»Yo entonces seguía trabajando en la recepción, una tarea facilísima en un establecimiento con tan pocas habitaciones y que me dejaba muchos tiempos muertos. Cuando no había nada que hacer, me entretenía leyendo. En cualquier otro hotel no me habrían permitido hacerlo por una cuestión de imagen, pero allí no les importaba, incluso creo que al contrario, al dueño le parecía de buen tono que la recepcionista leyera. Una tarde estaba enfrascada en mi libro cuando noté una presencia frente a mí y al alzar la cabeza me encontré a la inglesa. En seguida me sacó ella del error: no era inglesa, me aclaró, sino escocesa, aunque yo no le había notado el acento.
– Es cierto que habla de una manera muy particular, en un tono muy relajado -repuso Gabriel-, pero, pese a que no tuviera acento, no creo que le gustara nacía que la tomaran por inglesa…
– Por entonces yo estaba leyendo el Siddhartha de Hermann Hesse, y ella comentó que el libro le encantaba…
– Cordelia adoraba, a-do-ra-ba a Hermann Hesse. El Siddhartha, en particular, era uno de sus libros fetiche.
– Eso me dijo y, luego, nos presentamos. Me dijo que se llamaba Cordelia. «¿Te lo pusieron por El rey Lear ?», le pregunté. Pareció muy sorprendida de que conociera el origen del nombre: no mucha gente lo adivinaba a la primera, me explicó. Yo le dije que me llamaba Helena por El sueño de una noche de verano. No era cierto, pero a mí me apetecía que lo fuera. Quería inventar algo que nos uniera, una señal de que estábamos predestinadas.
»Su compañero, me dijo, aún dormía en la habitación. Me contó cómo y por qué había llegado hasta allí con él. Habló de una historia de amor muy profunda que había vivido en Escocia y que le había destrozado, y de cómo, tras ella, se aferró a aquel hombre mayor con el que compartía habitación como un náufrago a una tabla de salvación; al hombre que la había acompañado a la isla, un hombre que llevaba tantos años detrás de ella…
– Sé quién es él, o estoy casi seguro, por lo que cuentas. Richard, no puede ser otro. Era amigo de mis padres, venía a visitarnos a menudo. Al principio pensé que venía animado por alguna promesa que le hubiera hecho a mi padre, no me di cuenta hasta que fue demasiado tarde de que estaba fascinado por Cordelia.
– Tu hermana me contó que no estaba enamorada de él, que nunca lo había estado, y que sabía desde el momento de iniciar la historia que ésta tenía fecha de caducidad porque, cuando ella tuviera treinta, cuarenta años, ¿querría cuidar de un viejo? Pero, según me dijo Cordelia, eso mismo lo había comentado con él, y él le decía que no importaba. Podrían casarse, él aceptaría que ella tuviera amantes de su edad, heredaría toda su fortuna cuando él muriera, podría ser una mujer rica… A Cordelia esa perspectiva la animaba poco porque ya era rica, me dijo. No inmensamente rica, no tanto como su amante, pero al cumplir los veintiuno heredaría la mitad del patrimonio de sus padres, lo suficiente como para vivir sin trabajar durante una larga temporada, quizá incluso el resto de su vida, si sabía administrarse. «No quiero volver a Escocia», me dijo, «no me queda nada allí, la persona a la que amaba más que a nadie no quiere saber nada de mí».
– Conozco esa historia. Cuando era muy joven, casi una niña, Cordelia se encaprichó de un imposible y, tozuda como es, no entendió que no podía tenerlo.
– Sí, es tozuda. Bastante. Y se le había metido en la cabeza que a Escocia no volvía. Me dijo: «He estado pensando y me gustaría quedarme aquí por un tiempo.» «¿En el hotel?», pregunté yo. «No, en la isla.» «¿Tienes dinero?», pregunté entonces. «No mucho. Calculo que lo suficiente para sobrevivir un mes.» «¿Hablas español?» «Sí», me dijo, «se me dan bien los idiomas, hablo muy bien francés y español y entiendo algo de alemán».
– ¿No te dijo que su madre era española? Nuestra madre era canaria, supongo que precisamente por eso Cordelia escogió Tenerife como destino para su escapada romántica, o su huida, o lo que fuera.
– No, en aquel momento no dijo nada. Lo haría más tarde, pero no entonces. No le gustaba hablar de su familia ni de su pasado. No me explicó hasta mucho después por qué hablaba tan bien español. Siempre pensé que lo había aprendido en el colegio.
– Lo aprendió de mi madre, claro, pero ella murió cuando Cordelia era pequeña, así que más tarde tomó clases particulares. Siempre se le dieron bien los idiomas. En su colegio era la mejor en francés, no sé dónde aprendió el alemán -dijo Gabriel-, probablemente lo aprendió sola. Cordelia era de ese tipo de chicas, ya sabes.
– Sí, justo, de ese tipo de chicas… Sea cual sea. Yo iba a dejar el hotel al cabo de quince días. Le dije que si se quedaba podía venir conmigo al Puerto. Tenía pensado alquilar un apartamento, ya sabía en qué restaurante iba a trabajar yo, y estaba segura de que a una chica como ella no le resultaría difícil encontrar trabajo de camarera. En el Puerto hay muchos bares, pubs y restaurantes que sólo tienen clientela alemana e inglesa, no le costaría encontrar algo. Resulta increíble que le hiciera esa propuesta a una chica a la que acababa de conocer, pero, como te he dicho, la conexión fue inmediata. No sé si te ha pasado alguna vez -a mí, muy pocas- que a partir de una mirada, de una voz, te mareas, como si ya conocieras a esa persona, como si la hubieras echado de menos mucho tiempo. Me lo repetía con la certeza de quien ha encontrado la respuesta al acertijo al que ha estado dándole vueltas en la cabeza durante años, como un repentino arrebato de fe: había encontrado una verdadera amiga, una hermana. Había leído cosas parecidas en algunas novelas, o las había visto en películas, pero siempre había pensado que los autores exageraban el influjo de la primera mirada. Licencia poética, ya me entiendes. Además, cuando hablaban de esa experiencia se referían siempre al enamoramiento y en mi caso el deseo nada tenía que ver con aquella afinidad tan intensa e instantánea. Porque yo, como la mayoría de las personas de este mundo, no puedo decirte exactamente qué es el amor, pero sí puedo decirte que creo en el amor, que creo en su poder, y que creo que no siempre se manifiesta de la misma manera, que no siempre tiene que ver con las palabras sexo, pareja, exclusividad o compromiso, ni con la fuerza que empareja a las personas y fecunda la materia del mundo, pero sé que, sea cual sea el aspecto en el que se manifieste o la variedad en la que aparezca, es lo único que puede proporcionar sentido a una persona, una sensación de pertenencia, y que, cuando aparece, la simple existencia se transforma radicalmente y empieza a ser, por fin, verdaderamente vida.
»Lo cierto es que un mes después ambas estábamos instaladas en el Puerto, y empezó para mí uno de los períodos más felices y plenos, esos días maravillosos que sólo pueden vivirse en la primera juventud, cuando estás cruzando el puente entre los últimos días de la primera adolescencia y los albores de la vida adulta. Éramos jóvenes, guapas, nos comíamos el mundo. Yo sentía que había tenido una suerte enorme al haber podido reunir el valor para irme de mi casa y empezar a recorrer un camino propio, sin sentimiento de deuda hacia unos padres o una familia. Para muchos jóvenes resulta tan poderosa la influencia de los dogmas y la tradición; tan intenso el miedo al rechazo, al ridículo o a sentirse indignos o desagradecidos, a las responsabilidades implícitas en cualquier intento sincero de cambio y de autonomía; tan profunda la ignorancia juvenil, tan largo el alcance de las mentiras sobre el pasado y el presente que les han inculcado toda la vida, que rara vez reúnen el valor suficiente para manifestarse, para expresar su auténtica voluntad, sus ideas, sus deseos, sus fantasías, sus opiniones, y acaban casándose por el rito de una iglesia en la que no creen y a la que ni siquiera respetan para no defraudar a sus padres o estudiando una carrera que no les interesa para cumplir unos sueños que ni siquiera eran suyos: prefieren mentirse y mentir a afrontar la verdad sobre sí mismos. Y a mis veinte años, con Cordelia, tomé conciencia de que durante toda mi vida había ido creciendo dentro de mí un temor, una inquietud, una angustia inexpresable que me había impedido ver el mundo tal como era y afrontarlo tal como estaba capacitada para hacerlo. Cuando ese temor se acabó me encontré de pronto nadando en las turbulentas aguas de un mar de ansiedad y novedades, en un mundo muy distinto del que yo había vivido, mucho más rico, mucho más complejo, al que tenía que enfrentarme buscando nuevos ideales y deshaciéndome de los antiguos.
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