Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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Era muy cumplidor, Tintín. A cualquier hora que le llamasen estaba disponible. Lo hacían desde todas las secciones, para sustituir bajas por maternidad o enfermedades, o para que se encargara de tareas de las que los redactores más veteranos huían como de la peste. Vivía para el periodismo, feliz por sentirse útil dentro de la profesión que, ya siendo adolescente, tenía clara: «Seré periodista», dijo a sus padres a la más que tierna edad de once años. Muy satisfechos, sus padres le dijeron que fuese lo que quisiera, pero que se pusiera a trabajar lo antes posible. Así pues, ante la primera oportunidad que se le presentó, tuvo la suerte de que le admitieran por su entusiasmo, superior al de cualquier otro candidato. Su nómina mensual, sin ser nada del otro mundo, estaba bien para un joven al que llenaba de gozo el simple hecho de ejercer y ser reconocido como periodista.

Aquel domingo, Albert Tintín acudió a la redacción más temprano que de costumbre. Eran las diez y media, e incluso las señoras de la limpieza, todas ecuatorianas, se sorprendieron al verle. A menudo se lo encontraban cuando ya les había llegado la hora de irse. Las invitó a un café poco consistente de los que servían las máquinas que la empresa editora había instalado en una sala aparte, donde antes los fumadores empedernidos consumían cigarrillos con ansiedad de adictos. Ya no se podía fumar en ninguna parte, aunque en ciertos lavabos permanecía aún el olor a tabaco rubio de fumadores resistentes. Lo había hecho al principio, con dieciocho años, pero lo dejó por el escandaloso gasto que suponía para él.

Tintín había ido más temprano para hablar con el jefe de la sección de política, Antoni Guixà, también de guardia, que solía pasar por allí algún rato por la mañana durante los fines de semana, ordenar y distribuir el trabajo y volver por la tarde, tras haber comido con su familia en el pueblo de Torís, donde disfrutaba de una sencilla casa rural con terreno suficiente para cultivar hortalizas y otros productos de consumo casero. Un buen número de periodistas valencianos, de edad cercana a los cincuenta, eran hijos de campesinos y heredaban la vocación de aficionado o la frustración familiar de no haberse dedicado a la sentimental labor de la agricultura.

La presencia de Antoni Guixà en la redacción se hizo visible pasados diez minutos de las doce. Como siempre, por las mañanas, venía acompañado de su perro Rocky, de aquellos tan pequeños que siempre hay que andar con cuidado para no pisarlos, porque iba de acá para allá con una velocidad sorprendente. Enseguida, Tintín fue al despacho de Antoni.

– Buenos días, Toni.

– Buenos días -contestó el responsable de política mientras hojeaba los primeros papeles de la mesa. Encendió el ordenador-. Si te llevas los diarios, haz el favor de devolverlos.

Albert se los devolvió y esperó a que resolviera algunos asuntos. Tintín acarició el lomo del perrito. Éste le lamió los dedos no sin desconfianza. Estaba harto de que lo pisasen.

– Esta noche ha tenido diarrea -Guixà, cliqueando en el ordenador.

– Pobrecito, pobrecito… -Tintín le pasó la mano por la barriguita.

Se preguntó cómo una criatura que tenía el vientre casi pegado a la espalda podía sufrir una diarrea. Lo dejó estar. Rocky era el ojito derecho del jefe de la sección de política.

– Mi hija -dijo, distraído- tiene la costumbre de darle golosinas y toda clase de porquerías. Creía que la diñaba. Como es tan delicado…

– Claro, es muy pequeño.

– Pues ahí donde lo ves tiene doce años.

Tintín no veía el momento de entrarle a Guixà con el asunto que pensaba proponerle. El jefe de redacción no apartaba la vista del ordenador.

– ¿Doce años? Eso es como si una persona tuviera… -Multiplicó por siete-. ¡Hostia, ochenta y cuatro!

– No seas animal. ¿Cómo quieres que tenga ochenta y cuatro? ¡Sería una momia!

– Él no, las personas. Dicen los veterinarios que un año de perro vale por siete de los nuestros.

– ¡Qué coño sabrán los veterinarios! Rocky nunca ha pasado por una clínica. Le he dado unas hierbecillas y mira cómo está. -Dejó el ordenador-. Rocky, bonito, ven con papá.

De un salto, el perrito se plantó en el regazo de Guixà. Ochenta y cuatro años y está más ágil que yo, pensó Tintín. Las hierbecillas.

– Todo está en la naturaleza. Una infusión y enseguida está hecho un pimpollo. -Guixà besó la testa de Rocky.

– ¿Sabías que hoy en día hay psicólogos para perros? -le preguntó Albert.

– ¿Ah, sí? Tengo curiosidad por saber qué les preguntan.

– Pues… ahora que lo pienso, no lo sé.

– A ver, dime qué quieres y déjate de mariconadas. -Otro beso a la testa del perrito y dijo, como si se dirigiera a un bebé-: Mi Rocky con un psicólogo…

– Quería pedirte un favor.

– Los asuntos económicos a gerencia.

– No, no, quiero trabajar…

– Pero si tú eres un enfermo del trabajo.

– Quiero colaborar en la sección de política.

– ¿Ya te has cansado de deportes?

– Me paso dos días seguidos reescribiendo crónicas de la regional valenciana. ¿Puedes creer que el domingo pasado un corresponsal me envió una que empezaba diciendo «El partido se inició con cero a cero en el marcador»?

– Por lo que cobran…

– Es un poco frustrante. Estoy preparado para algo más serio.

– ¿Y crees que la política es seria?

– Hombre, como mínimo es más gratificante.

– Cómo se nota que no has comido con políticos.

– No, pero tengo un contacto de puta madre. Aprovechándolo, puedo sacar mucha información de todos los movimientos que se están produciendo.

– ¿Quién es?

– Eso es asunto mío.

Guixà dejó al perro en el suelo y se levantó, algo irritado.

– ¿Qué significa que es asunto tuyo? ¡Trabajas aquí!

– Perdona. Quería decir que es un contacto secreto, y además, me gustaría trabajármelo personalmente.

– No tienes ni puta idea de política.

– Leo todos los periódicos del día.

– Por eso mismo.

– Toni, no te decepcionaré.

– Tienes mucha fantasía.

– Es un gran contacto, una persona situada justo en el centro operativo.

– Si cuando yo digo que tienes fantasía… -miró a Rocky, como si se lo dijera a él-. ¿Qué crees que es la política, un asunto de espionaje cinematográfico? ¡Pero si tenemos a los políticos más tirados del mundo!

– Están en marcha grandes operaciones.

– Nada, hombre, cuatro pactos y mandarán los de siempre.

– ¿Y qué me dices de Juan Lloris?

– ¿Le has metido un micrófono en el culo?

– ¿No te parece que su anunciada candidatura lo ha puesto todo patas arriba?

– Bien… sí… ya veremos.

– ¿No te gustaría disponer de información de primera mano de lo que se cuece?

– De primera mano, sí; producto de una imaginación desbocada, no. Llevo muchos años en este diario y espero jubilarme aquí. Si no quieres decirme quién es tu contacto, ¿cómo quieres que te dé el trabajo?

– La discreción es fundamental. Una filtración y todo se va a la mierda.

– Y una tontería tuya y el que se va a la mierda soy yo.

– No publicaremos nada que no sea contrastado.

– ¿Lo dudabas?

– Entonces, ¿aceptas?

– ¿Me has oído algún sí?

Albert se desanimó. Había puesto muchas ilusiones en su propuesta. Se despidió con desgana y se dirigió a su mesa de la sección de deportes. Pero Guixà reflexionó: Tintín era impulsivo, quizá fuese mejor controlar a un fantasioso que dejarle a su aire. Le conocía y le creía capaz de trabajar por su cuenta. ¿Y si era cierto que tenía un buen informador? No costaba nada probar. Si la investigación resultaba exitosa, él obtendría la parte del mérito que por justicia le correspondía. Salió al pasillo. Aún no había nadie en la redacción.

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