Mercedes Salisachs - Adagio Confidencial

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FINALISTA DEL PREMIO PLANETA 1973
La gangrena es más fruto del oficio que de la brillantez, este Adagio confidencial habla del reencuentro, veinte años después, entre Marina y Germán. Abundante diálogo, ambiente burgués, ciertos golpes de efecto que la acercan al folletín y también fácil y amena lectura son las señas de identidad que siguen fieles muchos lectores.

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Marina vuelve a mirar la ventana. Decididamente, el sol no lleva trazas de asomar. Al contrario. La niebla se acentúa y el día va pareciéndose cada vez más a una noche.

– También aquel sueño era culpable.

Las gafas de Germán se desvían. Mira el vaso de whisky.

– ¿Puedo servirme otro trago? -pregunta.

Lo hace él mismo, generosamente. Luego vuelve a sentarse en el sillón.

– Así que me recobraste -dice después del primer sorbo.

Marina intenta bromear:

– Como se recuperan los furúnculos cuando uno imagina que han sido curados.

Y ríen otra vez.

– Por eso te he dicho antes que el amor es una especie de nivel, un hueco que pide ser rellenado, una autosatisfacción compartida: la persona es lo de menos.

Germán no se inmuta:

– Quizá tengas razón -admite.

– No te quepa la menor duda -insiste ella-. Si aquella tarde Tina no se hubiese entre-vistado con Rogelio, si él no hubiese llegado a casa furioso, si no me hubiese hablado «de la gente», si no me hubiese dejado llorar toda la noche, yo, al día siguiente, probablemente no hubiera corrido a tu encuentro.

– Pero tardaste, tardaste mucho.

– Fue el día más largo de mi vida -recuerda ella-. Sabía que tú no te ibas a Madrid hasta las ocho de la tarde, que tu tren salía de la estación de Francia…

– Aunque te parezca insólito, estuve esperando tu llamada telefónica desde por la ma-ñana: no podía aceptar aquella despedida nuestra tan helada y tan esquiva. Tenía el presen-timiento de que de alguna forma tú ibas a romper el hielo de un momento a otro.

Pero Marina se había resistido. Había supuesto que las batallas se ganaban «dejando pasar las horas», sumando minutos vacíos… Ignoraba que, para vencer de verdad, era preciso algo más. Algo que, en aquellos momentos, ella aún no había descubierto, y que luego, al morir Rogelio había poseído en su plenitud.

– Mil veces estuve tentada de llamarte, de rogarte que volviéramos a vernos, de concer-tar un nuevo encuentro y pedirte que te quedaras…

– ¿Por qué no lo hiciste?

– Había varios motivos; me avergonzaba convertirte en un recurso… Pero además tenía miedo… Sentía los nervios deshechos y me notaba atrozmente cansada…

Era un cansancio nuevo, rodeado de límites: existía la mano de Bruna, existía «la gente» de Rogelio, existía el odio de Rosario y sobre todo, existían sus hijos. Todavía niños, todavía dóciles y cariñosos…

– Había límites -dice ella-, muchos límites.

– Aquel día no llovía -comenta él-, recuerdo que incluso hacía calor.

– Era primavera, como ahora.

– No, como ahora no. Entonces los días eran más largos y no olía a invierno.

– Éramos jóvenes, tremendamente jóvenes. Por eso el tiempo duraba más.

– Sin embargo, cuando subí al tren me sentía viejo: como si un siglo entero hubiera caído sobre mí. Era duro volver a casa sabiendo que ya nunca iba a verte… Y me arrepentí de no haberte hablado claro, de no haberte puesto al corriente sobre la verdad de tu marido. Sí, Marina, me arrepentí de todo eso y de mucho más.

Pero ella se había mantenido firme y había dejado pasar las horas como dejaba pasar sus latidos, lechan do contra ellas, consultando el reloj cada cinco minutos: temiendo y deseando a la vez que aquellas horas se esfumaran. Dando valor a cada segundo y procurando olvidar que todavía quedaba tiempo, que Germán aún estaba allí, en la habitación de su hotel, aguardando el momento de dirigirse a la estación de Francia.

– A las ocho menos cuarto pensé: «Ya está. Ya he ganado la batalla. Germán ha subido al tren y yo no he dado un paso para retenerlo…»

– ¿Te quedaste tranquila?

– Sabes muy bien que no. Fue peor, mucho peor. Nada más horrible que el hecho consumado. Y tu subida al tren era un hecho consumado.

Fue al mirar los abetos del jardín. Los vio bañados en sombras, quietos, más desolados que nunca. Y le dio horror imaginar que ella podría contaminarse de aquella desolación. No quería parecerse a ellos.

Recordó de pronto que ella no estaba enraizada en la tierra; ella no era un árbol, ella podía moverse y andar y correr… Ella todavía podía salir de allí, escapar de los abetos, dejarlos solos en su desolación…

– Recordé que el tren no salía de la estación hasta las ocho en punto y que si me daba prisa, aún podría alcanzarlo en el apeadero de la calle de Aragón.

Germán sonríe con sonrisa indulgente: como la que se esboza cuando se contempla una película muda.

– Al meterme en el coche, vi la silueta de Rosario atravesando la calle. Me hizo señas para que me detuviera, pero yo fingí no haberla visto. No podía permitirme el lujo de perder ni un segundo. Afortunadamente, el tráfico de entonces era escaso y los coches no suponían un problema para la circulación.

Había conducido alocada, el pecho oprimido, la respiración tumultuosa. Respiraba al ritmo del tren que se dirigía hacia su misma meta. Pensaba: «Ahora estará en las afueras». Y se esforzaba en imaginar todo lo que Germán estaba viendo en aquellos momentos: el cruce de los raíles, los postes eléctricos, las casuchas viejas del alfoz, el túnel… Tenía la sensación de que, al imaginar todas esas cosas, se identificaba al tren en el que Germán viajaba, e impedía que se le adelantase.

– Bajé por el paseo de Gracia como un rayo -explica Marina-. No entiendo cómo no provoqué un accidente. Entonces apenas había semáforos. ¿Recuerdas? Nada me detenía. En el fondo no me hubiera importado no llegar nunca. Lo que realmente me importaba era llegar tarde.

– Llegamos a la vez -dice él. -Sí -repite ella- llegamos a la vez. -En cuanto el tren se detuvo en el apeadero, te vi bajar corriendo por la escalera. Ibas vestida de blanco…

El revisor repetía: «Rápido, no se entretengan.» Había un barullo grande. Un barullo lleno de urgencia, de humo, de suciedad. Un fuerte tufo a hollín lo invadía todo.

Marina se vio de pronto frente a él. Y el tufo a hollín olía a la colonia de Germán. Lo demás se esfumaba. Eran imágenes de relleno, circunstancias que carecían de valor.

Germán la estrechaba entre sus brazos. Le repetía palabras que le inyectaban vida, que la rescataban de aquella muerte a la que se había entregado durante todo el día. Y no pensó en nada. Sólo en que Germán la tenía en los brazos, que se despedía de ella sin frío, sin el horrible sudario de la tarde anterior. No hizo preguntas. No había tiempo de hacerlas. El tren no cesaba de bufar y la gente se iba acomodando en sus puestos: «Usted, señor, va a perder el tren…» Y Germán repetía: «Por muchos años que pasen…» Fue un instante. Un instante eterno. O una eternidad instantánea: algo que recordar toda la vida.

Después Germán había subido de nuevo al compartimiento. Las ruedas se movían. Los vagones arrancaban hacia el túnel, ruidosas y renqueantes, tal como habían venido, pero con la carga completa.

Y ella se quedó allí, junto al quiosco de bebidas, contemplando los raíles, relucientes y desnudos, destacando nítidos sobre un pavimento de piedras chamuscadas.

Luego se había sentado en un banco, aturdida, con su victoria de cartón convertida en derrota.

Algo había acabado para ella. Algo que, sin embargo, persistía en su destrucción, y que, probablemente, persistiría siempre.

Pronto el andén había quedado vacío pero el humo del tren continuaba subiendo lenta-mente por el hueco que partía la calle.

– Aquella calle ya no existe -dice Marina-. Ahora es como una avenida.

Una avenida más en la ciudad, sin estaciones visibles ni huecos cercados por baran-dillas. Una avenida amplia, liberada de humos pero infectada de coches.

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