Si estás pensando en un crédito de Bancam, déjalo estar. Muy firme, la postura de Madrid al respecto. ¿Cómo le explicaría a Horaci Guardiola que ellos, también presentes en el consejo de administración, habían permitido que Petit se rearmara económicamente? Muy sencillo, respondió Sola, porque nosotros tenemos mayoría y se lo hemos concedido. Olvídate. Guardiola nos obligaría a llevar a cabo gestos contundentes, como abandonar Bancam o iniciar una guerra contra vosotros. Pero, si nosotros no le ayudamos, lo hará Lloris. Mira, Josep Maria, está muy claro que Júlia Aleixandre ya habrá concertado un encuentro con él. No, no, insisto en que Petit no se atreverá a ir con Lloris. ¿Ya no te acuerdas, dijo Sola, de que precisamente Lloris y sus cuatrocientos millones de pesetas hicieron posible que el Front se convirtiera en la fuerza política decisiva de la Generalitat? ¿Que si me acuerdo? Recuerdo incluso que vosotros le disteis doscientos millones más de Bancam.
Muy bien, recordemos los errores cometidos y flagelémonos con ellos. Cuando lo creas conveniente nos centraremos y analizaremos la actual situación. Ahora fue Sola quien se levantó enfadado. Se acercó a la cocina a por otra cerveza. Cuando volvió, Madrid estaba sentado, como dispuesto a hablar de nuevo.
– Se mire por donde se mire, es complicado.
– Pues algo tendremos que hacer, ¿no crees?
– Evidente -admitió Josep Maria Madrid.
– El problema es que descartas a Petit.
– Tengo las manos atadas. La presencia de Guardiola impide la suya.
– Y la de Guardiola preocupa a los empresarios.
– Algo debe quedar claro: al margen del pacto de no agresión entre nosotros, es obvio que cada uno hará los pactos personales que más le convengan.
– ¿Aceptaríais darnos el Govern si ganamos pero no obtenemos la mayoría absoluta?
– A la inversa, ¿lo aceptaríais vosotros?
– Ni en ti ni en mí han delegado para que discutamos eso. Pero el pacto es para que no gobierne Lloris.
– Supongo que reconoces el problema que ambos tenemos: cómo explicar a los electores de izquierdas que os damos el Govern; y vosotros aún lo tenéis más difícil, ya que una parte significativa de vuestro electorado preferiría a Lloris antes que a nosotros. Es curioso -dijo, pensativo, Madrid-: todos los cadáveres que tenemos en el armario se nos rebelan ahora.
Hagamos el recuento: Francesc Petit era el cadáver de Horaci Guardiola y Josep Maria Madrid. Júlia Aleixandre el de los conservadores, y Juan Lloris el cadáver que los amenazaba a todos.
– Estamos obligados a encontrar soluciones.
– ¿Qué piensa la patronal?
– ¿Ya sabes que me he reunido con José Antonio Tamarit?
– Y probablemente en su casa. ¡Por favor, Sola, que nos conocemos desde hace años!
– Tamarit -suspiró Sola- cree que hay que actuar con rapidez.
– Un brillante análisis -ironizó Madrid-. Pues yo quiero hacer una petición que me gustaría que le hicieras llegar: cuanto mejores sean la precampaña y la campaña que realicemos, más posibilidades tendremos de vencer a Lloris. ¿Me entiendes?
Sola captó el mensaje: gorra económica para todos.
– Hace unos instantes me has recordado que cada uno, al margen de los acuerdos puntuales, tendría sus pactos personales.
– Estamos ante una urgencia colectiva…
* * *
La señora Inés, viuda y madre de Miquel Pons, estaba orgullosa de su hijo. Era cierto que aún no había encontrado una buena forma de ganarse la vida, pero no dudaba que en las próximas oposiciones tendría la suerte que le faltó en las anteriores, cuando una inoportuna neumonía le había impedido presentarse. Buen estudiante, Miquel fue un joven que apenas le había dado un disgusto en comparación con los hijos de los demás padres del barrio, que sufrieron las rebeliones filiales contra el hábito de estudiar, además de varios problemas, algunos crónicos, con la coca y las drogas sintéticas.
Pese a ser una familia modesta, pasaban económicamente sin grandes apuros. Miquel ayudaba con trabajos temporales. No le hacía ascos a la ocupación laboral que fuera. La pensión de viudedad y la destreza como sastra de la señora Inés les permitían ahorrar un poco. El domingo, preparaba una pequeña paella para ambos. Alternaba la tradicional de pollo y conejo con la de verduras. Es un rito muy valenciano, el de la paella dominical, con la variante de que la mayoría de las familias lo llevan a cabo en restaurantes. El apetito de Miquel llenaba de gozo a la señora Inés, que, por otra parte, era una buena ama de casa. Miquel se zampó dos platos. Con la de verduras no se atiborraba tanto como con la otra. Y aún habría apurado el socarrat que quedaba si aquella tarde no hubiera tenido que continuar con el seguimiento de Júlia Aleixandre, con el ejercicio físico que suponía. Al acabar de tomarse el café, se puso la chaqueta.
– ¿Ya te vas?
– Sí, mamá.
– No te has comido ni el postre. ¿A qué viene tanta prisa?
– Voy al cine.
– ¿Albert no trabaja?
– Puedo ir solo. Ya soy mayorcito.
La señora Inés miró el reloj de pared del comedor.
– ¡Si aún son las tres! ¡Condenadas prisas!
Si le contara la verdad, caería fulminada de una lipotimia. Como Miquel, su madre era persona de costumbres sosegadas y tranquilas.
– Si no voy pronto, me quedaré sin una buena fila.
– Vamos, vamos, pásatelo bien, hijo.
Le dio un beso en la frente.
– No comas palomitas, llevan demasiado aceite refrito -le aconsejó con un leve reproche mientras le pasaba una mano por el pelo. Miquel asentía ordenándoselo de nuevo-. ¿Tienes dinero?
– Sí, mamá.
Le acompañó a la puerta. Allí volvió a besarle. Luego la señora Inés encendió el televisor, dispuesta a empalmar una película tras otra cambiando de canal, como todos los domingos, cuando por la tarde se tomaba un descanso.
Miquel se dirigió en el coche de Albert a la avenida de Francia, cerca de la Ciutat de les Arts i les Ciències, por donde Júlia Aleixandre tenía su apartamento en uno de los edificios más caros y visibles de Valencia, sin saber muy bien si la vería salir de casa. Quizá la asesora de Lloris había decidido pasar el domingo fuera. Miquel esperaría, no obstante, cumpliendo a rajatabla las órdenes de Albert. Llevaba unos cuadernos de ejercicios matemáticos. Aquello y las novelas de género negro eran su entretenimiento cultural. Empezó a resolver ecuaciones mientras vigilaba la portería de la finca, tan poco transitada como la propia calle.
Hacia las cinco -diez minutos antes-, Júlia salió en su coche por la rampa del garaje. Miquel lanzó el cuaderno sobre el asiento del acompañante y arrancó el vehículo. La escasa velocidad de Júlia y los semáforos le facilitaron seguirla, manteniendo una prudente distancia. En algunas calles, el tránsito se volvía más denso y la persecución más difícil. Miquel no era un conductor virtuoso. De hecho, sólo conducía cuando Albert le dejaba el coche. A pesar de todo consiguió llegar ileso a la playa de la Malvarosa, el destino de Júlia. Esperó en doble fila a que ella aparcase. También soportó con paciencia que un conductor, irritado porque no podía avanzar, hiciera sonar su claxon y le insultara. Tan encrespado ciudadano llevaba consigo esposa, dos hijos inquietos y una mujer mayor, todos aterrorizados por la actitud del responsable familiar. Miquel permaneció comprensivo. Pero, algo extraño en él, se molestó por la insistencia del claxon, que llamaba la atención de los peatones. Así pues, buscó un lugar para aparcar sin dejar de mirar a Júlia, que se dirigía a pie a uno de los edificios. Distraído, rozó la parte posterior de un vehículo parado. El conductor le dijo de qué tenía que morirse y se detuvo a su altura, con una cara en cuyos gestos se intuía un tipo que al llegar a casa repartía estopa a quien levantase la voz. Pero Miquel siguió atento, sin perder de vista a Júlia, que llamaba a uno de los timbres de un edificio orientado al mar. Memorizó el número del portal, tropezó con el coche estacionado a su lado, pero al fin, con sangre y sudor, consiguió un lugar en el abarrotado mundo del automovilismo urbano.
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