instrumentos necesarios para descubrirlo todo.
– ¿Cómo?
– Trabajando para mí. Tenemos al garganta profunda, al periodista y el medio de comunicación, al policía y al detective. Un equipo perfecto, en principio.
– En principio -dudó Tordera.
– Os agradezco mucho que contéis con nosotros. Pero ¿por qué nos necesitáis?
– Más que necesitaros, intentábamos que tú no lo enviaras todo a la mierda publicando algo que lo echara a perder. Ignorábamos cuánto sabías. Pero, siendo personas prácticas, le hemos dado la vuelta a la situación y ahora formamos un equipo. Nosotros cobraremos más por lo que le contemos al señor Lloris, al que facilitaremos una información impagable, y tú tendrás tu exclusiva.
– ¿Y yo? -preguntó Miquel.
– Si la paga de Lloris es la correcta, te prometo una compensación.
– ¿Cuánto sería?
– Chaval, eso me lo pregunto yo cada hora -dijo Tordera.
– Primero, el éxito en el trabajo. Luego ya pensaremos en el reparto.
– A mí me basta con la exclusiva.
– Y nosotros te estamos profundamente agradecidos -añadió el ex comisario.
– Bien -intervino Butxana-, ahora el plan de trabajo. -Miró su reloj-. Quizá comamos antes, son casi las dos. Invita la casa.
De un brinco se plantó en la cocina. Abrió los armarios e hizo una reaparición estelar en la salita con tres o cuatro botes.
– Tengo fabada asturiana, lentejas con chorizo, potaje… ¿Qué bote os apetece más?
A elegir.
Antes de entrevistarse con Liam Yeats, Manuel Gil mantuvo un breve encuentro con Lluís Lloris para informarle de que el irlandés ya estaba en Valencia y la operación se ponía en marcha. Le dio el móvil de contacto y el nombre del hotel donde se alojaba. Acto seguido le aconsejó que se fuera unos días de vacaciones, a una ciudad europea; pero Lluís prefirió quedarse. Adujo que, en caso de una investigación a fondo de la policía, todo aparentaría ser más normal si permanecía en la ciudad, con sus costumbres cotidianas, la vida que habitualmente llevaba, distanciado de su padre. Era público y notorio que no se hablaban desde que se había divorciado de su madre. Como favor especial, bien remunerado, le rogó que no advirtiera a Júlia acerca de la presencia del irlandés, al menos de momento. Gil comprometió su palabra en el encargo, como también lo había hecho con Júlia, que un rato antes, en conversación telefónica, se enteraba del inicio de la ejecución del plan. Si bien quería permanecer al margen, deseaba informarse de los detalles imprescindibles, consciente de que desempeñaba un papel testimonial, quizá como mucho de cierta importancia, pero dejando lo más evidente en manos del hijo de Lloris.
Liam recibió a Gil en su habitación con un reproche por los diez minutos de retraso y los armarios abiertos con la ropa colgada, como si aún estuviera ordenándola. Quedó impresionado por el carácter seco y arisco del irlandés, uno de esos tipos resueltos que no admiten ningún error. Sin siquiera decirle que tomara asiento, ni invitarle a una copa, revisó el dossier con fotos de Juan Lloris: horarios habituales, varias de las direcciones en las que pernoctaba, las entrevistas con distintos colectivos que tenía programadas para las semanas venideras, la dirección de una amante a la que visitaba dos veces por semana. Lentamente, de pie, Liam releía el informe. Gil osó aconsejarle el lugar y el momento oportunos. Entonces el irlandés sintió la necesidad de hacerle callar, pero le miró con una vaga expresión de desprecio y volvió a la lectura del dossier. Al cabo de un rato cerró la carpeta y se la tendió, ante la extrañeza de Gil. ¿No se la queda?, le preguntó. No. Y añadió: nadie debe saber en qué hotel estoy, sólo te pondrás en contacto conmigo cuando te lo pida, y harás la transferencia del resto del pago al día siguiente del cumplimiento del encargo a este número. En un papel le escribió los datos de la cuenta corriente. Si en dos días no la he recibido, te haré responsable. Sólo soy el intermediario, dijo Gil con ostensibles gestos de preocupación. Sólo te conozco a ti, le espetó Liam. Puedes irte. Si te necesito, te llamaré. Gil se fue decepcionado y muerto de miedo. Quizá se había convencido de que el irlandés le recibiría como un hombre agradecido, afable, explicándole con todos los detalles cómo ejecutaría el encargo. Le pareció un tipo extremadamente peligroso. De pronto se cuestionó su papel de intermediario, el hecho de que no le compensaba la esperanza de una empresa de seguridad propia. Pero ya estaba metido en el ajo. Seguramente el irlandés disponía de un completo dossier sobre él. No en vano le había amenazado con que algo le ocurriría si no le pagaban en seguida. Sin duda, sabía cómo localizarle. Seguro que tenía un ayudante, alguien que controlaba todo su campo de actuación. De hecho, el francés le había advertido de que se trataba de un profesional serio. Un profesional riguroso, pensaba Gil, no dejaba nada a la improvisación. Era un asunto en el que no tenía salvaguardas, excepto la de obligar al francés a protegerle. Al pisar la calle se sintió vigilado.
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