– Te escucharé.
Le escucharía porque no se imaginaba que alguien a quien no conocía fuera tan estúpido si no llevase entre manos algún asunto que pudiera comprometerle.
– Es prudente por tu parte. Casi todas tus aventuras están aquí.
El tipo dio unos golpecitos al sobre. Gérard lo miraba fijamente.
– Fotos e informes sobre tus actuaciones en África. Recortes de prensa que hablan de ti.
Los clientes de las mesas ya se habían ido. El camarero estaba en la cocina. Al tender los brazos, la camisa del francés, con los puños desabrochados, descubrió, en su antebrazo, el tatuaje de la cara de un león.
– ¿Para qué diario trabajas?
– No soy periodista.
– ¿Quién eres, pues?
– Un amigo.
Estaba harto de la impertinencia de aquel individuo.
– Un amigo que quiere ofrecerte un buen trabajo, excelentemente remunerado.
Gérard se lo imaginó.
– Ya no me dedico a ese tipo de trabajos.
– Tendrás que hacerlo. Tengo buenos contactos en la policía. También con periodistas. Los diarios para los que escriben recibirían noticias tuyas con los brazos abiertos. Aquí son muy sensacionalistas. Un reportaje sobre ti, con fotos como las que traigo, pongamos en un dominical de gran tirada, y adiós al negocio. De nuevo en otra ciudad, de nuevo vuelta a empezar. Más deudas, más… Todo eso es muy cansino, ¿no te parece?
De repente, el francés se sintió atrapado. Sin salida. Cambió de actitud. Le escucharía, aceptaría de buena gana el encargo. Le invitaría a tomar una copa en su despacho, le liquidaría y le haría desaparecer. Fue un pensamiento estúpido producto de la ansiedad que le ocasionaba aquel imbécil; de la rabia por verse otra vez perseguido por su pasado.
– La verdad es que sería una putada -admitió Gérard.
– No quiero joderte. Al contrario, busco tu colaboración. ¿Conoces a Juan Lloris?
– No.
– Es muy famoso.
– No tengo vida social.
– Es empresario y político. Todo el mundo le conoce. Fue presidente del Valencia.
– Ahora me acuerdo.
– Por el fútbol, claro -dijo el tipo poniendo un dedo sobre la portada del Superdeporte -. De ahí viene su fama. Verás, alguien tiene interés en que le liquiden y he pensado en ti. No es un trabajo difícil. Ni siquiera tiene guardaespaldas.
– Por fácil que sea, que no lo dudo, ya no me dedico a ese tipo de cosas.
– Muy bien. -Se levantó, enfadado, el otro. Cogió el sobre.
– Siéntate. Puedo ayudarte.
Se sentó.
– ¿Cómo?
– Conozco a un tipo que puede hacerlo. Se dedica a eso en exclusiva. Le he proporcionado más de un trabajo, y nunca ha habido ningún problema.
– ¿Es de aquí?
– No.
– ¿De dónde?
– Ex irlandés.
– No acabo de entenderlo.
– El IRA le expulsó de Irlanda. No puede volver. Le matarían. Lo harían incluso si diesen con él.
– ¿De qué le conoces?
– Estuvo conmigo en África. Mercenario. De hecho, sus primeros trabajos se los proporcioné yo.
– ¿Cómo puedo saber que es de confianza?
– ¿Cómo podías saberlo conmigo?
Señaló el sobre:
– A ti te tengo cogido, a él no.
Gérard hizo un esfuerzo por mantener la calma. Le respondió con normalidad, como si no hubiera oído la amenaza:
– Es un profesional riguroso. Uno de los mejores.
– No conoce la ciudad. No sabe nada de aquí.
– Está acostumbrado a trabajar por todo el mundo. Si yo necesitara un trabajo, sin duda le contrataría. Pero es caro.
– ¿Cuánto?
– Depende del tipo de encargo. Los políticos salen caros. Habrá mucho revuelo en la prensa, aunque él sabría cómo evitar que el escándalo fuera mayúsculo, pero eso también cuesta dinero. Todo lo que ayuda a eliminar sospechosos cuesta dinero. ¿Qué me habrías pagado a mí?
Le dijo la cantidad. Era buena, excelente. Incluso pensó que era una lástima perderla. Pese a todo, se quitó la idea de la cabeza con rapidez. No le convenían complicaciones. Además, estaba el sobre. ¿Y si no le pagaban el dinero acordado a causa del chantaje del sobre? Un favor por otro. Decididamente, no le interesaba.
– Por esa cantidad, creo que lo haría.
– ¿Cómo puedo contactar con él?
– Contactaré yo. En principio, es mejor. Luego él lo hará contigo. Tienes que darme una dirección electrónica. A partir de ese momento mantendréis contacto directo. A veces no quiere ver al cliente. Es seguro, muy discreto. Deberás pagarle la mitad como adelanto. Él te dirá a qué cuenta. Hasta que la reciba no empezará a hacer nada. La otra mitad la abonarás cuando compruebes que el trabajo está hecho, pero tendrás que pagarle el mismo día, como muy tarde al siguiente. Es una condición indispensable. Asumirías un gran riesgo si no lo hicieras.
– Si no me conoce, no sabrá quién soy.
– No tardaría en saberlo. Te buscaría. Me buscaría a mí también. No quiero problemas. No deseo involucrarme en este asunto.
– Si no hace falta, no te involucraré.
El francés no dijo nada, pero le inquietaron las últimas palabras: el sobre. Si Liam no hacía el trabajo, ¿tendría que hacerlo él? Prefirió no preguntárselo.
– ¿Cómo se llama?
– El irlandés. Si hay algún nombre en clave, ya te lo dirá él. Dame una dirección de correo electrónico.
Se la dio.
– Espero noticias.
– ¿Hay prisa?
– No, pero tampoco pausa.
El francés evitó darle la mano al tipo cuando se levantó. Se fue con una sonrisa de complicidad o quizá de advertencia. En cualquier caso, Gérard sabía que aquella visita, de no tener cuidado, sería problemática en el futuro. Ante la puerta, el tipo se cruzó con Jean-Luc Denaville. No le reconoció.
No le conocía. Gérard le hizo una señal para que le siguiera. Jean-Luc volvió a salir del local.
Gérard subió a su despacho y encendió el ordenador. Expulsó el humo con un suspiro. Le fatigaba lo de volver a episodios que tanto luchaba por desterrar de su vida. Aun así, confiaba en que la visita quedara en un simple encuentro. Pero estaba aquel sobre, como una mancha de aceite que iba esparciéndose y parecía imposible contener. Su instinto para el peligro le advirtió que le causaría problemas. Estaba involucrado, lo quisiera o no.
– Bien, ahora ya conoces mi historia irlandesa.
Liam le contó al español Martínez lo que éste ya sabía. Lo hizo como si por fin se hubiera quitado del pescuezo una de las espinas del pescado que el judío preparaba en aquellos momentos, mientras como aperitivo bebían un vino fresquísimo que incitaba a hablar en confianza. No fue una narración extensa sino básica, más bien clásica: planteamiento, nudo y desenlace.
– Ponme algo más de vino.
Liam vertió un poco en su copa.
– Ya estaba al corriente de tu historia irlandesa -dijo entonces Martínez.
De espaldas a él, el irlandés removía la botella esforzándose por dejarla en el fondo de la cubitera. Se volvió, confuso y extrañado.
– ¿La conocías?
– Sí.
– ¿Desde cuándo?
– Desde el mismo día que saliste de Irlanda. Recibí el encargo de ayudarte. Por eso entraste a trabajar en el Mossad.
– ¿Por qué no me lo habías dicho hasta ahora?
– Porque hasta ahora no habías querido hablar de ello. -Liam lo admitió-. Pero desde que has llegado he visto que tenías la necesidad de hacerlo. Por eso te lo he dicho. Quieres contármelo todo, tu historia irlandesa y lo demás.
– Eres el único al que puedo contárselo.
– Te escucharé. Pero, si te parece bien, comamos antes. Se enfriará el pescado.
Pusieron la mesa. Llevaron la ensalada y el pescado. Comieron rápidamente y en silencio. Era un manjar ligero. Martínez preparó té.
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