Mercedes Salisachs - Adagio Confidencial

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FINALISTA DEL PREMIO PLANETA 1973
La gangrena es más fruto del oficio que de la brillantez, este Adagio confidencial habla del reencuentro, veinte años después, entre Marina y Germán. Abundante diálogo, ambiente burgués, ciertos golpes de efecto que la acercan al folletín y también fácil y amena lectura son las señas de identidad que siguen fieles muchos lectores.

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– Ahora que ya lo sé todo, me parece imposible que incluso aquel supuesto error de Ti-na me dejara en la oquedad más absoluta. Llena de perplejidad, volví a pensar: «Tina es re-matadamente tonta.» No me cabía en la cabeza que en ella pudiera existir algo más que tontería…

Fuma nerviosa, la mano cada vez más agitada.

– Hubo un momento en que sin duda estuve a punto de comprenderlo «todo» de golpe; fue cuando Rogelio empezó a tararear. Rogelio sólo tarareaba cuando pretendía disimular algo… Y nunca se arrancaba con una melodía concreta. Eran tarareos difusos, popurríes, me-lodías inventadas. Pero mi perplejidad no me dejaba adentrarme en la sospecha. Así que no llegué a enterarme de la verdad hasta que Rogelio hubo muerto.

Germán no replica. Tampoco rebate.

– Tina se quedó en casa hasta las tres de la madrugada. Recuerdo muy bien la hora porque Rogelio insistió: «A estas horas una mujer no puede andar sola por la calle…» y, naturalmente, se ofreció a acompañarla.

Sonríe. Quiere mostrarse a sí misma que puede hablar de todo aquello sin dolor.

– No voy a negarte que cuando la vi marchar sentí un gran alivio. Me dije: «Es una buena amiga, pero hoy no ha sabido estar a la altura de las circunstancias…» Todo antes que claudicar ante los hechos establecidos. Cuando se es joven, existe una gran tendencia a juzgar las cosas de un modo general y escueto. La juventud es rotunda, poco dúctil: existen los tontos y los listos, los pobres y los ricos, los amigos y los enemigos… No cabe la posibilidad de una medianía, de «un sí, pero». Te digo esto porque, en aquella época, yo consideraba la amistad como algo sagrado, un hecho irreversible, incapaz de un pero. Tenía de la amistad un concepto rígido, enquistado a unos principios que nada ni nadie podía modificar.

Mira su cigarrillo. La mano casi ya no tiembla.

– Imaginaba que un amigo, por el hecho de serlo, jamás podía convertirse en enemigo sin dejar de ser amigo… No me cabía en la cabeza que pudieran existir amistades enemigas, o traiciones leales, o mentiras verdaderas… Yo no sabía que podía haber amistades verdaderas por simple interés… Para saber estas cosas es necesario llegar a la edad en que hemos llegado tú y yo.

Marina se detiene; pasa su mano por la frente y el humo de su cigarrillo se estanca unos instantes en el mechón que le cae por la sien.

– En el fondo, esos errores o esas ignorancias son el tributo que los jóvenes deben pagar a la vida… ¿No lo crees así? Tina había sido amiga mía desde la infancia. Lo que yo no sabía es que, ya desde entonces, se había aferrado a mí por conveniencia. Es muy posible que ni siquiera ella lo supiera. Yo, en definitiva, era el eslabón que la unía a los otros, la sociedad que ella siempre había codiciado… Empezó despertando mi pena: no tenía padres, vivía con un tutor que no la quería. Necesitaba cariño y nadie se lo daba. Como estudiante era poco brillante; tenía fama de retrasada mental. Fue aquella pena lo que me incitó a acogerla. Desde muy niñas me propuse compartir con ella todo lo que me pertenecía: trajes, zapatos, casa, diversiones, secretos… Así crecimos, así nos educamos y así construimos aquella absurda alianza que dio en llamarse amistad.

Marina toma aliento. Nota la boca seca y sorbe el último trago de su vaso.

– Hasta que un día, tal vez mal acostumbrada, decidió compartir conmigo a Rogelio…

La ocurrencia provoca una risa convencional en los dos. Germán pregunta:

– ¿Qué ha sido de ella?

– Continúa vegetando. Ha engordado mucho. Probablemente si la vieras no la recono-cerías.

– ¿Y entre vosotras? ¿Qué hubo entre vosotras?

– Silencio… Un prolongado y elocuente silencio. Dejamos de tratarnos, pero no hubo violencia.

Las manos de Marina ya no tiemblan y puede sostener el cigarrillo con arrogancia.

– Sin embargo -añade ella mirando el suelo-, creo que ahora, después de tanto tiem-po, nada impediría que volviéramos a ser amigas…

Germán arquea las cejas. Probablemente no entiende la pasividad de Marina.

– No te extrañe -aclara ella-. No me refiero a la amistad de antes, ilusa, convencional y sublime… Eso se experimenta en la infancia, cuando imitamos la vida, o en la juventud, cuando empezamos a vivirla… Pero a mi edad, eso de la «amistad» tiene una dimensión muy distinta.

Marina sonríe, la ironía le brota en todas sus palabras:

– Para que la amistad sea verdaderamente meritoria, para que tenga una razón de ser, es necesario que venga arropada por un gran espíritu de sacrificio. Lo contrario implica egoísmo, y el egoísmo, según dicen todos, no encaja con la amistad… -Y la ironía le crece, se instala en su sonrisa, la ensancha como si fuera risa-. Yo me pregunto: ¿Qué mérito puede haber entre dos personas que no tienen nada que perdonarse y que, además, se encuentran a gusto juntas? La nuestra, a partir de ahora, sería «una amistad sacrificada», como mandan las reglas, y, por lo tanto, mucho más autentica que antes. -La sonrisa decae, se vuelve mueca y la ironía se va convirtiendo en despecho-. Porque tratar a Tina, ahora, verla y soportar sus sandeces, supondría un esfuerzo grande, Germán, muy grande.

– Dices que ella se unió a ti por conveniencia. ¿Y tú, Marina? ¿Por qué fuiste amiga de ella?

– Lo he pensado mucho… Tampoco yo era demasiado altruista. No estoy muy segura, pero creo que yo era amiga de Tina por el placer de protegerla. En el fondo, también ese sentimiento era egoísta. En realidad, todos somos amigos de alguien por algo. – Germán cambia de posición. Probablemente piensa que en todo lo que Marina está diciendo hay algo demagógico y amargo, algo con raíces más hondas que las de un simple perdón. Quizás intuye que ese tipo de valores humanos carece de interés para ella y que si ha perdonado a Tina es porque, al perdonarla, la ha sentenciado a muerte.

– Bruna fue más inteligente que yo: no cabe duda. Ella comprendió en seguida lo que había entre Rogelio y Tina.

Renace un silencio profundo. El pasado vuelve a estar entre ellos: «Igual que un cadáver violado», piensa Marina.

Pero no se arrepiente de haber hurgado en él. Hay momentos en que para enterrar definitivamente lo que duele, es preciso desangrar el cadáver, matarlo aún más, nacerle la autopsia.

Germán pregunta:

– Aquella noche, cuando Rogelio acompañó a Tina a su casa, ¿qué ocurrió después?

– Hubo una escena desagradable entre Rogelio y yo. Una escena que por una causa u otra venía repitiéndose con demasiada frecuencia. Rogelio llegó enfadado. Sin darme tiempo a reaccionar, se apresuró a decirme que, por mi culpa, él había quedado en ridículo una vez más…

– ¿Por qué? La culpa no era tuya.

– No lo era. Pero yo me sentía culpable. Aunque la razón de su censura fuera injusta, la censura en sí tenía una razón de ser… Tal vez por eso no me defendí como debí hacerlo… Es posible que Rogelio comprendiera mi estado de ánimo y extrajera ventaja de él. La verdad es que cuando alguien o algo me atacaba, jamás él se ponía de mi parte; al contrario, decía: «Tú te lo has buscado.» De ese modo me obligaba a sentirme en deuda con él. Tardé mucho en comprender que aquella forma de actuar era su defensa. No tenía otra.

– Pero aquella vez -insiste Germán- debiste poner las cosas en su punto…

– Lo intenté. Fue inútil. Rogelio no atendía a razones. Nunca toleraba que le llevasen la contraria. Lo habían educado con la convicción de que él jamás podía equivocarse. Hay ejemplares así, pequeños Torquemadas con el dedo apuntando continuamente a la hoguera.

Marina se detiene. Vuelve a recordar a Tina. Aquélla noche la hoguera había sido ella. Y Torquemada sólo pensaba en la hoguera.

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