Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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Desde el momento en que Juan Lloris, en concurrida rueda de prensa, hizo pública su candidatura al Ayuntamiento, se dio el pistoletazo de salida de la precampaña electoral. De hecho, aquel mismo día le acompañaba en la mesa el presidente de la Agrupación de Peñas Valencianistas, el incendiario Rafael Puren, defensor encarnizado del empresario y hombre con gran poder de convocatoria entre los aficionados y socios del club, que si antes, socialmente, se circunscribía a la metrópolis, ahora abrazaba una fidelidad capaz de englobar distintas comarcas, tan sólo compitiendo con el Villarreal, que en las últimas campañas había cobrado fuerza en las comarcas castellonenses. Todas las peñas del Valencia radicadas en la ciudad recibirían la visita de Juan Lloris y Rafael Puren. Los peñistas y los vecinos del barrio asistían, y muchos se afiliaban con entusiasmo al partido «Valencians, Unim-nos», por la simbólica cantidad de un euro. No debían pagar más, ya que el candidato se comprometía a rebajar los impuestos de forma drástica. Una promesa que él mismo ejemplificaba con el euro simbólico. Ayudar a transformar Valencia en una ciudad única, incomparable en Europa (a Lloris España se le quedaba pequeña), no debía costar más que el esfuerzo de conseguirlo (todo el mundo iría casa por casa a explicar su programa) y la recompensa de sentirse orgulloso de tan loable tarea.

Todos los días, Juan Lloris iba al local de una peña. En casi todas la adhesión era absoluta. Y si en alguna un simpatizante socialista o un afiliado del Front osaba formular una pregunta incómoda, recibía una enorme bronca por parte de un público fervoroso, convencido de la necesidad de un hombre enérgico, directo, sin ambages, con un lenguaje llano y reconocible y un mensaje muy concreto: una Valencia de Champions que competiría -era la primicia mundial- por unos juegos olímpicos, tan pronto como Juan Lloris llegara a la alcaldía. Porque él sería alcalde, y el público no tenía ni la menor duda al respecto. Los inundaba en retórica grandilocuente con delirios de patriarca. Era un triunfador surgido de la nada, un hombre del pueblo acostumbrado al trabajo incansable, de esa clase de tipos en que los fracasados, los huérfanos de autoridad, los golpeados por el infortunio delegan resentimientos seculares. Una corriente subliminal que Lloris dominaba a la perfección desde que había accedido a la presidencia del Valencia C. F. Él, un outsider.

Liam Yeats comprobaba la inmensa popularidad del personaje como una dificultad añadida a su trabajo. Allí donde iba Lloris, allí acudía el irlandés, siempre que el local no fuera pequeño, porque su aspecto, que destacaba entre el resto del público, llamaba excesivamente la atención. Entonces se quedaba fuera, buscaba el bar más cercano y esperaba a que saliera el candidato, que todavía se entretenía un buen rato con abrazos altruistas, besos a los niños, firmas a mansalva en fotografías de sí mismo con una camisa remangada y sentado tras la mesa de un despacho casualmente similar al del actual alcalde, pero con muchos más papeles, muchas carpetas que recordaban su irrenunciable compromiso de trabajo. A un lado, una visible señera valenciana.

Con una motocicleta alquilada, Liam seguía el coche del candidato conducido por un chófer, un servidor militante operativo cuando fuera menester. Pero a veces Lloris, apenas llegar al centro, se despedía de Puren y del chófer y se iba al piso de Merceditas, una ex prostituta de nacionalidad colombiana. Junto a dos inmigrantes más, Merceditas había empezado a trabajar como prostituta de alto standing en un pequeño apartamento de un edificio del centro de la ciudad. Sus clientes acudían respetando un horario acordado. Durante sus primeros encuentros, con la presencia de Lloris, las otras dos tenían que irse. El candidato pagaba lo que hiciera falta por la intimidad. Con el tiempo, Merceditas se había convertido en la niña de los ojos de Lloris. A tal extremo llegó su hechizo que la colombiana le tenía sorbido el seso y Lloris se torturaba pensando en los hombres que acogía su cuerpo, en el placer que tan reacio era a compartir. Pensaba en todo menos en lo que tenía que pensar. Entonces resolvió comprar aquel piso a nombre de ella, asignarle un mantenimiento más que digno a cambio del privilegio de poseerla en exclusiva, a la hora y el día que él quisiera. Y la deseaba a menudo, porque Merceditas, de historial poco afortunado, sabía darle no sólo el placer, sino también la comprensión, el amparo que necesitaba el guerrero para su reposo. Un amor que apenas parecía venal ofrecido por una auténtica profesional.

Liam sabía quién era y qué hacía Merceditas. Habitualmente, Lloris se encontraba con ella a media tarde o por la noche. Cuando se quedaba allí a dormir, a las ocho de la mañana Merceditas salía con una bolsa de deporte y llamaba a un taxi para que la llevara al gimnasio del hotel Hesperia. En el mismo hotel, a mediodía, hacía un poco de spa, tomaba una comida dietética, de escasa digestión pero nutritivamente muy completa. Un horario que, a veces, se prolongaba con la esteticista o bien con un masaje de relax para tonificar su piel.

Lloris no efectuaba apariciones públicas con Merceditas. No la conocían ni su chófer ni Rafael Puren, su hombre de confianza. El propósito de ser alcalde aconsejaba que cuidara de su imagen moral para evitar líos como los de un pasado que aún tenía presente en la memoria. Una cosa era tener una amante normal, del país, y otra muy distinta era que fuese colombiana. Todo el mundo le acusaría de aprovecharse de una pobre inmigrante.

Así pues, Liam controlaba los horarios de Merceditas. Tras una semana de intenso seguimiento a Lloris y a la colombiana, se hacía una idea exacta del momento y el lugar en que eliminaría al empresario. Una vez cumplido el encargo, no se quedaría demasiado tiempo en Valencia. Como mucho, las horas que le hicieran falta para cobrar del cliente el resto del pago acordado. Asimismo, tenía todos los detalles de su huida planificados. Dejaría el coche y la moto abandonados en cualquier rincón de la ciudad; en el hotel comunicaría que se quedaba una semana más, y del piso adelantaría un dinero, quizá cuatro o cinco días.

Sin caer en la tentación de la excesiva confianza, le pareció un trabajo sencillo. No acababa de entender por qué los franceses no lo habían aceptado. A lo mejor disfrutaban de una sólida situación económica. De hecho, acompañado por Maria, había observado los alrededores del pub y a los asistentes al local el pasado sábado. Quizá no quisieran complicarse la vida. Tal vez se llevaran una suculenta comisión sólo por hacer de intermediarios. Daba igual. Sin prisas, Liam cumpliría el encargo; con un mínimo de logística bastaba. Sería más fácil de lo que se temía en principio, tratándose de una figura política. Trabajos similares llevados a cabo en África habían sido más complejos. Ahora bien: los periódicos se harían eco de la eliminación de Lloris, y la policía, ante la magnitud de la noticia, desplegaría un número considerable de efectivos. Para darse tiempo ocultaría el cadáver. Al menos tendría el margen de unos días.

Con todos los cabos atados, se relajó. Llevaba tres días sin ver a Maria. Tras recurrir a la excusa de una breve escapada a Barcelona, los había aprovechado para completar casi todo el horario de los hábitos de Lloris. Tres días que utilizó también para reflexionar sobre la conveniencia de seguir viéndola. No quería comprometerla, aunque el hecho de que Gil y los dos franceses no la conocieran le evitaba problemas. Estaba, además, su relación. Por primera vez en muchos años tenía la oportunidad de frecuentar a una mujer con cierta normalidad. ¿Impedía ella que cumpliera el encargo con rapidez y se fuera? En otras circunstancias y con un trabajo similar ya lo habría hecho, habría cobrado y de nuevo se iría a otro país, el retorno a una vida de solitario mientras esperaba un nuevo encargo. Se veía obligado a reconocer que María era el motivo, al menos en parte, de la poca prisa que se daba.

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