Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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– ¿Vive en Valencia?

– Sí. Tiene un pub. Antes tenía otro en Barcelona, pero un diario catalán publicó un reportaje de la prensa francesa sobre alguno de sus asuntos africanos y tuvo que irse. Para un hombre como él es casi imposible huir de un pasado que nos persigue a todos.

– ¿Otro té?

– No, pero querría hacerte algunas preguntas. ¿Sabes algo de Eddy?

– Sí. Hace ocho años que está en la cárcel de Long Kesh. Tu padre murió en el 92. Eddy tiene un hijo. Se llama Ian, de veintiún años, y estudia derecho. Aparte de eso, no puedo informarte de nada más. Lo ignoro.

– ¿Durante estos años has mantenido correspondencia frecuente con él?

– Poca. Cuando lo creía oportuno.

– ¿Has sabido siempre a qué me dedicaba?

– Sí, siempre. Me informaban agentes del Mossad. Cuando venían, se lo preguntaba.

Martínez se levantó de la mesa. Cogió las tazas de té y las llevó a la pila de la cocina. Luego, los platos y los cubiertos. Aún volvió a por la botella de vino y la cubitera. Hizo tres movimientos de distracción tratando de impedir que el silencio de Liam se rompiera por la curiosidad de saber las respuestas de Eddy a las cartas del español.

– ¿Te quedarás más días en Andorra o te vas ya a Valencia?

– Pasaré aquí unos días más.

– ¿Qué te gustaría hacer?

– No lo sé.

– Te enseñaré algunos rincones del país que no conoces.

– De acuerdo, pero con una condición: no insistas en que no debo volver a Irlanda. Como si no te hubiera hablado de ello. Hagamos lo que hemos hecho siempre que nos hemos encontrado, simulemos que no ha pasado nada más.

– Supongo que no me queda otro remedio.

– Supones bien. Y un favor.

– Tendrás los documentos enseguida. Hoy mismo me pondré a trabajar.

– No, no… Ya no me harán falta. Quería preguntarte si conoces a algún especialista en armas de confianza en la zona a la que voy o cerca.

– Te lo averiguaré.

– Gracias por la comida.

No añadió nada más. Se puso la cazadora y se fue. Mientras atravesaba el pequeño patio, los tres perros le acompañaron hasta la puerta, subiéndosele por las piernas, jugando con los cordones de sus botas, en pos de una caricia. Liam les frotó levemente la testa. Recordó los perros vagabundos de Ruanda, los aullidos de temor que lanzaban por la noche desde sus guaridas. Al llegar las primeras horas de la mañana salían para alimentarse de los cadáveres mutilados que se esparciesen por cualquier carretera. Afuera observó el buzón de Martínez: Francesc Romeu i Magrinyá. Memorizó el nombre andorrano del judío.

12

Por la tarde, Jean-Luc volvió al pub tras haber seguido durante casi ocho horas al tipo que por la mañana había visitado a Gérard, del que, entre otras cosas, sabía el nombre -Manuel Gil- y el lugar de trabajo, una empresa de vigilancia y seguridad. Ambos subieron a la oficina, lejos del alboroto que a esas horas, entre la gente y la música, hacía imposible la conversación. En primer lugar, Gérard le explicó el motivo del encuentro y la recomendación de Liam. Jean-Luc también pensaba que, inevitablemente, estaban implicados en el asunto. La información que Gil tenía de Gérard desempeñaría un papel fundamental. Entonces Jean-Luc se dejó caer en el sofá con un gesto de abatimiento. La fatiga de no encontrar desde hacía años la salida que les permitiese llevar otra vida le contrariaba, le afligía como una injusticia. Entonces le recordó a Gérard que haber elegido Nairobi como residencia fija, donde reiteradamente él insistió en que se quedaran, hubiera sido la opción ideal para dos personas, sobre todo Gérard, señaladas por determinada prensa francesa a raíz del conflicto ruandés. Gérard admitió que tenía razón. De nuevo Nairobi se les planteaba como recurso. Pero antes era partidario de esperar y reflexionar sobre lo que debían hacer ante el problema.

Más pesimista, Jean-Luc, hombre menos decidido y siempre a la sombra de Gérard, también cuestionó la elección de Liam. Sabían del carácter independiente del irlandés, poco proclive a los acuerdos. Un individualista que se desentendería de sus problemas. Pero Gérard le había elegido porque era eficaz y mantenía la esperanza en que el encargo se resolviera pronto y con el menor número de problemas posible.

– ¿Y el problema de Gil?

Gil y su dossier eran otra dificultad aparte, un asunto personal suyo. Gil siempre tendría a Gérard bien cogido para todo lo que quisiera. Hacía falta, pues, descubrir de qué conexiones gozaba. Juan Lloris era empresario y político; quien quisiera eliminarle podía ser tanto de un gremio como del otro. Gil sólo era el mensajero, estaban convencidos de ello. Con su aspecto de idiota útil les bastaba. Una vez concluido el encargo, la única posibilidad de no irse de Valencia, donde el negocio iba bien, de no tener que empezar de nuevo en otro país, sería eliminarle a él y a su conexión, una posibilidad que, sin embargo, hacía aumentar los riesgos si quien utilizaba a Gil era alguien importante. Dos asesinatos de personas influyentes implicarían una investigación a fondo de la policía. El problema no era Gil, sino Lloris y quien había encargado eliminarle.

¿Traspasar el pub y volver a Nairobi? Gérard le reiteró que prefería esperar acontecimientos, agotar el tiempo hasta que la situación determinara qué atajo tomar, aunque no era muy optimista. Pese a todo, tener que empezar de nuevo le preocupaba. Desde el despacho, a través del ventanal, Jean-Luc apartó un poco la cortina con tal de observar el local, casi lleno, con su óptimo rendimiento económico. Todos sus cálculos se iban al traste. Llegaba a hastiarle no dar con un lugar plácido fuera de África. Quizá no deberían haber salido del continente, pero estaba harto de todo lo ocurrido, algo que le hacía sentirse culpable y que deseaba olvidar en otro rincón del mundo, como si al huir escapase a la vez de una memoria nefasta. Gérard estaba acostumbrado a las situaciones extremas, pero cada vez que tenía que empezar de nuevo sentía la fatiga acumulada. Nairobi sólo era un recurso, no la solución. Esperaría, pues, la evolución del asunto. Su problema no había hecho más que empezar.

– Jean-Luc, controlarás a Gil. Él nos llevará a todo lo que necesitamos saber.

– ¿Estás seguro de que es la mejor opción?

No era una pregunta, sino una respuesta que se esforzaba por descubrir si en la decisión de Gérard había siquiera una fisura.

– Es la única disponible.

– Cada problema exige una solución a su altura.

Jean-Luc le recordó las palabras que a menudo repetía Gérard cuando eran mercenarios. En el fondo, no estaba de acuerdo con su decisión. Prefería cortar el problema de cuajo. Irse ya, desaparecer sin dejar rastro. En Nairobi nadie los buscaría. Allí nadie preguntaba nada. Nairobi era a los mercenarios lo que a los espías había sido Viena en tiempos de la guerra fría. Una capital de acogida, neutral, donde se respetaba el pasado de cualquiera. Pero, pese a ser la capital más occidental del continente, seguía siendo África. Una pesadilla para conciencias con sentimientos de culpa.

– Alargaremos la situación hasta el límite.

– Quizá desaprovechemos un tiempo precioso.

– Ahora no lo sabemos.

– Pero sí que sabemos algo fundamental: si nos vamos ya, acabaremos con el problema.

– En primer lugar, traspasar un pub lleva un tiempo…

– Da igual, lo cerramos y nos vamos.

– ¿Con qué dinero?

– El que hay en la caja fuerte y el del banco.

– No basta. Y, además, tendríamos que pagar el resto del crédito. No nos quedaría prácticamente nada.

– No pensaba pagar el crédito. Que se queden con el pub.

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