Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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– Estudiaremos la fórmula idónea para atraparle ahora mismo. Pero antes hagamos un pequeño receso. ¿Queréis almorzar?

Se oyó un no unánime.

21

Apenas hacía un par de semanas que le había conocido y parecía que llevaran años frecuentándose. Maria se hallaba sorprendida por la evolución de sus sentimientos. No es que estuviera enamorada, pero notaba algo más que un simple afecto o una relación de amistad. Quizá fuese la sensación de estar con un hombre al que imaginaba noble. No lo sabía a ciencia cierta, porque tampoco le conocía tan a fondo. Lo cierto era que con él se sentía segura, pese a su aire escéptico, el halo de misterio que le rodeaba. Sin duda era un hombre fatigado, con secretos que sólo el tiempo sería capaz de revelar. Pero era distinto a todos los que había conocido. Sin proponérselo, o al menos sin la voluntad manifiesta de ganarla para sí, Liam consiguió de Maria una ternura que nadie le habría sacado en pocos días. Pese a todo, se trataba de una situación delicada: una semana o dos más y él tendría que marcharse. ¿Le propondría irse de nuevo? Sopesar una propuesta de aquel tipo requería tiempo. Sin embargo, temía arrepentirse si no se atrevía a hacerlo. ¿Qué la retenía en Valencia? Un trabajo provisional que no la satisfacía, unos amigos que conservaba únicamente por costumbre. Podía prescindir de todo eso. Y también estaban sus padres y sus hermanos, pero llega un momento en que todo el mundo tiene que hacer su vida. En la única habitación del apartamento de Liam, Maria no podía dormir. Miraba por la ventana que daba a la calle de Xàtiva, que, pese a ser las dos de la madrugada, aún registraba un tráfico apreciable. Observó a Liam, su respiración ronca y pesada, su aspecto abrupto y duro, como si hubiera llevado una existencia llena de sobresaltos y tuviera prisa por completar el círculo, algo que los años perdidos habían retrasado.

Una hora antes, y al otro extremo de la ciudad, Manuel Gil llamaba insistentemente, desde el portal de la finca, al interfono del piso de Júlia Aleixandre. Ya hacía un rato que ella dormía. Consultó su reloj y pensó que se trataba de un error o de una emergencia. La pantalla del portal le mostró el gesto apresurado de Gil. Le abrió sin darle tiempo a decir nada. Le recibió en la puerta, cerrándole el paso al interior del piso.

– Siento molestarte, pero tenías el móvil apagado.

– Imagino que será importante.

– Mucho. Diez minutos después de nuestro encuentro, Lluís me ha llamado. Quería hablar conmigo. Nos hemos visto en el centro comercial del Saler. -Gil miró detrás de Júlia. Se veía una sala amplia, con grandes sofás y un carrito para bebidas. Le habría ido bien una copa-. Quiere hacerse cargo personalmente de la situación.

– ¿Él?

– No entiende que el irlandés no haya actuado ya. Desconfía de ti, de mí… Me ha obligado a darle el móvil de contacto del irlandés.

– ¡Imbécil!

– ¿Qué querías que hiciera?

– Sencillamente, decirle que no lo tenías.

– Habría sido extraño.

– Haberle dicho que él no te lo dio porque prefería ponerse en contacto contigo.

– Lo siento, Júlia. No lo he pensado. ¡Todo ha sido tan rápido! Además, estaba muy enfadado.

– Ahora todo se irá a la mierda.

– Avisemos a la policía.

– ¿Eres idiota? Tendríamos que dar muchas explicaciones.

– Me ha dicho que no te lo dijera. Deberías estarme agradecido.

Júlia rebajó el tono. Gil no era un hombre de fuste. Agobiado, aún cometería más estupideces.

– Discúlpame, estoy nerviosa. Hay que pensar en una solución enseguida.

– Existe una alternativa: los franceses. Ellos pueden liquidarle. Han sido mercenarios, le conocen y sabrán cómo hacerlo.

– Llámales ya, ve a donde viven, despiértales… Les pagaré lo que me pidan.

– No hace falta. Lo harán a cambio de mi silencio. Como sabes, tengo un dossier sobre ellos que, si se hiciera público, les obligaría a marcharse y dejar su negocio. El problema es que pretendía quedarme al margen y de nuevo estoy metido en el asunto.

– Te lo compensaré.

– Todo el mundo me debe favores y hasta ahora no he recibido más que promesas.

– El mismo día que maten al irlandés te lo pagaré. Pero ve a verles ahora mismo.

– Iré a las ocho de la mañana. A Lluís no le será fácil contactar con el irlandés. Le llevamos ventaja.

– No te descuides ni un segundo.

Gil valoró la situación. Durante el desarrollo del asunto, él era quien había dado la cara, el único al que podían rompérsela y el último en recibir algún beneficio que compensara aquel riesgo. El cambio repentino de Júlia respondía a un cambio de intereses. Una cosa era que se aplazara la orden de asesinar a Lloris y otra muy distinta que se suspendiera indefinidamente. Quizá ella ya hubiera logrado lo que pretendía. Lluís, en cambio, no. En cualquier caso, él seguía en medio de la ciénaga; en medio del irlandés, en medio de los franceses. Si todo se descubriese, el responsable visible sería él. Lo cierto era que le interesaba que los franceses liquidaran al irlandés. Claro que podría haberlo pensado antes de hablar con Lluís.

* * *

Al día siguiente todo el mundo sabía lo que tenía que hacer. Tras un encuentro en el piso de Toni Butxana, clausurado a las diez de la mañana con un café que reemplazó con la aprobación de todos el almuerzo ofrecido por el anfitrión, Miquel Pons se acercó hasta la sede de «Valencians, Unim-nos» para aleccionar al candidato sobre los distintos estilos arquitectónicos de la catedral de Valencia, tema imprescindible que no entusiasmaba a su alumno. El ex comisario Tordera y el detective se dirigieron a la empresa de Manuel Gil dispuestos a vigilar desde el interior del coche, y Albert, tras pasar por el periódico para intentar un contacto formal con el jefe de redacción de política, se encargaría de controlar el edificio de Gil. Éste, a las ocho en punto de la mañana, fue al pub La Escapada. Así pues, cuando Jean-Luc levantó la persiana metálica, lo primero que observó fue el rostro desafiante de Manuel Gil. El francés se sorprendió al verlo a aquellas horas.

– ¿Dónde está Gérard?

– Dentro, en la barra.

Entró con decisión. Gérard preparaba dos tazas de café.

– Haz otra -le ordenó Gil.

Gérard puso cara de pocos amigos. Imaginó un motivo inquietante para su visita. Cada día odiaba más que un fachenda barato como Gil le tratara de forma imperativa. Se le pasó por la cabeza una pregunta: ¿por qué en todos los países los imbéciles siempre son mayoría? Añadió una taza más bajo la máquina. Jean-Luc volvió a bajar la persiana. Los camareros iniciaban su jornada laboral a las ocho y media. Se sentó en un taburete al lado de Gil. Ninguno de los tres dijo nada hasta que Gérard sirvió las tazas sobre la barra.

– Ha habido un cambio.

Jean-Luc y Gérard se miraron. Silencio.

– Un cambio importante.

– Me parece que te dejé muy claro…

– Tú no estás en condiciones de aclarar nada. -Gil interrumpió a Gérard con autoridad-. ¿Entendido?

Quién le hubiera dicho a un tipo sin escrúpulos como Gérard cuánta paciencia debería tener con un individuo como Gil. El francés hizo un gesto afirmativo con la mano.

– Voy a pediros algo de suma importancia, pero fácil.

Gérard tomó un poco de café. Apoyó los brazos en la barra. Tan sólo había unos centímetros entre su cara y la de Gil. Le llegaba algo de mal aliento, halitosis. Se echó un poco atrás. Le dijo que hablara.

– Tenéis que matar al irlandés.

Dijo aquello y no añadió más. Como si esperase una reacción de protesta que no llegó a producirse. Jean-Luc también se sorprendió ante la pasividad de Gérard. De repente Gil cambió de estrategia sobre el motivo que justificaba que lo hicieran. Omitió decirles que uno de sus clientes seguía con el trato y el otro quería detenerlo con tal de impedir que los franceses negociaran con Lluís Lloris.

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