Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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Como era habitual, Lloris escuchaba con la mirada en el techo, mientras saboreaba un puro, con las piernas estiradas y en actitud pensativa. En cualquier momento improvisaba preguntas para las que Pons improvisaba respuestas. También era habitual en Lloris pedirle de repente que le explicara algún tema de días anteriores. El empresario aprendía a base de que le repitieran los distintos hechos históricos, y ordenaba a Pons que pusiera el énfasis en aquellos que creía fundamentales en la historia de la ciudad. Con la manía de aprender de prisa, no le importaba que le recitara acontecimientos, en un mismo día, de épocas muy dispares. De modo que la guerra de las Germanías se mezclaba con la construcción de la Estación del Norte o con anécdotas de visitas de la monarquía española a Valencia. De vez en cuando, Pons le examinaba con preguntas sencillas sobre temas del cuestionario ya repasados. Fechas, sobre todo. Lloris se sentía satisfecho al acertarlas, aunque con frecuencia se equivocaba y Pons no le corregía para evitar que se desmoralizara. La estrategia del profesor consistía, minutos después, en recordarle la fecha exacta del acontecimiento sin que el alumno, de escasa memoria, se diera cuenta del error cometido. Había que ser muy sutil con un hombre temperamental y orgulloso al que no sentaba bien que le corrigieran continuamente. Al cabo de media hora de clase, Lloris evidenciaba signos de fatiga. Entonces Pons volvía a los temas que más le fascinaban. La familia Borja le tenía cautivado. Les consideraba los auténticos ídolos de la historia valenciana, junto a Blasco Ibáñez, de quien elogiaba el carácter y la fama que, gracias a él, había alcanzado la ciudad. Entonces Lloris era quien aleccionaba a Pons sobre la falta de grandes personajes que sufría la historia del país. El alumno explicaba, el profesor asentía.

Sus impresiones acerca de los «grandes personajes» eran lamentables, pero Pons, además de ganarse la vida como asesor, también tenía que cumplir con la ineludible misión encargada por su amigo Albert. De modo que simulaba interesarse por las teorías del candidato. En uno de aquellos momentos llamaron a la puerta. Lloris interrumpió su discurso. Júlia entró al despacho, Pons se levantó. Le infundía un respeto entre reverencial y sensual. Siempre vestía con elegancia, pero a la vez con un matiz de provocación. Lloris guardó el plano en un cajón, maquinalmente, con el instinto de protegerse del enemigo. Júlia sonrió a Pons. Le tendió la mano, fina y cremosa, que él encajó al instante con suficiente debilidad para que no le delatase y al mismo tiempo con bastante fuerza como para retener el efímero tacto de un ansioso deseo. Vuelve mañana, le dijo Lloris. Entonces Pons se fue y Júlia dejó la chaqueta y su bolso de ante en el sofá. Le pidió, por favor, a Lloris que apagara el puro. El empresario lo hizo de mala gana, circunstancia que provocó el tono autoritario de sus primeras palabras.

Aceptaba que Francesc Petit se integrase en la candidatura, aunque aún no tenía decidido que ocupara el segundo lugar. Demasiado cerca, demasiado reconocimiento político le presionaría en exceso. Todas sus exigencias económicas le parecían descabelladas: una sede céntrica, empleados liberados, el millón de euros…

Conocedora de la particular psicología de Lloris, Júlia le dejaba a su aire, escuchándole como si profesara admiración por él. Sabía de su complejo de inferioridad intelectual, de sus ansias por imponer sus puntos de vista, de su desesperación por erigirse, al menos verbalmente, en líder incuestionable. Cuando acababa, apenas se había desahogado, Júlia le daba la razón. Nada de contradecirle, nada de contrariar a la bestia que tenía dentro. Y enseguida lanzaba el argumento que le decidiera a reflexionar sobre la imposibilidad de llevar a cabo una rebaja de las peticiones que, aunque abusivas, estaban obligados a aceptar. Preocupada, también le recordó que Petit esperaba una respuesta. No podían retrasarla mucho. En aquellos momentos, advirtió Júlia, el ex secretario general del Front se enfrentaba a sus cuatro diputados con tal de convencerles de llevar a cabo la coalición con Lloris. Pero él no se pronunció, en un intento por no parecer demasiado voluble en sus resoluciones, esforzándose, además, para que ella no llegara a la conclusión de que con un simple rato de conversación le había convencido.

* * *

Que Francesc Petit convocara a los cuatro diputados en su propio piso le sirvió para ilustrar la precariedad económica que sufrían. Un argumento sólido, infalible, que todo el mundo entendía aunque sus reticencias ideológicas los mantuvieran firmes en su decisión de renunciar antes que integrarse en la candidatura de Lloris. A corto o largo plazo lo aceptarían, pensaba. En cualquier caso, estaba decidido a quedarse solo, si hacía falta como único militante del nuevo partido, Democràcia Valenciana. A pesar de todo, prefería evitar el acontecimiento público -noticiable, de gran repercusión- de que le abandonaran los pocos que habían permanecido fieles a él. No era una buena tarjeta de presentación política. Prefería invertir en una sinopsis contundente. Es decir: sin dinero, sin una sede de referencia, sin prácticamente ninguna estructura organizativa, a pocos meses de las elecciones… ¿Veinte años intentando construir una alternativa nacional, veinte años de sacrificios y de penas, tenían que irse a la mierda por un prejuicio político que, por cierto, otros no habían respetado al hacer sus coaliciones? Petit calló y provocó un silencio que no obtuvo respuesta. ¿Significaba aquello que volvían al redil o que aún persistían sus reticencias? Más bien se resistían, observó en las caras de los diputados. No he dicho en ningún momento, añadió, y ni siquiera lo he insinuado, que nos fusionemos con el partido de Lloris. No tendría sentido perder nuestra identidad. Es una especie de coalición coyuntural a la que nos vemos empujados por las especiales circunstancias que sufrimos.

Entonces uno de ellos habló. Dijo que temía el exacerbado populismo de Lloris, sus tics autoritarios, aquel lenguaje que incitaba inconscientemente a la violencia, un primitivo a la altura de otros que desgraciadamente han poblado la geografía valenciana y que creíamos ya superados por otra forma de hacer política. No es que sea de derechas lo que nos molesta, sino su estilo zafio y de baja estofa. Así que es una cuestión estética, reflexionó en voz alta Petit. Pues bien, debéis saber, porque así lo he exigido -entonces los diputados se enteraron de que él, sin consultárselo previamente, ya había iniciado las negociaciones-, que quiero que sea más sutil, que deje los temas más estrictamente ideológicos en nuestras manos y se dedique en exclusiva a aquellos sectores que estén fuera de nuestro alcance. ¿No os dais cuenta de que no nos queda otra salida? Conservadores, socialistas y Guardiola conformarán una estrategia para evitar que gane Lloris. O nos unimos a él o desaparecemos. No hay otro camino, no nos dejan elegir. ¿Acaso pensáis que a mí me entusiasma la idea de la coalición? Cuando lo hicimos con los conservadores, a los que posibilitamos el acceso al Govern con nuestra abstención, fue, como ahora, por imperativos de supervivencia política. Son las circunstancias lo que nos presiona, lo que nos ha llevado a escoger el mal menor. Recordad, a propósito de esta situación, las críticas que recibimos cuando decidimos cambiar el rumbo ideológico del Front; y, sin embargo, gracias a nuestra valentía, a la personalidad que demostramos, el Front logró lo impensable: pasar de marginales a parlamentarios. Ahora nos encontramos ante el mismo dilema: seguir haciendo política desde las instituciones, el único lugar pragmático para hacerla, o convertirnos en un despreciable grupúsculo sin referencias sociales, condenados al ostracismo. Entiendo y comparto los temores que albergáis, pero os pido, una vez más, que confiéis en mí. ¿No merece algo de crédito mi trayectoria? La situación es clara: si me equivoco tendremos tiempo para reflexionar; si optamos por quedarnos al margen, desapareceremos del mapa político. Escuchad, dijo con energía de líder en campaña, yo me juego más que nadie. Soy yo quien tendrá que soportar la presión mediática y la responsabilidad de la decisión. Pero me da igual. Lo asumo con todas sus consecuencias. Si hubiera querido una salida personal, los socialistas y los conservadores me la ofrecían. Pero no he pensado en mí, sino en un proyecto que se inició hace ya veinte años, cuya herencia no quiero malgastar. Para mí habría sido más fácil aceptar un puesto de asesor bien remunerado y dejaros tirados. No soy hombre de renuncias. No soy de los que se amedrentan ante las primeras dificultades. Os prometo, tenéis mi palabra, que volveremos a ser un partido clave en cuanto a decisiones políticas importantes. Dadme el margen de actuación que necesito y quitádmelo si al cabo de un tiempo os decepciono. Es eso y únicamente eso lo que os pido: confianza en alguien que hasta ahora ha cumplido todo lo que se ha propuesto. No tengo nada más que decir. No le dijeron nada. Asintieron con un silencio que podía ser tanto un signo de confianza como una advertencia de que delegaban en él toda responsabilidad derivada de una decisión sin duda polémica.

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