Bajó y comprobó los daños colaterales de la operación. El coche de delante tenía una raya rectísima a la altura de la puerta de atrás, el otro un faro roto y el de Albert un intermitente machacado y dos rayas paralelas desde el chasis de la rueda delantera hasta la puerta del conductor. No era exactamente matemático que él tuviera dos y el otro vehículo sólo una. Más que en el daño ocasionado, pensó en la tabarra que le daría su amigo, siempre tan orgulloso de su coche de segunda mano, comprado con muchísimas horas de dedicación a la regional valenciana. Para no dejar indicios de culpabilidad, sacó el coche de allí e inició la búsqueda de otra plaza de aparcamiento. La encontró al cabo de veinte minutos, no muy lejos de allí, beneficiándose del hueco de un conductor que se iba. Observó el indicador de gasolina y salió a dar un paseo para calmarse.
A las siete y cuarto acudió Albert. Luego volvería a la redacción. Miquel hacía ecuaciones dentro del coche. Señaló el edificio donde estaba Júlia, pero su amigo se dio cuenta del lamentable estado del intermitente y del chasis marcado.
– ¡Cagoenlaputa, lo has dejado como una cebra! Y el intermitente, ¿qué le has hecho?
Aunque tenía previsto defenderse, Miquel no sabía mentir. Se encogió de hombros, de cejas, de nariz. Levantó los brazos, incapaz de dar una explicación. Francesc Petit y Júlia salieron al balcón. Albert entró al coche.
– Parecen distendidos -apuntó Pons.
– Estaba seguro de que se verían.
– Esta mañana sugerías que era imposible.
– Miquel, mejor cállate; estoy que me subo por las paredes. Arreglar el coche me costará una fortuna.
– No lo arregles. El motor funciona. No sabes lo que he tenido que hacer para seguirla.
Petit y Júlia entraron al piso.
– Están follando -dijo Miquel.
– ¿No piensas en otra cosa?
– Lo intento.
– Quizá estén pactando.
– No es incompatible.
– Tenemos un dilema. ¿A quién seguiremos, a Júlia o a Francesc Petit?
– A Júlia.
– ¿Por qué?
– Sencillo: ella es la base de todo. Además, si ha venido a su casa es porque quiere pedir algo.
– ¿Y si sólo están liados y punto?
– ¿Y si ella se lo tira para sacarle un beneficio político? Uno y uno, dos.
– ¿Has tenido que esforzarte mucho para sumarlo?
– Lloris no puede pactar con nadie que no sea Petit, y, además, le necesita.
– Ya lo sé, hombre, ya lo sé… No digas perogrulladas.
– Me alegro de que coincidamos.
– Bien, ya tenemos los primeros movimientos: Júlia busca a Petit. ¿Habrán llegado ya a un acuerdo?
– No lo dudo. Si no fuera así, no se la tiraría. Y han estado poco tiempo en el balcón, como si quisieran ocultarse.
– Si quieren ocultarse, ¿por qué salen?
– Albert, ¿soy tu colaborador o tu rival? ¡Desmontas todo lo que digo!
– Estoy cabreado por lo del coche.
– Peor estarías si no hubiera descubierto la reunión.
– Mañana seguirás a Júlia.
– ¿Y tú?
– A Petit.
– Pues no. Mejor que yo siga a Petit, que no me conoce, y tú a Júlia, que no sabe nada de ti.
Albert, altivo y orgulloso:
– En esta ciudad muy pronto sabrán mi nombre de memoria.
– Mientras llega tan glorioso momento, no la pierdas de vista.
– Vuelvo a la redacción. Estaremos en contacto por el móvil.
– ¿Te llevas el coche? -Miquel observó la cara de pocos amigos de Albert-. Lo digo para que me dejes cerca del centro.
Se fueron diez minutos antes de que lo hiciera Júlia Aleixandre.
* * *
Repantigado en el sofá del salón comedor, Francesc Petit repasaba la cronología de los hechos. Al llegar Júlia a su apartamento, con una falda bastante por encima de las rodillas, con el foco de la entrada dándole a su pelo un brillo cálido, botas altas, medias negras, un elegante abrigo desabrochado, a Petit le asaltó la más perdonable de las debilidades humanas. Pero no le gustó su mirada de suficiencia, desafiante, como si su cuerpo se hubiera transformado de repente en un espejo que reflejaba la circunstancia de un hombre subyugado, atraído por su poderosa sexualidad. Quizá aquello fuese lo que estaba en juego, el poder. En el vestíbulo, cuando aún no se habían dicho nada, porque el motivo del encuentro no necesitaba palabras, con Júlia arrimada a la pared, sin acabar de desatar del todo una sonrisa, Petit se acercó a ella, que le esperaba. Entonces le cruzó la cara de un bofetón. Júlia se revolvió, furiosa. Su primer pensamiento fue el de marcharse, pero le exigió una explicación. De nuevo Petit la abofeteó.
– Que sea la última vez que intentas jugar conmigo. Te follaré porque quiero, no porque caiga en la trampa de tu coño.
Júlia se frotó la mejilla mientras con la cabeza, sosteniendo su mirada, asentía obediente. Le temblaba el párpado izquierdo, como si transmitiese un mensaje de duda, y sin embargo, Petit se lo había dejado claro: quién mandaba en aquella sociedad de conveniencia contra Juan Lloris. En realidad, él no había hecho más que exteriorizar la expresión de su debilidad con la autodefensa de la agresión, el deseo sexual que anidaba, como si durante años de espera hubiese llevado el nombre de Júlia grabado en la polla.
La pregunta, ahora que estaba allí plácidamente y creía tener en orden sus pensamientos, se le hizo inevitable: ¿con cuántos hombres se había ido a la cama con el propósito de que la sometieran? Sabía de cuatro anteriores a él. ¿Cómo se las arreglaría para no sucumbir ante una mujer que había hecho de la supervivencia política una profesión rentable? Había impedido que gobernaran los socialistas; los conservadores la expulsaron y utilizó a Lloris para volver a primer plano, y ahora el empresario estaba en su punto de mira aliándose con él. Una vez Lloris fuese borrado del mapa político, él sería alcalde… con los votos de los concejales de Júlia. Además, Lloris la había dejado al margen de los negocios con Higinio Pernón. Una mujer peligrosa, pero también su única alternativa. Sin ella no tenía ninguna posibilidad. Júlia no permitiría que en la candidatura figuraran más de dos candidatos favorables a él. Entonces reflexionó en el sentido que le convenía, para tratar de ver la luz: en una moción de censura, tres votos podrían servirle para darles el poder a los conservadores, o bien convencerlos de que le apoyaran a cambio de la ayuda de Democràcia Valenciana en la legislatura siguiente. Aquella amenaza frenaría las ambiciones de Júlia, por no hablar de que una alcaldía tutelada por él significaría un excelente trampolín no sólo en la ciudad, sino también en el resto del país. Pensó que tenía chance. Con él, Júlia lo tendría más difícil que con los demás. Al fin y al cabo, en aquella aventura no tenía mucho que perder. Si ganaba Lloris, se pondrían en marcha los planes de Júlia; si no, desde la oposición, daría a conocer su nuevo partido. Por otra parte, quién sabe si con el tiempo también se convertiría en el partido bisagra del Ayuntamiento. Apoyar a Lloris era la opción correcta. De pronto se preguntó qué respondería a sus militantes y a la prensa. La justificación más correcta políticamente era que prefería dar su apoyo a una formación autóctona antes que a partidos de obediencia estatal, aunque en el momento presente mantuviese a los conservadores en la Generalitat. Situaciones y coyunturas distintas, se dijo. Por puros que sean los militantes, se lo tragan todo. ¿No gobernaba Esquerra Republicana con partidos de estructura centralista? ¿No facilitó Convergencia i Unió el gobierno al PSOE y al Partido Popular? ¿Y Horacio Guardiola, pactando un puesto en la lista de los socialistas? Todo el mundo tendría que callar.
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