Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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– Irlanda… -dijo Martínez. Liam se había vuelto hacia él, como si quisiera afrontar con realismo todo lo que iba a decirle-. No vuelvas. Ignoro por qué no puedes hacerlo. No me interesa, pero, si hay heridas, el tiempo se encargará de cicatrizarlas.

Martínez impidió que evocara lo que más inquietaba la conciencia de Liam; lo que de insondable y amargo llevaba en la memoria. «No quiero oír nada de aquel acontecimiento. Para mí es un hombre íntegro que ha cumplido con los tratos acordados.» Entendía las debilidades humanas. A menudo se le había presentado la ocasión de entenderlas en hombres desesperados, atrapados por la dinámica de una vida acotada por circunstancias trágicas. Judíos que habían traicionado a otros judíos para salvarse del horror de los campos de concentración; judíos que optaron por el suicidio por la mala conciencia de haberse salvado. Historias contadas por sus padres, narradas desde la perplejidad, el estoicismo, el sentimiento de culpa impreso en la huella de un terror que paralizaba para toda la vida cualquier indicio de vitalidad. Como agente del Mossad que había sido, conocía el rigor inflexible de las organizaciones de todo tipo investidas de objetivos irrenunciables, desposeídas de la capacidad indulgente de atender a razones de carácter humano. Se había formado un juicio sobre la historia irlandesa de Liam: un joven de dieciocho años, bajo tortura, delata a sus compañeros. Él lo entendía. ¿Cómo no iba a entenderlo un hombre heredero del horror más inimaginable? Pero también sabía que las organizaciones con finalidades intrínsecas no daban nunca segundas oportunidades por lo que eso tenía de modelo ejemplarizante para todos.

– Tienes razón, da igual que te maten en un sitio u otro. La diferencia está en quién lo hará.

Liam pensó que Martínez se lo imaginaba, que tenía una idea aproximada de la historia de la parte de Irlanda. Ahora comprendía por qué le había dicho que no le interesaba. Quizá el español pretendiera librarse de disculparle. Un hombre como Martínez, en cierto modo involucrado en el mismo mundo, era un rehén de la incuestionable dureza del ambiente. Pero lo que quizá el español no sabía era que Liam tenía el orgullo empeñado en Irlanda, una mancha infalsificable que precisaba, para ser borrada, de la tinta indeleble de su retorno. Morir en Irlanda no en un acto de arrepentimiento, sino en una acción que evidenciaba su deseo de enfrentarse a la culpa, al descrédito, al juicio sumario que permanecía anclado en los años, en su amor propio de soldado irlandés.

– Volveré -dijo Liam-. A veces sueño con retirarme a cualquier lugar del mundo. Supongo que es una necesidad inconsciente, pero a la larga se me haría inhóspito. Siempre quedará en mí la idea del regreso.

– Deja que pasen los años.

– Los años no me dejan pasar a mí.

Entonces Martínez retomó la ruta. No quería seguir escuchándole y así lo entendió Liam. La historia africana no había dejado de ser el anuncio de una conversación que no llegó a empezar. Daba igual. Todo se relacionaba con sus cimientos irlandeses; con la nostalgia, la melancolía, la culpa.

Desde la cima, el paisaje era bellísimo. Sentados en el tronco de un árbol caído lo contemplaban en silencio. Las patrias, reflexionó en la intimidad Martínez. Ninguna valía una vida. Pero él la había arriesgado por Israel y Liam había matado por Irlanda y le habían condenado a muerte o al exilio permanente por ella. Las patrias lo devoran todo; implacables con los errores de sus hijos, llegan hasta la médula del alma, distorsionando o destruyendo todo cuanto de racional hay en el hombre.

* * *

Ismael, así se llamaba el doctor amigo del español Martínez. Más o menos tenían la misma edad, pero su figura le presentaba como un hombre poco avezado al deporte. Era alto -de la estatura de Liam-, de espaldas cargadas y con una barriga en expansión que pronto sería excesiva. Con el aspecto de alguien paciente y entregado a su oficio, usaba unas gafas de carey un poco antiguas, un poco enormes. Saludó al irlandés dándole la mano y le hizo pasar a la sala que usaba como despacho, comunicada con otra de exploración, más ancha y más larga, con una camilla, electrocardiograma, varios aparatos médicos como el espirómetro, el tensiómetro, una báscula-tallímetro y una vitrina metálica con muestras de fármacos. Se sentaron uno ante el otro separados por una mesa clásica con un ordenador que el doctor no encendió. No hacía falta ficha médica.

– Me llamo…

– No hace falta que me lo diga -dijo, amable, el doctor-. Hablemos de sus dolencias.

– Hace seis años sufrí una herida de bala con orificio de entrada y salida que me provocó perforaciones en el intestino y desgarros. Tuvieron que operarme de urgencia por el gran riesgo de infección, me practicaron una… -Liam buscó la palabra en inglés.

– Una laparotomía longitudinal y otra transversal.

– Eso es. Con amputaciones en el intestino.

– Quítese la ropa de cintura para arriba y tiéndase en la camilla.

Liam lo hizo. El doctor dejó sus gafas sobre la mesa. A primera vista, observó unas pequeñas protuberancias en su abdomen. Presionó una.

– ¿Siente dolor?

– Un poco.

Con las manos, una encima de otra, el doctor comprobó la solidez de las protuberancias. No lo hizo durante mucho tiempo. Le dijo que volviera a vestirse. Se puso las gafas. Embutiéndose en el jersey, Liam le preguntó si era grave.

– Todavía no.

El doctor esperó a que el irlandés tomara asiento.

– La herida le ha dejado unas eventraciones que en el transcurso de dos o tres años le obligarán a someterse a otra intervención quirúrgica reparadora.

Entonces Liam hizo una mueca de enojo.

– ¿Es indispensable?

– La necesita para evitar que derive en una estrangulación de los intestinos. Si no lo hace, pondría en peligro su vida.

– ¿Y mientras tanto?

– Sufrirá dolores cada vez más agudos que deberá calmar con potentes analgésicos. Quizá necesite incluso morfina. Además, tendrá que vigilar su alimentación y procurarse una dieta semilíquida para evitar digestiones pesadas.

– ¿Con eso podré aguantar dos o tres años?

– Cuanto antes pase por el quirófano, mejor. El tratamiento sólo es sintomático, para prevenir dolores, pero el único remedio definitivo es la cirugía.

El doctor fue hasta la vitrina y sacó dos cajas de Nolotil.

– Una botellita bebida o una cápsula cuando el dolor sea fuerte, cada cinco o seis horas.

También le llevó una caja de Buscapina.

– Cuando sea más leve, una cápsula cada cuatro o cinco horas.

El doctor Ismael le entregó las cajas y le hizo una receta para que consiguiera más. En la camilla, comprobando las protuberancias, había observado pequeñas cicatrices por todo el abdomen y el pecho, quizá fruto de la explosión de una granada.

– ¿Alguna dolencia más?

– Dos fracturas: una en la tibia (partida de un culatazo) y otra en el hombro derecho con ruptura de escápula y clavícula (un golpe con una barra de hierro).

– ¿Sufre dolores articulares?

– Sí, sobre todo en lugares húmedos y de bajas temperaturas.

– Seguramente no se lo trataron con técnicas de reducción y fijación, algo que ha impedido que las fracturas hayan sanado como debían. Por tanto, los dolores son normales y, además, en un futuro se adelantarán los procesos de descalcificación y artrosis. Los mismos analgésicos que le he recetado le ayudarán a calmar el dolor, pero le daré también antiinflamatorios para cuando los dolores se incrementen a causa de un esfuerzo físico.

El doctor se ayudó con ambas manos sobre la mesa para volver a levantarse. Buscó los antiinflamatorios en la vitrina. Desde allí le preguntó si fumaba.

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