– Para ustedes, los quebraderos de cabeza; para mí el tiempo -le respondió.
Un hombre sin ambiciones, pensó Lloris. Un espíritu yermo y conformista al que le bastaba y le sobraba con tener algo que echarse al gaznate. Lloris despreciaba a aquellos tipos, que, sin embargo, eran los perfectos subalternos. Contratado.
* * *
La vida de Toni Butxana había cambiado con la repentina muerte de su amigo Héctor Barrera, en un accidente sufrido con un coche en el que, segundos antes del impacto, también iba el detective. A las tres y diez de la madrugada, Héctor había dejado a Butxana en la esquina de su barrio, en una noche plácida como tantas otras que compartían: cena y un par de copas en sus queridos locales de siempre. Aún no había llegado al portal de su edificio cuando el vehículo de Héctor fue devastado por un potente cuatro por cuatro en el que iban dos jóvenes que, con niveles de alcoholemia superiores a los permitidos, se saltaron un semáforo. Más que dolor, la muerte de Héctor le causó una rabia inmensa. Rabia por todo lo que les quedaba por compartir y que una estupidez, un destino fatal, había hecho trizas.
Butxana se sintió invadido por una enorme sensación de soledad. Con los años, por varias circunstancias, Héctor había llegado a ser su único amigo. Una persona con la que no sólo compartía la vida cotidiana, sino un futuro más o menos esbozado. Ambos estaban hartos de sus oficios, de la inseguridad económica en que vivían, de aquella imposibilidad de una vida tranquila que hacía aún más intensa una amistad que no era sino una forma de solidaridad. Algún día escaparían de una ciudad que habían conocido pequeña y plácida y que con el tiempo se había convertido en metrópolis hostil. Tenían planes, un poco de futuro; una escapada de las circunstancias y de sí mismos; unos ahorros con la esperanza de irse muy lejos, el ideal de cualquier país que permitiera una vida al alcance de economías a su medida. Quizá no hubiesen escapado nunca, probablemente hubieran seguido fieles a una idea moderada de la felicidad, pero al menos les unía el acuerdo tácito de tenerse el uno al otro.
Ahora el otro sólo era uno, alguien que había abandonado cualquier iniciativa de cambio, llevado por una inercia vital que le desagradaba pero ante la que se mostraba indiferente. En aquellas condiciones encontró Lloris a Butxana; en aquellas mismas circunstancias Butxana conoció a Núria, una empleada de Telefónica, casada y con dos hijos, que intentaba con ahínco alegrar su existencia. Ella le quería, él se dejaba. Dos o tres veces por semana, casi siempre por las tardes, Butxana la recibía en su piso. Con frecuencia, Núria le llevaba la comida más apropiada, alimentos sanos con la convicción de que somos lo que comemos, premisa que el detective dejaba siempre a un lado, quizá porque no quería ser nada, como quien se limita a contemplar el transcurso del tiempo. No necesitaba a una madre, no necesitaba a una mujer. En realidad, a merced de su desconcierto, no sabía exactamente qué necesitaba. Y era precisamente aquella confusión, que Butxana a menudo transformaba en sarcasmo, lo que más cautivaba a Núria, a quien las costumbres matrimoniales y laborales habían desprovisto de emociones, para hacer que terminara, al fin y al cabo, siendo fiel a la costumbre de las citas clandestinas. Porque todo aquello se había convertido, también, en esa especie de rutina que distrae a quien tiene pareja y hace aún más patente la soledad del otro. Antes de conocer a Núria había conocido a otras mujeres con la intención de buscar una compañía que le compensara o al menos relativizara una pérdida irreparable. Mujeres que hablaban con entusiasmo de un futuro juntos intentando crear a su alrededor un campo de receptividad; mujeres que al fin desistían ante su indolencia, su falta de motivación por futuros supuestamente esplendorosos. Para Butxana, reciente aún la muerte de Héctor, no había nada más insoportable que un proyecto que augurara varios días buenos seguidos. Quizá fuese su estado de ánimo; sea como fuere, al igual que había hecho en situaciones similares, sencillamente dejó de buscar. Entonces conoció a Núria.
Desde hacía unos días, a Butxana se le notaba inquieto y a Núria le parecía extraño. No es que fuera un hombre entusiasta con ella, pero aquella indiferencia respecto al sexo, aquel asomo de ansiedad que afloraba en él, la tenía preocupada. Era la segunda vez que llegaba al piso y él le decía que pronto tendría que irse. Núria empezó a creer que el final de la aventura estaba cerca. La desidia precede a la ruptura. Tal vez, rumió, tuviese a otra mejor, soltera o separada, que le ofrecía una relación distinta, normal: ir al cine, a restaurantes, un viaje… Núria estaba triste pese a la insistencia de Butxana, que reiteraba que sólo se trataba de un encargo interesante al que dedicaba muchas horas. Así pues, le dijo que confiara en él, que la llamaría por teléfono cuando tuviera algo más de tiempo libre. En su oficio había que aprovechar las buenas ofertas, como los actores, que podían tener tres películas en un año o no hacer ninguna en tres. De verdad, créetelo. Ella se fue sin estar convencida. A él le preocupaba su desencanto, pero sin perder el tiempo resumió, mientras Núria bajaba en el ascensor, los últimos acontecimientos en un papel, sentado a la mesita de la sala de estar. A ver: Júlia se había reunido con el hijo de Lloris, cuatro veces. El detective se había planteado controlar también a Lluís. No lo hizo y así es como Júlia le llevó a Manuel Gil. Con presteza, utilizando las influencias del ex comisario Tordera -con quien durante años había mantenido una mala relación que el tiempo y la jubilación de Tordera suavizaron-, se enteró de que el tal Gil, jefe de una empresa de seguridad, había sido un policía implicado, durante los años de la transición del franquismo a la democracia, en tramas fascistas. Entonces decidió repartir su tiempo entre Júlia y Gil. De nuevo Butxana tuvo que recurrir a Tordera, con tal que le averiguara quiénes eran los dos franceses propietarios del pub La Escapada.
– ¿Podrías contarme de una vez en qué trabajas? -le preguntó el ex comisario, retirado pero aún con el instinto cotilla en activo.
Sabía de la inoportunidad de Butxana, con una tendencia fatal e inconsciente a meterse en líos. Se lo preguntó cuando aún no le había dicho quiénes eran los dos franceses, es decir, como un intercambio de cromos que el detective no tuvo más remedio que aceptar.
– ¿De qué te serviría saberlo?
– Me aburro.
– Puro chismorreo.
– Añade que no tengo una paga excelente tras tantos años de dedicación abnegada…
– Pareces una viuda, siempre llorando. Me lo sé de memoria. Me estás pidiendo participar y cobrar.
– Un ex policía ex intrigante fascista, dos ex mercenarios franceses… aquí hay algo interesante.
– ¿Son ex mercenarios?
– Sí. Tengo su historial en este sobre. -Se lo sacó del bolsillo-. Además, necesitarás ayuda. De momento tienes cuatro, no puedes seguirlos a todos.
– ¿Cuánto querrías cobrar?
– Depende de lo que ganes. No quiero abusar, pero no estaría mal cobrarme las putadas que me has gastado. ¿Te parece bien la mitad?
– No. Ya lo ajustaremos.
– Eso significa que me aceptas como socio.
– Sólo como ayudante, pero te advierto que mando yo, se hará lo que yo diga, porque soy yo quien…
– Correcto, mandas tú. Soy tu empleado. Me doy por satisfecho con poder trabajar, sentirme útil. ¿De qué va el asunto?
– De momento, no te importa.
– Pues de momento me voy. -Volvió a meterse el sobre en el bolsillo.
– Te lo cuento.
– ¿Todo?
– Siéntate, no seas plomo.
Читать дальше