Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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– Un poco.

– De acuerdo, es un fumador empedernido -le dio los antiinflamatorios. Se sentó. Al quitarse las gafas se acentuó la severidad de su rostro-. Como médico estoy obligado a advertírselo muy seriamente. Verá, no se sorprenda si me imagino qué vida ha llevado. Soy amigo y colaborador de Martínez. Hay días festivos en los que por esta clínica pasan hombres muy parecidos a usted, de los que no sé al detalle a qué se dedican pero me basta con sus enfermedades. Cada vez que vuelven, esas enfermedades han empeorado. Lo único que puedo hacer por usted es advertírselo y aconsejarle que busque un rincón cálido y soleado para vivir, dieta y tratamientos corporales. Se lo diré sin rodeos: jubílese.

Liam se levantó.

– Gracias por sus consejos, doctor. ¿Qué le debo por la visita?

– Nada, pero ojalá no vuelva a verle.

No volvería a hacerlo. En el mundo no había ningún rincón cálido capaz de acoger su determinación de regresar a Irlanda. Agradeció al doctor Ismael su tiempo de descanso. Se dieron otro apretón de manos. Se fue.

En la calle buscó en una tienda el regalo de Rubén. Le compró media docena de calcetines de lana altos, dos suéteres, dos pijamas y un reproductor de música. Lo puso todo en una gran bolsa, con una nota en castellano pegada al aparato de radio: «Feliz cumpleaños, Rubén.» Dudaba si escribirle algo más. Al final lo dejó. Nunca había hablado con él. Sólo tenía una foto que le habían enviado los tutores de la Escuela de Acogida de Lima. Al día siguiente iría a Correos. Por la calle principal de Andorra la Vella transitaba mucha gente que entraba y salía de las tiendas o simplemente miraba con curiosidad escaparates. Le había ocurrido que a veces, en algunos países, había sentido el deseo de parar a cualquier persona e iniciar una conversación. No le pasaba con frecuencia. Tampoco aquel domingo, pero lo cierto es que le habría gustado que le contaran lo que hacían. Quería saber, aunque fuese escuchándola, cómo era una vida normal. Decidió sentarse en el taburete de la barra de una cafetería, al lado de un gran ventanal. Pidió un zumo. Esbozó una sonrisa. Le parecía irónico que un profesional del crimen, un tipo que arriesgaba su vida continuamente, siguiera los consejos dietéticos de un médico. Las vidas normales desfilaban ante él como si en la calle una pantalla reprodujese un mundo extraño, desconocido.

10

«¿Recuerdan a Gérard Zacharie, un mercenario muy conocido en varios países africanos, bajo distintos nombres, del que les he hablado en alguna ocasión? Pues “la Bestia” Gérard vive ahora en Barcelona, tranquilamente, dirigiendo un pub de su propiedad.» Este fragmento de un artículo publicado en un diario francés, en septiembre de 2001, alertó a Gérard cuando otro periódico, catalán, se hizo eco de él. Inmediatamente, Gérard Zacharie traspasó su negocio -con un precio que en absoluto compensaba la inversión- y decidió instalarse en Valencia.

Lo hizo fuera de la ciudad, en el término municipal de Massanassa, junto a un polígono industrial y cerca de un enorme centro comercial con cines y tres hoteles a su alrededor. El nombre del pub, La Escapada. No por su huida de Barcelona, sino porque en un principio lo orientó a parejas furtivas y encuentros de negocios. Pero parte de la gente que trabajaba en las empresas del polígono prefería tomarse algo en el pub, dado que los restaurantes de la zona ofrecían menús de escasa calidad. Como anexo al pub abrió, en la parte de atrás, que antes había sido un patio sin ninguna función concreta, un restaurante no demasiado grande con una carta de pocos platos, aunque exquisitos.

El pub iba bien, pero Gérard arrastraba el lastre de una hipoteca causada por las pérdidas de Barcelona. Dentro de unos años, si no sucedía nada que alterara sus planes, Gérard Zacharie y su socio, Jean-Luc Denaville -también ex mercenario-, podrían vivir de los beneficios, a pesar de sus obligaciones, de las horas acumuladas, en La Escapada. Era lunes por la mañana y sus planes estaban a punto de sufrir un vuelco.

No cerraban ningún día. Entre semana vivían de los operarios del polígono industrial, de reuniones de empresarios en el comedor pequeño y de parejas que se citaban allí a partir de las seis de la tarde. El sábado y el domingo, del flujo de visitantes que generaba el centro comercial. Sobre las once, Gérard se tomaba un sándwich mientras hojeaba Superdeporte, la única prensa deportiva autóctona. Había un camarero tras la barra secando unos vasos y escuchando las noticias de una emisora de radio y dos mesas con clientes tomando café.

Por la puerta entró un individuo que llamó la atención del francés. No era más extraño que las personas que frecuentaban el pub. De hecho, a menudo se dejaba caer por allí gente de paso. Pero el sexto sentido de Gérard, curtido en muchas situaciones de riesgo, en lugares y circunstancias en los que tan sólo se había valido de su instinto, detectó la anomalía. El tipo llevaba un sobre en la mano. Justo después de observar a los clientes y al camarero se fijó en el francés. Retuvo su mirada unos instantes, como si pretendiese ratificar algo, y se dirigió hacia él. Gérard cerró el diario. Se dio cuenta de que lo tenía fácil si quería matarle. Si huía hacia adelante, iría al encuentro de aquel tipo; si lo hacía hacia atrás, debería correr en sentido horizontal hasta la puerta que comunicaba con el comedor y la escalera que conducía al despacho. No disponía de ninguna arma. Tenía una, pero no siempre la llevaba encima. Y solía sentarse al fondo del pub con tal de guardar respecto a la entrada una distancia prudencial que le diese margen de maniobra. Pero, sin el arma, no tenía escapatoria posible. El tipo llegó a la mesa.

– Buen provecho, Gérard.

No le respondió. No le conocía, no le gustaba. El otro se sentó. Dejó el sobre en la mesa, cerca de él.

– Soy un amigo.

El francés no tenía amigos. Permaneció callado. El otro le pidió al camarero un carajillo de anís.

– No has cambiado mucho.

Gérard trató de adivinar quién era, pero no consiguió recordar a nadie con aquel aspecto delgaducho de valenciano anémico.

– ¿Quién eres?

– Un amigo -sonrió. Del interior del sobre sacó una foto. Primero la observó, luego le miró-. Estás prácticamente igual que hace unos años.

Le tendió la foto. En primer plano, de uniforme militar, Gérard Zacharie con una ametralladora entre las manos. Al fondo humo, fuego, casas destruidas, cadáveres, mujeres corriendo con sus hijos en brazos. El francés le devolvió la foto. Apenas le dedicó un vistazo. Ya tenía delante al periodista imbécil que había encontrado la exclusiva de su vida.

– Dime quién eres o te irás ahora mismo de este local.

– Te interesa ser educado y amable conmigo.

El camarero le sirvió el carajillo de anís.

– Gracias -dijo el individuo, pero con un gesto altivo, como si hubiera nacido para que le sirvieran, y sin embargo su aspecto indicaba todo lo contrario-. Has tenido una vida interesante.

Muy imbécil, pensó Gérard. El otro dedicó una ojeada al local.

– Es elegante. Parece que te va bien.

– Sí.

– Pero mucho trabajo, muchas facturas que pagar, deudas bancarias…

– Oye, dime lo que quieres de una puta vez, tómate la consumición y lárgate. No soy un hombre paciente.

– Vengo a proponerte un negocio.

– No hago negocios con gente que no conozco.

– Conmigo sí.

El francés resopló. Los modos de aquel tipo le sacaban de quicio, pero prefirió no exteriorizarlo aunque con gusto le hubiera cogido por las solapas y lanzado contra la primera ventana disponible. Resolvió contener sus impulsos.

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