Estaba, también, la cuestión de Irlanda de nuevo cuestionada. Y también Maria era el motivo. Pese a la prevención de ambos, los acontecimientos sentimentales se precipitaban. A Maria le atraía poderosamente alguien con un escepticismo que ella creía obligado por las circunstancias. Por poco que rascó en el espíritu de Liam, se encontró con un hombre que se entregaba sin darse cuenta, pese a una resistencia de base que no sabía exactamente de dónde procedía. ¿Qué ocultaba aquel canadiense en gran medida enigmático? Pero no era la curiosidad de descubrirlo, sino la ternura que en ella despertaba su desconcierto vital, lo que suscitaba su atracción. En su tercer encuentro, mientras daban un paseo por uno de los márgenes del antiguo cauce del río, Maria le cogió de la mano. El gesto estuvo precedido por el delicioso propósito de pasar un rato sin decirse nada. Por un instante, a Liam le pareció que el paraíso era demasiado accesible; pero luego apretó su mano sin mirarla, en silencio, pese a los numerosos mensajes que ella recibía a través de aquel contacto tan firme como el de un náufrago que se aferrase a su última tabla de salvación. Aquello sintió Maria; aquello era lo que de nuevo se interponía en el regreso a Irlanda. Entonces Liam, deteniéndose, sin atreverse a mirarla fijamente a los ojos, le dijo:
– Me gustaría irme con una mujer como tú a un país lejano.
¿Por qué le había dicho «con una mujer como tú» y no «contigo»? Lo ignoraba, no sabía desenvolverse con soltura en aquel terreno. Quizá necesitara escapar con alguien a donde fuese. Él se dio cuenta de lo banal de su propuesta. Por desgracia, el silencio de Maria lo avalaba.
– ¿Sabes? -añadió-, estoy cansado de mi oficio. De la vida que llevo.
– ¿Tan extraña es tu vida?
¿Qué podía o debía responderle? ¿Quién sabe cómo tiene que vivirse realmente una vida? Tal vez fuese su escasa práctica en asuntos sentimentales lo que hacía que no supiera plantear una propuesta coherente. Ignoraba cómo era el afecto amoroso. ¿Tenía lugar cuando alguien se volvía imprescindible? ¿Había de mitigar con él el repentino deseo de enmendar su destino? Liam no tenía respuesta para la pregunta de Maria. No la tenía porque debía continuar mintiéndole. ¿No era la vida de él tal como se la había contado, tan rutinaria como la de millones de personas? Ella, cuando la relación se consolidara un poco más, quizá estuviera dispuesta a irse a vivir con él a Canadá. En Valencia, María no disponía de apenas salidas profesionales. Sin embargo, Liam tenía un proyecto empresarial consolidado. Él tendría que insistir en el tópico de que el negocio le aburría, de su falta de motivación, de su necesidad de cambiar de vida. Pero aquello no era una respuesta convincente para alguien que buscaba precisamente una normalidad, una seguridad en el futuro y no la aventura de un país lejano.
¿Por qué Liam, pensaba además Maria, le había propuesto marcharse sin haber pasado aún por su preceptiva primera noche? A ella le parecía extraño que él se adelantara a un precedente que proporciona la confianza para emprender proyectos posteriores. Era obvio que Liam se había precipitado. Lo sabía, pero tenía urgencias, prisas que ella ignoraba y que le evitarían la determinación del retorno a Irlanda cuando empezaba, quizá, a presentir el embrión de un motivo. Todo era demasiado confuso para Maria, y por eso Liam le dijo que la entendía. Eran, añadió, sus ganas de cambiar de vida lo que había propiciado una propuesta singular. Entonces, sin que él soltara su mano, siguieron caminando en silencio. Se planteó si era demasiado brusco pedirle que pasaran la noche juntos. Excesivamente frío, quizá. Y sin embargo, Maria lo deseaba. Irlanda, el encargo, sus enfermedades, el pasado que todo lo condicionaba… Liam tenía la cabeza hecha un lío. Cada paso le devolvía al mismo callejón. De nuevo se dejaba llevar por su sino. No encontraba el modo de cambiarlo. Impulsado por el desorden de sus pensamientos, la besó. Si el gesto no pareció imperativo fue porque hacía mucho que Maria lo esperaba.
Higinio Pernón representaba la figura del intermediario a gran escala. Actuaba en nombre de un consorcio murciano con enormes intereses en los proyectos urbanísticos de la ciudad de Valencia y otros puntos del país. Con Lloris en la alcaldía, el Parc Central y el Parc de Capçalera serían los objetivos prioritarios. Habían invertido muchos millones. Una apuesta decisiva para el grupo. También para Pernón, cuyos consejos hicieron que el consorcio se decidiera a jugar el envite de una sola carta: Juan Lloris. Pernón, pues, debía asegurarse de que el proceso cumpliera con lo que, desde hacía tiempo, había planeado con él. La amistad entre Pernón y Lloris era discreta pero intensa. Gracias a él, el candidato había invertido en lugares estratégicos del litoral mientras presidía el Valencia C. F. Su red de influencias le permitía preparar proyectos de gran envergadura que servía en bandeja de plata a las inmobiliarias más prestigiosas, por lo general de Madrid, de Barcelona y alemanas. Si lo creía oportuno participaba en el negocio o, al contrario, cobraba una elevada comisión por él. El éxito de un intermediario de ese tipo reside en la confianza que sus clientes depositan en él. Pernón era un hombre avalado por operaciones urbanísticas que, complicadas en un principio, acababan por ser negocios redondos.
Aunque para todo el mundo Júlia Aleixandre era la persona que desde la sombra programaba la carrera de Lloris, en realidad, desde hacía un tiempo, tras ella estaba Higinio Pernón. Pero Júlia tenía sus propias ideas y Pernón debía estar atento, satisfacerla, sobre todo desde que Lloris la despreciaba más que de costumbre. Ella era una pieza importante que siempre había que tener en cuenta, por lo que aportaba, pero más aún por lo que sabía. Si Pernón hubiera conocido años atrás a Lloris, Júlia no formaría parte de la trama. El intermediario desconfiaba de los peones con demasiada iniciativa. Era del parecer de que cada uno tenía que encargarse de una tarea específica, y la asesora quería hacerlo todo. La convivencia entre Lloris y Júlia era difícil, y antes de que las cosas fueran irreversibles se reunió con ella. A Pernón le preocupaba el estado de las relaciones entre ambos. Se lo preguntó. Júlia meditó la respuesta. Si confesaba que el continuo desprecio de Lloris la tenía harta, temía que el consorcio prescindiera de ella. Sabía que era importante en todo el dispositivo, pero también que no era imprescindible. La pieza irreemplazable, por lógica, era Lloris. De modo que optó por una respuesta que aportara indicios de que algo iba a cambiar.
– Señor Pernón, usted conoce a Lloris. Es un hombre impetuoso e irreflexivo, difícil de asesorar -puso un ejemplo-: me cuesta mucho convencerle de que Francesc Petit es muy importante para tener éxito en la operación política. Es cierto que Petit resulta intransigente en sus peticiones, pero debemos entender que dará un paso muy arriesgado para él. Pide mucho, pero nos jugamos tanto que cualquier exigencia es asumible. En el fondo se trata de un tira y afloja fruto del carácter dictatorial de Lloris.
– ¿Cuáles son sus peticiones?
Las detalló de cabo a rabo. Pernón estuvo de acuerdo.
– Hablaré con él.
– Tendrá que hacerlo pronto. Con toda seguridad, Petit tendrá ofertas de conservadores y socialistas, y, aunque para él es muy complicado aceptarlas, no deberíamos obviar que está sujeto a presiones que podrían decantar su retirada de la política si le ponemos entre la espada y la pared.
– ¿Tan decisivo es para nosotros?
– Rotundamente, sí.
– ¿Lo sabe Lloris?
– Estoy cansada de explicárselo, pero su ego le induce a creer que la única persona imprescindible es él. Las diferencias no son irreconciliables. Estoy segura de que admitirá las exigencias, pero retrasar su decisión pone en peligro todo el proceso.
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