Mercedes Salisachs - Adagio Confidencial

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FINALISTA DEL PREMIO PLANETA 1973
La gangrena es más fruto del oficio que de la brillantez, este Adagio confidencial habla del reencuentro, veinte años después, entre Marina y Germán. Abundante diálogo, ambiente burgués, ciertos golpes de efecto que la acercan al folletín y también fácil y amena lectura son las señas de identidad que siguen fieles muchos lectores.

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– ¿De qué te acusaban? -pregunta-. Por favor, Marina, ¿de qué te acusaban?

Marina no resiste más. No puede resistir esa pregunta. No soporta el tono con que ha sido formulada, ni la actitud inquisidora del que la ha formulado.

Avanza hacia el ventanal. Ve la niebla. Ve la gente que se mete en ella. Ve las fachadas de enfrente todavía húmedas, todavía destilando agua sucia.

– ¿Para qué? ¿Para qué quieres saberlo? -responde sin mirarlo-. Ya te he dicho que te daba permiso para que pensaras de mí lo que se te antojase…

Y quedan los dos en silencio. De espaldas. Desgajados el uno del otro. Más divergentes que nunca.

– Ya lo ves -le oye decir Germán. Ha hecho falta que Bruna muriese, para que te ente-rases de que ninguna mujer es una diosa.

Y se dice: «Que piense lo que quiera, que opine lo que le pase por la cabeza… Todo es ya indiferente.»

Vuelve a consultar su reloj de pulsera. Dentro de unas horas Germán se irá y nunca vol-verá a verlo. ¿Para qué desperdiciar energías? ¿Para qué reconstruir más de lo que ya ha re-construido? ¿No le basta acaso saber todo lo que ya sabe?

– No llego a entenderte, Marina.

– No es necesario «entender» lo que ya ha pasado. Lo importante es mirar hacia adelan-te. Yo nunca voy á ser tu «adelante», Germán. No tienes por qué esforzarte en comprender-me.

Germán se levanta. La ve de espaldas; la escasa luz del ventanal aureolando su cuerpo. En esos momentos podría ser la Marina de los años cuarenta, la misma Marina que había co-rrido tras él cuando el tren se dirigía al apeadero.

No se acerca a ella. Se apoya en la chimenea. Procura centrar su memoria. Pero la memoria se le escapa.

– ¿Cómo se explica que Rogelio no hiciera testamento? Tu marido era un hombre pre-cavido…

Marina se encoge de hombros. Se vuelve hacia Germán. No hay gran distancia entre ambos: sólo veinte años de silencio.

– No lo sé. Ni me importa. No creo que lo hiciera a propósito. Rogelio era miedoso. Y se resistía a morir. Tal vez creyera que el hecho de redactar un testamento pudiera acelerar su muerte. Hay hombres así.

Pero Germán no la cree. Conoce a Marina: sabe que la convicción de su tono de voz es falsa.

– ¿Estás segura de que fue ése el motivo? ¿Estás segura de que no lo hizo aposta para dejarte en la calle?

Marina se lleva una mano a la frente. Se pinza el entrecejo. No soporta la inquisidora mirada de aquellas gafas. Le molesta sobre todo el recuerdo. El horrible recuerdo de aquellos días.

Germán insiste;

– ¿Estás segura de que no fue un manejo de Rosario y de Tina?

– ¡No! -le interrumpe ella-. No fue Tina, no fue Rosario…

– Entonces…

– Por favor -suplica ella-. Por favor, Germán, no preguntes, no vuelvas a preguntar-me…

Hay algo patético en su ruego. Algo que desarma a Germán inmediatamente.

– Discúlpame -vuelve a decir. Y renuncia. No insiste.

Marina levanta el rostro. Sonríe. Es una sonrisa triste que no sólo disculpa sino que agradece.

– Perdóname -insiste él-. Te estoy haciendo sufrir…

– Ya pasó.

Hay unos instantes en blanco. Una transición sin palabras. Marina rompe el silencio con una pregunta jocosa:

– Dime, Germán, ¿está todo lo bastante confuso para satisfacerte?

Y ríe con naturalidad. También él ríe. Y la tormenta se disipa.

– Creo que sí.

– Entonces -añade ella-, deberíamos pensar en otra cosa más importante: ¿dónde vamos a almorzar?

12

El coche de Marina rueda por la calzada lateral del paseo de Gracia, porque en el cen-tro están haciendo obras.

– Llevamos varios meses con este panorama -explica ella.

La avenida ha sido abierta y el boquete produce la impresión de un vientre gigante en trance de ser operado.

Conduce despacio (no como aquella tarde): en cada esquina un semáforo y junto a cada semáforo cuerpos aglomerados o vehículos quemando gasolina inútilmente.

– Ya no es la ciudad de antes -comenta él.

No puede serlo por mucho que se esfuerce. El tiempo la ha unificado a todas las ciuda-des del mundo. Resulta ya imposible circular de prisa, o contemplar un escaparate desde el coche, o estacionar el vehículo delante de un cine.

– Entonces cuando se salía de la ciudad era porque se estaba enfermo, ahora se sale de ella para no estarlo.

En aquella época todavía había espacios libres y nadie discurría sobre la apremiante necesidad de crear zonas verdes. Las calles se veían despejadas y casi todas ellas se permitían el lujo de tener dos direcciones.

Marina comprende que Germán está procurando reatrapar la imagen de aquella ciudad desaparecida: sin turistas, con gentes vestidas «de ciudad», no como la de ahora, en la que todos van vestidos de «gente».

– Si por casualidad venía un turista -bromea ella-, en seguida se le informaba: «De cintura para arriba, viven los decentes; de cintura para abajo, los dudosos.» Me refiero a la plaza de Cataluña.

– Ahora ya no hay decentes ni dudosos -comenta él, arropando su broma-. Sólo ciu-dadanos dudosamente decentes o decentemente dudosos.

Ríen. El whisky que han ingerido aumenta su euforia. Despierta el ingenio de ambos. Hablan por hablar. Por darse una tregua a sí mismos.

– ¿Te has preguntado alguna vez qué iba a ser de los antibióticos y de los televisores si no hubiera ciudades? Hay que estar al día, Germán: no lo olvides. Hay que aceptar las direc-ciones únicas y los ideales únicos.

– ¿Qué clase de ideales? -pregunta él.

– Éstos, ésos, aquéllos… -Y Marina señala los anuncios-. Los que nos imponen, los que nos meten en la cabeza.

El coche se detiene junto a una papelera pública. -Marlboro -lee Marina-. Fume us-ted Marlboro y será feliz.

– Eso no está en el letrero.

– No importa, lo insinúa. Todos los letreros insinúan lo mismo. Todos nos obligan a creer que la vida puede cambiar con tal que aceptemos lo que anuncian.

Germán saca su pitillera: le ofrece un cigarrillo. Y Marina, al fin, puede leer la ins-cripción de la tapa. -Es Marlboro -¿bromea él-, no dejes de ser feliz. Pero Marina rehúsa. Se fija en las letras: A Germán, de Vilana, y a continuación una fecha. Una fecha que desconoce, que se aparta por completo de las fechas que ella asociaba a Germán. -Ahora no, gracias.

Tampoco Germán fuma esta vez. Guarda la pitillera y se recuesta en el asiento.

– A pesar de todo, siento nostalgia de aquella ciudad -dice él.

– No sigas buscándola, Germán: se ha perdido. La ha devorado la ciudad de ahora.

Y para disolver nostalgias, Marina finge interesarse nuevamente por los letreros:

Beber agua sin cloro es peligroso. ¿Ves tú? Nos guían. Nos advierten con delicadeza. En eso España ha dado un gran paso adelante. Ya no impone: expone. Y lo hace con tacto. Siem-pre es mejor que nos hablen de cloro antes que del cólera.

Antiguamente era «el piojo verde», ahora es el cólera. Pero del «piojo verde» nadie ha-blaba más que en voz baja. Entonces las epidemias acorralaban en sordina. Ahora todos los periódicos se hacen eco de los brotes aparecidos con el calor.

Y Marina piensa en las otras epidemias: las que no se comentan ni siquiera en voz baja.

Y se fija en los letreros de los cines: todos iguales, sensacionalistas, con sus letras san-grantes y su terror erótico reflejado en las imágenes. Tampoco esos letreros se parecen a los de aquella época. Las películas de entonces solían ser idílicas, románticas y dulzonas.

– Si fuera posible recuperar unos instantes aquel mundo nuestro… -dice él.

– Era un mundo sin prisas, con tiempo…

– Había tranvías y fuentes con su tertulia y cafés donde servían bolados y campanas que sonaban cada media hora…

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