– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Guixà.
– Les he dicho que me has encargado una medicina para Rocky.
– ¿Qué les dirás la próxima vez?
– Cualquier cosa… no lo sé. Por ejemplo, un encargo sobre las opciones ideológicas de los jugadores del Valencia y del Levante.
– La próxima vez nos veremos fuera de la redacción. ¿No habíamos quedado así?
– No me acuerdo.
– Ten cuidado, una indiscreción lo echaría todo a perder.
– Oye, ¿sabes que tus redactores no tienen ni idea de lo que está pasando?
– Apenas llevas unos días y ya te crees el mejor. Un buen periodista debe ser humilde… y discreto. ¿Qué traes?
– La coalición entre Juan Lloris y Francesc Petit es un hecho.
– ¿Cómo lo sabes?
– Bueno, está a punto de consumarse.
– La diferencia entre una cosa y otra es sustancial.
– Se han reunido un par de veces.
– ¿Ellos dos?
– No. Petit y Júlia Aleixandre. Según mi informador, Lloris aún muestra reticencias, pero está casi zanjado. ¿Me das permiso para publicarlo?
– No.
– ¡Es una primicia!
– Si levantas la liebre, pondrás en alerta a toda la prensa. Además, si lo publicas y luego, por los motivos que sea, no fructifica la coalición, habré hecho el ridículo.
– Entonces, si hay acuerdo y convocan una rueda de prensa, no tendremos primicia.
– Pero sí que tendrás, en el caso de que tu informador esté situado en un lugar privilegiado, todos los detalles internos. Debes esperar. No creo que hagan público enseguida el acuerdo, para evitar que otros preparen estrategias conjuntas.
– Me ilusionaba ser el primero en publicarlo.
– ¿Dónde se han visto?
– En el piso de Petit y en la cervecería Madrid, pero esta mañana mi informador ha escuchado la conversación que al respecto han mantenido Lloris y Júlia.
– Aún necesitarán más reuniones. La noticia de que se hayan coaligado es importante, pero los detalles del acuerdo, que ellos intentarán mantener en secreto, lo son aún más. Todo el mundo especulará con lo que ha tenido que darles Lloris. En cambio, tú publicarás un informe completo.
– Ya… pero cuando se haga público quemaremos la fuente.
– Da igual. Ya no te servirá. De todos modos, él no será el único sospechoso. Tardarán en descubrirle. Entonces tendrás que hacer que se mantenga en hibernación durante un tiempo. Debes tener paciencia. A veces, tirando de un hilo aparece toda la madeja. Una tía como Júlia es una caja de sorpresas. ¿Conoces su trayectoria?
– Más o menos.
– Pues puedes hacerte una idea. Es la bestia negra de la derecha y de la izquierda. Y a saber si acabará siendo también la de Juan Lloris. Ideológicamente, por prestigio político, a Petit no le conviene esa coalición, a no ser que lo haga por una estrategia que vaya más allá de eso. Quizá los encuentros que mantiene con Júlia sirvan, además de para llegar a un acuerdo electoral puntual, para asentar las bases de una proyección de futuro. Eso sí que sería el auténtico reportaje. Si quieres ganarte el respeto de tus colegas debes ser riguroso. Tienes la base, no lo estropees.
– Me dedicaré a ello en cuerpo y alma. Te informaré puntualmente.
– Estoy seguro de que harás un buen trabajo.
– Gracias por tu confianza, Toni.
Su confianza en él era bastante escasa, pero no perdía nada al controlar la información. Guixà no entendía que el informador, alguien tan cercano a Lloris o a Júlia Aleixandre, se hubiera decidido por un neófito en un asunto de tanta importancia. Tintín salió del despacho con la moral reforzada. Empezaba a notar el respeto que su autoestima de periodista exigía imperiosamente. Se imaginaba publicando el reportaje de su vida, la admiración de todo el mundo, el ascenso profesional que no tardaría en obtener, un puesto de trabajo fijo, un aumento salarial en consonancia, e incluso la publicación de un libro con todos los pelos y señales de la política valenciana. Fue al lugar que ocupaba Isabel.
– Bien… -dijo-. Ya se lo he dado. Hace días que el pobre Rocky tiene la barriguita hecha polvo.
– Ya es mayorcito.
Tintín recibía la dulce voz de la redactora como música suave en un día lluvioso de invierno, ante la chimenea, intercambiando confidencias íntimas en los instantes previos del asalto final al fortín sexual que para él representaba Isabel. La presentía afectuosa y entregada. Frente al ordenador, ella intentaba encajar un titular; él observó su culito, que parecía esculpido por un artista genial. El tono claro de los pantalones remarcaba las líneas de unas braguitas minúsculas. Tintín apartó la vista.
– Mi aspiración -dijo Albert- es trabajar algún día en esta sección. Creo que es la más importante, la que más prestigio da.
– El prestigio de esta sección es directamente proporcional al de los políticos valencianos. Desengáñate, Albert.
– Siempre será mejor que informar de la regional preferente.
– Un trabajo, al fin y al cabo.
– Dicen que tú sabes mucho de política.
– Eres muy amable.
– A mí me gustaría saber.
– ¿Sí?
De repente vio la ventana abierta.
– Ya lo creo. Si tienes tiempo libre, estoy dispuesto a pagarte un café donde quieras para que me lo enseñes.
La redactora hizo un movimiento con su silla giratoria y le miró con innegable compasión y una pizca de ternura:
– Ligas fatal, Albert.
Acto seguido, Isabel manifestó en su rostro una reacción que podía ser tanto una leve sonrisa como un bostezo incipiente.
Liam Yeats aún permaneció una semana en Andorra, pero el día que decidió marcharse del país, el último momento en que contemplaría los paisajes de Ordino, lo hizo sin despedirse del español Martínez. Durante una semana Martínez le había mostrado los rincones más bellos. Fueron días de tristeza contenida, de gestos ensayados, de hábitos adquiridos con los años que llevaban frecuentándose. El irlandés prefirió evitar un abrazo efusivo, las palabras del amigo al que amaba, la última mirada donde yace inexorable el adiós definitivo. A las ocho de la mañana del día de su marcha ni siquiera osó echar un vistazo a la casa de Martínez.
En Andorra la Vella buscó un parking. Tras desayunar se dirigió a la entidad bancaria en la que tenía una cuenta corriente y una caja de seguridad. Preguntó por el director. Se entrevistó con él para formularle ciertas peticiones. El director le comunicó que dos días antes había recibido un ingreso de Valencia. Liam asintió. Ya lo sabía. Entonces el irlandés le pidió que reclamara el importe de dos cuentas corrientes más, en distintos países, para que se lo ingresaran en la cuenta de Andorra. Lo haría enseguida. Luego le dio el nombre de Martínez, Francesc Romeu i Magrinyà, para comprobar si era cliente del banco. En el ordenador, el director buscó los apellidos. Hacía años que el señor Romeu conservaba una libreta de ahorro en la entidad, no demasiado cuantiosa. De hecho, el señor Romeu pasaba muy pocas veces por allí. Liam sacó algo de dinero y firmó una transferencia con el resto para destinarlo a la cuenta de Martínez. Asimismo, cuando recibiera el dinero de las otras dos cuentas, también debía transferirse a dicho cliente. Aquella transferencia la firmó en blanco, dado que, según le contó, estaría de viaje unas semanas. Tales operaciones sorprendieron al director, pero el irlandés no añadió nada más, salvo un agradecimiento por su buen trato y por la discreción que siempre habían mantenido con él. La discreción es nuestra bandera, contestó el director, que, al fin y al cabo, perdía a la persona pero no al cliente, ya que su dinero seguía en el banco. Aún quedaba la caja de seguridad, que Liam quería cancelar. El director llamó por teléfono a un empleado. Le esperaban en la quinta planta. Se dieron la mano. Liam buscó el ascensor acompañado por el director, que de nuevo se despidió de él. Cogió la caja de seguridad y, en una cabina privada cuyo acceso se hallaba resguardado por una cortina oscura, la abrió. Sólo contenía un pasaporte irlandés caducado con su nombre y una escasa cantidad de fotos de su adolescencia y juventud. Una a una, mientras las introducía en el bolsillo interior de su americana, las observó brevemente. Llevaba mucho tiempo sin verlas. Miró un rato la foto en que estaba con su amigo Charles Breslin, al que el ejército británico había matado junto a los hermanos Devine, en Strabane, su pueblo. La foto le traía malos recuerdos, pero no había querido deshacerse de ella, como una autoflagelación, como si el mero hecho de tenerla evocara que el paso del tiempo no era sino una forma, también, de aplazar el pago de cuentas pendientes. Quizá fuese el momento apropiado para llevarla consigo, como prueba capaz de demostrar, cuando le mataran en Irlanda, que un día u otro asumiría las consecuencias de sus actos. El hecho de que fuera veinticinco años después añadía aún más determinación a su retorno. Porque Liam Yeats ya no creía en nada, el horror y el error de lo vivido habían desterrado toda fe de su espíritu.
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