Nativel Preciado - Camino de hierro

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La soledad y el dolor amargan la vida de Paula desde la marcha inesperada e inexplicable de su amadísimo esposo Lucas, su cómplice y su maestro, con quien había planeado una existencia de plenitud y de gozo en la que encarar el otoño de sus vidas. Ahora sólo quedan el vacío y el desánimo, la desolación de una ausencia incomprensible. Paula lucha por sobreponerse y viaja a León, el escenario de su infancia, para recuperar la memoria de su abuelo Román, condenado en un juicio inicuo y asesinado tras la Guerra Civil, en la feroz represión desatada por los vencedores contra los “enemigos de España”. En León, Paula reencontrará su propio pasado, el de su familia destrozada, y el pasado colectivo de una tierra asolada por el odio cainita. El reencuentro con sus parientes le permitirá recuperar los papeles con los que reconstruir los últimos días del abuelo Román, un hombre bueno destruido en ese “tiempo de canallas”. Es una novela descarnada, sin concesiones, pero llena también de emoción y ternura, y que gira en torno a dos temas esenciales y universales: la muerte y la memoria. Es también una novela valiente, con la pretensión de ser un canto al ser humano y lo más sublime de su esencia, a su capacidad de sobreponerse a la desgracia y de enfrentar el conocimiento de sí mismo.

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– ¿Tienen algo menos contundente que la caza, el cordero o las fabes con almejas? -le pregunté al camarero.

– Dígame qué le apetece a la señora. Fuera de carta tenemos…

Antes de que me diera tiempo a preguntar, mi tía se dirigió al camarero.

– Pues mire, yo voy a tomar una paletilla, que hace mucho que no la pruebo y, antes, unas verduritas. Seguro que estarán muy buenas.

– Sí, señora, desde luego, es una elección muy acertada -le respondió-.Y usted, ¿ha pensado lo que le apetece o quiere que le sugiera algún plato?

– Yo quiero también las verduras y después rape a la plancha.

– ¿Desean algún vino en especial las señoras?

– Un Rioja de la casa -respondió mi tía sin darme otra opción.

Realmente, no salía de mi asombro al ver a una anciana que pensaba, caminaba, comía y bebía con la capacidad, el entusiasmo y la decisión de una joven treintañera.

– Tienes muy buen apetito, tía Olvido. Te veo muy sana.

– Pues sí, hija mía. No entiendo cómo me encuentro tan bien con la cantidad de años que tengo. Ya ves… He acaparado para mí sola los mejores genes de toda la familia.

No pude resistir la tentación de hilvanar la edad con los recuerdos.

– Sí, porque en esta familia todos se mueren jóvenes…

– Unos se mueren y a otros los matan con cincuenta y siete años, como a tu abuelo. -Hizo una breve pausa-. Y mi madre murió a la misma edad, porque se llevaban dos años y falleció dos años después que él. Claro, que tampoco se puede decir que fuera de muerte natural. Y luego tu madre, que también murió muy joven, y tu tío Macario… Todos menos el tío Fabricio, que murió meses antes que Franco, aunque era mayor que él… Por eso digo que yo soy la que estoy viviendo más tiempo y, sobre todo, la más sana de toda la familia. ¿Te puedes creer que no me han operado de nada jamás? No he pasado por un quirófano ni por un hospital… Sólo las jaquecas, que ésa es una herencia familiar. A todas las mujeres de la familia nos duele la cabeza…

– ¿De qué murió realmente la abuela?

– De pena, de dolor y de rabia. Se puso enferma de creer que todas las noches fusilaban a su marido. Para ella fue como si le hubieran matado cien veces, porque cada mañana se plantaba en esta puerta que acabamos de franquear, que no tenía estos cristales tan elegantes, sino que había unos individuos que te apuntaban con los fusiles si te acercabas a ellos… Bueno, el caso es que todos los días pasaba el mal trago de preguntarles si ya habían fusilado a su marido. Y ellos le decían: «No seas pesada, mujer, ya te enterarás…». Otras veces le gastaban bromas macabras.

Era el mismo relato que tiempo atrás había escuchado a mi madre. Sólo añadió una tétrica anécdota. En cierta ocasión, los tipos que custodiaban la entrada dijeron a mi abuela que ya habían fusilado a su marido y que habían arrojado el cadáver allí mismo, debajo del puente de San Marcos. Mi abuela corrió como loca a recogerlo a la orilla del río, donde le dijeron, y en aquel mismo lugar encontró tres cadáveres, pero ninguno era el de su marido. Estuvo todo el día escarbando en la tierra y buscando en el agua para ver si había algún rastro del cuerpo, una prenda o cualquier indicio que le sirviera para identificarlo. Muy entrada la noche regresó a casa con la cabeza perdida y tuvo que acostarse a oscuras y en silencio para soportar el dolor. A la mañana siguiente fue a preguntar otra vez dónde habían enterrado a su marido y aquellos tipos, retorciéndose de risa, dijeron que le habían gastado una broma, que Román todavía estaba vivo.

– De eso se puso enferma -corroboró mi tía Olvido-, porque mi madre estaba fuerte y sana hasta que aquellos canallas se llevaron a su marido. De la noche a la mañana se le puso el pelo blanco, empezó a decaer, a menguar, a debilitarse, y ya no se recuperó jamás. En cuestión de días pasó de ser una mujer fuerte y robusta a una viejecita consumida.

Di gracias al cielo al ver que mi tía participaba en la conversación de manera espontánea, sin necesidad de que la sometiera a un interrogatorio. Sólo entonces me atreví a seguir preguntando.

– ¿Y vienes mucho por aquí?

– ¿Por San Marcos? -repitió con asombro-. Jamás había entrado. Es la primera vez que piso este lugar desde que empezó la guerra. Bueno, la verdad, entonces tampoco entré. Tu madre y yo nos quedábamos ahí fuera, en el crucero, para ver a tu abuelo los días que los sacaban a barrer. Lo hacían para humillarles, porque ya me dirás, ¿qué iban a barrer en un sitio donde sopla tanto el viento? Si está siempre relimpio, que el viento se lo lleva todo.

– ¿Hablasteis alguna vez con él?

– No nos dejaban acercarnos. Creo que él no llegó nunca a vernos, porque éramos muchas mujeres las que nos juntábamos en la explanada, pero a lo lejos, para que no nos echasen los soldados. A los presos no les dejaban levantar la vista del suelo; si alguno dejaba de barrer o se distraía, le pegaban un culatazo con el fusil.

– ¿Nunca pudisteis visitarle?

– Nunca. Ni siquiera cuando supimos que le habían condenado a muerte. Los condenados a muerte tenían derecho a visita. Mi padre logró dar una carta a otro preso que quedó en libertad y el hombre se portó bien y nos la trajo.

– Ah, la carta… ¿Dónde está? ¿Iba dirigida a mi padre? -le pregunté.

– No, ésa era otra. La de tu padre la escribió la noche antes de que le fusilaran, cuando fue consciente de que iba a morir.

– ¿Las tienes tú?

– Tu madre las tuvo durante mucho tiempo. Ya sabes cómo era… Lo tenía todo guardado y estaba siempre dándole vueltas a las cosas. Yo, sin embargo, procuro olvidar lo malo y quedarme sólo con lo bueno… Mira que éramos distintas las dos hermanas… Las cartas, al final, me las dio tu padre para que las guardara yo.

– Quiero saber dónde están esas cartas -le interrumpí con ansiedad-, me gustaría tenerlas.

– No sé muy bien dónde andarán… Hace ya un tiempo vino mi yerno Rodrigo, bueno, el ex marido de mi hija Mari Paz. ¿Te he dicho que se divorciaron?

– No lo sabía -respondí indiferente.

– Pues este Rodrigo, que es un negociante y un politiquero, está metido en todo eso de la memoria histórica. Por eso me sentó mal que tú también vinieras a desenterrar cadáveres, porque no me gusta nada que éstos lo pongan ahora todo del revés… Ya me dirás qué le importa a éste la memoria de tu abuelo, si su familia es de derechas y su padre, gracias a Franco, se forró a base de bien. Y ahora su hijo dice que es de izquierdas de toda la vida…

– ¿Se quedó con las cartas?

– Con las cartas y con todos los papeles que tenía de tu abuelo. Por lo visto, van a hacer otro monumento con el nombre de los que fusilaron en Puente Castro-Pocos días después me leyeron el texto de la placa: «En el polígono de tiro de Puente Castro fueron fusiladas todas las autoridades republicanas de la región: el gobernador civil, Emilio Francés Ortiz; el presidente de la Diputación, Ramiro Armesto; el alcalde de León, Miguel Castaño; el presidente del Frente Popular, Félix Sampedro, etcétera. También fueron ejecutados de esta forma los alcaldes de Cármenes, Ponferrada, Astorga, Montejos, Sahagún, Valderas y los cuatro que tuvo Vegacervera en la zona republicana».

Me temo que, entre tanta autoridad, no quedará hueco, por muy grande que sea la placa, para poner el nombre de mi abuelo.

– Ahora todos vienen a lo mismo -dice mi tía-, parece que se ha puesto de moda…

– ¿Y tú le diste todo?

– Sí, se lo llevó todo, pero me prometió que me lo devolvería.

– ¿Cuándo?

– No lo sé. La verdad es que ni se lo pregunté.

– Tengo que hablar con él. Quiero leer esas cartas lo antes posible. ¿Puedes darme su teléfono o decir que voy a ir a verle?

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