Nativel Preciado - Camino de hierro

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La soledad y el dolor amargan la vida de Paula desde la marcha inesperada e inexplicable de su amadísimo esposo Lucas, su cómplice y su maestro, con quien había planeado una existencia de plenitud y de gozo en la que encarar el otoño de sus vidas. Ahora sólo quedan el vacío y el desánimo, la desolación de una ausencia incomprensible. Paula lucha por sobreponerse y viaja a León, el escenario de su infancia, para recuperar la memoria de su abuelo Román, condenado en un juicio inicuo y asesinado tras la Guerra Civil, en la feroz represión desatada por los vencedores contra los “enemigos de España”. En León, Paula reencontrará su propio pasado, el de su familia destrozada, y el pasado colectivo de una tierra asolada por el odio cainita. El reencuentro con sus parientes le permitirá recuperar los papeles con los que reconstruir los últimos días del abuelo Román, un hombre bueno destruido en ese “tiempo de canallas”. Es una novela descarnada, sin concesiones, pero llena también de emoción y ternura, y que gira en torno a dos temas esenciales y universales: la muerte y la memoria. Es también una novela valiente, con la pretensión de ser un canto al ser humano y lo más sublime de su esencia, a su capacidad de sobreponerse a la desgracia y de enfrentar el conocimiento de sí mismo.

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Ése era, en realidad, el objetivo del poder eclesiástico al construir las voluminosas catedrales, además de acumular tesoros y hacer visible su poder terrenal. Pretendía atemorizar a los pobres seres humanos hasta lograr que se sintieran como hormigas insignificantes y temerosas de la grandeza de Dios. Obligarles a pensar que la eternidad es mejor que una vida de perdición y que cuanto antes se fueran de este valle de lágrimas y abandonasen todos sus bienes terrenales, mejor para sus almas, porque así cometerían menos pecados. Eso es lo que siempre han querido: meternos miedo, como nuestra niñera, Matilde, que se inventaba truculentas historias de espíritus malignos y almas en pena, hasta que un día mi hermano decidió vengarse de ella y le dejó en la cama unos sapos despanzurrados, con las entrañas esparcidas sobre las sábanas. De este modo tan expeditivo y macabro nos deshicimos de la nefasta Matilde.

Me alejo de la catedral apresuradamente, sin contemplar las hermosas vidrieras iluminadas desde el exterior, como un pequeño acto de rebeldía contra el cura inoportuno. Ha dejado de llover, pero se ha levantado un viento huracanado que me golpea de frente y me impide caminar deprisa. Llego destemplada al hotel, subo a la habitación, me quito la ropa húmeda y ni siquiera me lavo los dientes. Me desplomo en la cama, con la mente en blanco y el estómago tan vacío como el alma.

4

Mi tía Olvido vive en la misma casa de siempre. Cuando comenzaban las vacaciones de verano y llegábamos en tren, dejábamos allí el equipaje y hacíamos noche antes de salir hacia Pola de Luna. Está situada en una pequeña avenida con un agradable bulevar adornado de plantas, farolas, bancos y el quiosco de un bar que con la llegada del verano se convierte en una heladería donde venden una rica horchata y unos magníficos granizados de limón. En los años sesenta era un lugar tranquilo y soleado, pero con el tiempo han ido construyendo a ambos lados de la calle altos edificios que no dejan pasar el sol. La terraza de mi tía, situada en un tercer piso, se ha vuelto sombría. Recuerdo que tenía un diminuto jardín con macetas llenas de preciosos geranios blancos y rojos, hortensias y pensamientos que, en primavera y en otoño, daban unas flores aterciopeladas amarillas y moradas con estrías negras.

Cuando llegué al portal de su casa, toqué el timbre del tercero izquierda, pero nadie respondió. Miré el reloj; era mediodía. Esperé unos instantes y volví a llamar insistentemente hasta que escuché una voz a través del telefonillo.

– Ya voy, ya voy… ¡Qué prisas! ¿Quién es?

– Soy Paula, tía -respondí con cierta cautela-. Es que no me oías.

– Te abro, te abro…

Al entrar en el portal me di de bruces con un familiar olor añejo a linóleo y a leña quemada en la caldera. Reconocí el ruido del viejo ascensor, las paredes pintadas de verde manzana y la escalera cubierta de hule barnizado con un dibujo que imita toscamente a la madera.

Escuché sus pasos al otro lado de la puerta y cómo trajinaba con el cerrojo antes de abrirme. Por fin, al cabo de tantos años, la encontré como siempre: sonriente, vestida de colorines, con sus pendientes de esmeraldas, su cadena de oro con medallas de la Virgen y el crucifijo colgado del cuello y unas enormes gafas pasadas de moda. La única diferencia es que estaba reducida de tamaño y tenía el pelo ralo y enlacado.

– ¡Hija! -Me abrazó y se separó un poco para observarme-. Pero ¡qué barbaridad! Cada día te pareces más a tu madre.

Era el mejor elogio que podía escuchar. Me sentí henchida de orgullo. Mi tía es incapaz de decir un cumplido. No hay nada que me pueda gustar más en este mundo que parecerme a mi madre. Tengo una fotografía suya en la que está espléndida, apoyada en el alféizar de una ventana, en plena juventud, con un vestido de flores escotado, la cara sostenida por ambas manos, una melena negra y ondulada, los labios perfilados, los ojos rasgados… Era una preciosidad. La comparaban a veces con Ann Blyth, a quien recuerdo bellísima en El mundo en sus manos, rodeada por los brazos de Gregory Peck, sujetando el timón de un barco, justo al final de la película, una de las que más veces he visto en mi vida y no sólo porque es de Raoul Walsh o porque me entusiasman las aventuras marítimas de bucaneros y cazadores de focas, sino porque me recuerda a mi madre en la época que me parecía más bella y feliz. Poco antes de que se la llevara el maldito cáncer todavía era una mujer atractiva. No soy como ella, lamentablemente, porque ni tengo su pelo ni sus labios ni su cuerpo ni su ternura y, además, mi nariz es tan grande y extraña como la de mi padre, pero algo habré heredado de mi madre cuando mi tía me lo dice; quizá la voz y la manera de andar.

– Bueno, ¿qué haces ahí plantada como un pasmarote? Pasa, me molesta verte de pie.

– Me gusta la casa -dije, tras dejar la gabardina sobre la butaca de la entrada-. Está igual que siempre.

– Sí, es verdad, más o menos sigue igual que cuando murió tu tío. Era él quien ponía y quitaba cosas. Ya sabes que siempre le daba por ordenarlo todo.

La casa estaba tan limpia y reluciente como en aquellos veranos, cuando mi tía nos obligaba a ponernos gamuzas en los zapatos para encerar el suelo del recibidor y del salón. Los retratos de mis abuelos colgados en las paredes, las fotos de la boda de mis tíos sobre el aparador, otras más modernas de las bodas de sus hijas y, la más reciente, mi tía en un jardín rodeada de sus veintitantos nietos y biznietos, a los cuales muchos ni conozco. Mientras, foto en mano, me iba identificando a cada uno de ellos por sus respectivos nombres -«Éste es Matías, el hijo de Carmen y Laureano… Éste es Luisito, de Mari Paz y Rodrigo; aquí está Andrea, la de Teresita y José Carlos…»-, yo tenía la mente en otros tiempos, cuando la casa estaba llena de gente alegre, las maletas apiladas junto a las camas, con esos colchones donde tuve sueños felices, rodeada de mis padres, mi hermano, mis tíos y mis numerosas primas, todas mujeres, para desgracia de mi tío Macario.

– Toma, tía, te he traído un regalo.

Eran unos guantes marrones de piel vuelta, rematados con una borla de visón.

– No tenías que traer nada…

– Bueno, no es nada, en realidad.

– Anda, siéntate. ¿Quieres tomar un café o te apetece un refresco?

– No, gracias. Sólo quiero un poco de agua.

Abrió el paquete del regalo con poca ilusión.

– Pero ¿cómo se te ocurre? Ya no tengo las manos para estos lujos.

Dejó los guantes sobre una mesa, sin prestarles la menor atención. Era evidente que no había acertado con el regalo.

Se dirigió a la cocina y yo la seguí con curiosidad. Quería comprobar si todavía conservaba la salamandra y el fogón de hierro con las bisagras doradas y el caldero de cobre. En efecto, allí estaban, tan relucientes como entonces, y también los pañitos bordados en el vasar de esquinera, la mermelada de membrillo y los tarros de miel en la despensa, la gran mesa de fórmica amarilla rodeada de las mismas sillas de madera donde me sentaba de niña a desayunar enormes tazones de leche con nata y miga de pan.

Esta casa ha sido lo único que el tiempo se ha dignado conservar tal y como fue en aquellos momentos de dicha plena. No sabría decir si me complacía o me disgustaba el hecho de que todo permaneciera como entonces, aunque, desde luego, lo que me conmociona es que el paso de los años se deje sentir con tanta arbitrariedad. Mi tía y su casa están intensamente vivas, mientras yo me marchito y mi entorno desaparece.

– Bueno, cuéntame. ¿Qué te trae por aquí? ¿Qué tal está Lucas? ¿Y tu hermano? ¡Qué poca vergüenza tiene! Nunca viene a verme…

Me costaba empezar a hablar. Mientras tanto, mi tía me disparaba una retahíla de preguntas, como si no tuviera interés en saber ninguna de las respuestas.

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