– En un par de años, el pub nos dará beneficios netos. Será nuestro. No quiero regalarles nuestro trabajo. Nos ha costado mucho. Sólo nos iremos si la situación se vuelve insostenible, métetelo en la cabeza. Pongámonos manos a la obra, controlemos a Gil. A propósito, debemos hacernos la primera pregunta: si aquí nadie nos conocía, si no tenemos vida social y hemos hecho de la discreción una norma indispensable, ¿por qué me ha encontrado? La información que se publicó en Barcelona sobre mí no se reprodujo aquí. Además, las fotos de su dossier no eran de prensa. ¿Cómo las ha conseguido?
– Sólo hay dos fuentes: la policía o las empresas que nos contrataron para los encargos de África.
– Espera… espera… -Gérard dio unos pasos por el despacho, acariciándose la barbilla, pensativo-. Hay otra posibilidad. Ciertas empresas de seguridad francesas contratan a ex mercenarios. Si Gil trabaja en algún negocio parecido aquí, quizá haya conseguido las fotos de algún colega francés, de alguien que nos conoce, y sabía que estábamos en España a raíz de la información publicada por la prensa de Barcelona.
– Lo importante, Gérard, no es su fuente. Nos da igual. El problema es que las tiene y no sabemos cómo las utilizará a largo plazo.
– Tienes razón. Hay que controlarle.
* * *
Despreocupado y feliz gracias a unas perspectivas de futuro sin sobresaltos económicos, Lluís Lloris había liderado durante unos años un grupo musical de rock duro que hacía las delicias de okupas y marginados en general. Era un grupo malo, pero escandaloso. Entonces se divertía mucho y al mismo tiempo cabreaba a su padre, Juan, algo que aumentaba su satisfacción. Desde que tenía uso de razón, Lluís odiaba a su padre. No olvidaba el maltrato psicológico que infligió a su madre mientras estuvieron casados. No le perdonaba que se hubiera hecho rico gracias a unos comienzos empresariales sólo posibles con la ayuda de sus abuelos maternos, ni que se lo hubiera agradecido, posteriormente, humillando a su mujer, a su madre, con todo tipo de amantes sin haber tenido nunca ni la decencia hipócrita de la discreción, de guardar las formas al menos para que ella no lo sufriera públicamente. El odio era recíproco. Cuando sus padres se separaron, el odio del hijo se volvió aún más encarnizado, ya que Juan Lloris, pese a repartir con su esposa el patrimonio -al cincuenta por ciento-, se fue con una inmensa riqueza tras haberla conocido siendo un piojoso. Que pocos años después, además, multiplicara sus beneficios no hizo sino añadir aún más animadversión hacia su padre, del que tenía la impresión de que no heredaría gran parte de sus posesiones -exceptuando la legítima preceptiva-, que el hijo consideraba suyas dado que provenían de la riqueza de su madre.
Con veintiocho años, Lluís Lloris se había convertido en un hombre maduro, lejos de las primeras y únicas locuras que suelen cometer quienes tienen el porvenir asegurado. Cuando hay mucho que perder, se madura antes. Además, a su madre, por la que profesaba una alta estima de hijo agradecido, le desagradaban profundamente las chaladuras de Lluís, y por ella deshizo el grupo y se convirtió en una persona formal. Para gran alegría materna, Lluís estuvo un año en Londres reforzando su inglés aprendido en el ambiente musical. Para demostrarle a su madre hasta qué punto se había redimido, no consintió que le enviara dinero y trabajó en la cocina de un restaurante italiano limpiando miles de platos. A pesar de todo, su madre, convencida del retorno moral del hijo pródigo, le asignó una pensión mensual generosa tan pronto como se estableció en Valencia.
Madre e hijo se querían en la solidaridad del infortunio de haber sufrido a un marido y a un padre hostil. Su madre encontró en Lluís el consuelo de una vida desdichada. Humillada durante muchos años por Juan Lloris, silenciosa y discreta de cara al exterior, no pudo evitar confesarle a su hijo todo lo que, siendo él un niño, le hizo su marido. Lluís lamentaba no haber podido defenderla, sobre todo cuando, siendo joven, ya era consciente del drama familiar pero sólo se ocupaba de vivir a su aire. Su madre no era todavía una mujer mayor, pero no le quedaban ganas de rehacer su vida. Vivía al margen de la alta sociedad local, apartada de todo, en un lujoso chalet, con todas las comodidades, aunque amargada por el único hombre que había conocido. Lluís no se lo perdonó nunca. Y aquello se sumaba a su convicción de que la riqueza que disfrutaba su padre, de algún modo, le pertenecía.
Hombre temperamental, sin escrúpulos y poco reflexivo, Juan Lloris tenía el armario lleno de cadáveres. Eran tantos quienes deseaban su desaparición que cualquiera podía matarle. En aquel rastro de víctimas que dejaba por donde pasaba, irremediablemente, debían figurar Lluís Lloris y Júlia Aleixandre. El odio de su hijo guardaba similitudes con la ambición de Júlia, mujer de cuya mano Juan Lloris comía como un perro obediente. Pero aquello había sido al principio. Al principio del éxtasis, del deseo, del hechizo. Sin embargo, Lloris conservaba su instinto de supervivencia; un sexto sentido, no obstante, que de haber sido más inteligente quizá le habría convertido en un hombre más hábil, en alguien capaz de observar que si el mundo es un huevo debes hacer con él una tortilla y dejar que los que hay a tu alrededor, al menos, la prueben. Lloris lo quería todo, y a la fuerza todo tenía que volverse en su contra.
Poco a poco, consciente de la quimérica actitud del hijo para con su padre, Júlia se acercó a Lluís con el afán de establecer una alianza que, sin embargo, llegaría hasta donde ella ni siquiera podría imaginar. En su primer encuentro ya intuyó de qué era capaz su hijo. A partir de eso sólo tuvo que manipular con sutileza sus sentimientos y dejar que fluyera en él una decisión que la librara de asumir la más mínima responsabilidad en tan delicado asunto. Ella sólo fue el puente entre Lluís Lloris y Manuel Gil, jefe de una empresa de seguridad que había trabajado para los conservadores y también, posteriormente, en alguno de los tinglados de Juan Lloris. Les puso en contacto. Negociaron. La operación dio inicio al proceso. Entonces Júlia esperó.
Por supuesto, Juan Lloris sabía que tenía enemigos. Muchos. Tantos que no podía controlarlos a todos. Así que se preocupó por los que tenía más cerca, los que más daño podían hacerle. Con su forma de actuar, con sus antecedentes, ella podía hacerle mucho y él era consciente de ello. Todas las promesas que le había hecho a Júlia habían quedado en agua de borrajas. Era cierto que compartían sociedades empresariales de patrimonio próspero, pero Lloris tenía los ases de la baraja, la principal propiedad de acciones, que le posibilitaba disponer a su gusto del futuro de las sociedades. Además, en la cama ya no le servía, pese a desempeñar un papel fundamental en el terreno político, donde Júlia dominaba la escena de toda intriga. Solamente aquello la retenía a su lado, y era por aquello por lo que debía controlarla, sabedor de las imposturas políticas que a lo largo de su carrera había asumido ella.
Juan Lloris se ocupó personalmente de buscar al hombre que vigilara todos y cada uno de los pasos que ella diera. Descartó desde el principio las agencias de detectives importantes. Quería un hombre que fuera capaz, si hiciera falta, de encargarse del trabajo sucio. Un piojoso que tuviera la necesidad de dedicar las veinticuatro horas del día a husmear en la vida pública y privada de Júlia. En todo. Con paciencia, llamando por teléfono a los pocos detectives autónomos que había en la ciudad, acabó por seleccionar a Toni Butxana. Apenas entrevistarse con él se ratificó en su decisión. Le pagaría tres veces más de lo que habitualmente costaba un encargo similar. Aquel mismo día le adelantó una cantidad notable tras preguntarle, como última cuestión que le planteó, por qué con tantos años en el oficio, con tanta experiencia, no había prosperado como empresario del ramo.
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