– Bruna estaba desquiciada -dice Germán-. Cuando Rogelio empezó a cansarse de e-lla, no pudo soportar que tú y yo continuáramos tratándonos.
– De cualquier forma -dice Marina-, resulta fascinante descubrir poco a poco lo que siempre nos pareció oscuro… ¿Cómo podía yo imaginar que lo que ocurrió aquella noche en casa de Teresa tuviera que ver con Rogelio?
Por la mañana Germán y Marina se habían visto en el rompeolas. Entonces el rompeolas era un lugar inhóspito. Nadie, salvo algún pescador recalcitrante, se atrevía a desafiar el frío del puerto. Luego habían ido al parque. Tampoco aquel lugar era excesivamente frecuentado. Después habían subido al Montjuic: desde allí miraron la ciudad, el futuro, el pasado… Entraron en el restaurante vacío. Marina decía: «Da pena verlo tan aletargado… Cuando llega el verano, Miramar se llena…»
Y pasaron la tarde como dos novios castos, solos junto a una mesa aislada: desbrozan-do, recordando, elaborando recuerdos para cuando él ya no estuviera allí, proyectando entrevistas nuevas, en otros lugares, en otras horas…
Y al regresar iban alegres: nada importaba que sobre los perfiles de los tejados se fuera volcando una luz triste. Ambos sabían que tras unas horas de separación, volverían a encontrarse en los salones de Teresa, a la vista de todos, como si fueran unos invitados cualesquiera, como si ninguno de los dos llevase grabadas en la mente las horas transcurridas a solas ante un mar encabritado, unos árboles secos y un restaurante vacío.
– Al principio, cuando recordaba la escena de aquella noche pensaba: «Nunca podré superarla…» Después empecé a acostumbrarme. También un giboso se acostumbra a su giba.
Se acerca a la mesa y escancia whisky en otro vaso. Sorbe un trago y continúa:
– Más tarde supe la verdad y llegué a olvidarla. Creo que no la había vuelto a recordar hasta esta mañana, en Madrid, antes de subir al avión, cuando me han comunicado que Bru-na había muerto.
Marina contempla su vaso. Lo sostiene con las dos manos, casi lo acaricia: da la impre-sión de que, más que mirarlo, está consultándole algo, como si se tratara de una bola de cris-tal.
– Debo admitir que yo, en aquella época, era bastante ingenua. No me explico cómo pude estar tan ciega. La verdad es que, entonces, todo lo que rodeaba a Rogelio se me antojaba terriblemente vago, como flotando en una nebulosa, pero nada más lejos de mí que asociar aquella vaguedad con la verdad dé su vida.
Se muerde el labio. Calla. Duda.
Germán apura el whisky. No comenta. Deja que Marina se explique.
– Por eso cuando Rogelio, aquella noche, me dijo que estaba cansado y que no deseaba acompañarme a casa de Teresa, ni siquiera pude sospechar que lo hacía para evitar a Bruna.
– El declive de la aventura había comenzado hacía ya varios meses-dice Germán.
– Si, lo sé. Estoy al corriente de todo. Incluso podría -decirte por qué motivo Bruna fue barrida de la vida de Rogelio con tanta premura…
Y termina su whisky de un trago. Luego deja el vaso vacío sobre la mesa.
– Aquella noche Bruna estaba exasperada. Teresa decía: «Ha bebido demasiado…» Sus movimientos eran bruscos, como los de una persona que se violenta a sí misma para no dejarse vencer por el decaimiento.
Había cierta rigidez en sus facciones y tenía la mirada brillante con un punto de ira en las pupilas. A decir verdad, cuando la vi tan furiosa pensé: «Tal vez nos ha estado siguien-do…» Pero te observé a ti, comprobé que estabas tranquilo y llegué a convencerme de que no había motivo para alarmarme.
Pero en realidad (luego lo había comprendido) había muchos motivos de alarma. En primer lugar: la ausencia de Tina. Tina jamás se perdía las reuniones de Teresa. Tina era siempre una invitada puntual e insustituible. Era inaudito que, a pesar de haberle dicho a Marina aquel mismo día por teléfono: «Nos veremos esta noche en casa de Teresa», hubiera dejado de presentarse sin dar ¡a menor explicación.
Pero, en aquellos momentos, tampoco aquella ausencia había constituido un motivo de alarma para Marina.
– Fue después de la cena -recuerda ahora-, a los primeros acordes del baile.
Entonces, en las reuniones de sociedad, había orquestas y vocalistas, y espontáneos que subían al estrado para cantar a su vez las canciones de moda.
De pronto Bruna se había acercado a ella: «Necesito hablar contigo», había dicho tajan-temente. Y su lengua se trababa, se volvía rígida también. Era lastimoso verla en aquel estado. Marina pensó: «Sería preciso avisar a Germán.» Pero Teresa le deslizaba al oído: «Síguele la corriente: tiene la perra de hablar contigo y, si no le haces caso, es muy capaz de armar jaleo…»
– La llevé al cuarto de Teresa: desde allí nadie podía oírnos. La música del salón llegaba a nosotros en sordina. De pronto Bruna se arrancó a hablar palabras sin sentido. Frases inconexas. No la entendía. Únicamente comprendí claramente que Bruna estaba furiosa. Yo pensaba: «Ha bebido demasiado y está disparatando.» Procuré calmarla, pero ella me rechazó de un manotazo. Entonces, de improviso, vi a Tina que asomaba tras el batiente de la puerta.
Marina se calla. Observa el efecto que su frase ha producido en Germán. Pero el rostro que tiene delante no acusa ninguna reacción. Y ella sigue recordando lo ocurrido aquella noche.
La presencia de Tina, en aquellos momentos, lo arreglaba todo. Ya no se preguntaba por qué motivo Tina no había estado presente en la cena. Lo esencial era que Tina «había llegado», estaba allí, con su traje de noche, su collar de perlas, su rostro cuidadosamente maquillado y su pelo recogido a lo Balenciaga, dispuesta a ayudarla, como siempre.
Entonces ella le había hecho señas para que entrara y cerrase la puerta. Y Tina entró, sonriendo, con la sonrisa propia de las mujeres de mundo, entre benévola y cínica, la actitud digna, afín a los seres que nunca fallan cuando se los necesita.
Marina vuelve a reír. Se lleva las manos a la cara y deja escapar un suspiro hondo:
– Ni que decir tiene que, al ver a Tina, Bruna redobló su furia. Fue lo mismo que si hubiera «visto entrar a un verdugo. Yo intenté poner a Tina al corriente: «No sabe lo que di-ce, está borracha.» Y Tina asentía, como si asimilara de antemano lo que Bruna iba a reprocharle.
Marina tiene el rostro encendido. El recuerdo y el alcohol han pigmentado su piel y han abrillantado sus ojos. Mira a Germán de soslayo y prosigue:
– Fue una escena verdaderamente jocosa. Deberías haberla visto, Germán. Bruna tenía la apariencia de un perro rabioso a punto de mordernos a las dos…
Después… Había sido un después eterno. Duró lo que duran las vergüenzas públicas o los reproches voceados. Empezó con una pregunta.
– Bruna preguntó: «¿Dónde cuernos habéis metido a Rogelio? ¿Qué habéis hecho con él?» Y lo dijo claramente, sin trabalenguas, las letras bien pronunciadas, en acento cargado de odio.
– ¿Qué pensaste? Marina mueve la cabeza:
– Todavía no pensé nada. Todavía imaginaba que Bruna estaba desvariando. Volví a acercarme a ella y traté de explicarle que Rogelio se había acostado porque estaba cansado. Bruna nos miró a las dos, a Tina y a mí, como si contemplara un par de monstruos. Luego me lanzó a boca de jarro: «Eres una ilusa.»
– ¿Solamente te dijo eso?
– No: me dijo algo más. Señaló a Tina y exclamó: «No te fíes de ésa; es una puta.» El resto ya lo conoces.
Marina deja de sonreír. El recuerdo todavía le duele. Lo lleva enquistado en la memoria y cuando hurga en él es como si reviviese.
– La acusación me pareció indigna, cruel e injusta. Le grité: «No te consiento que hables así…» Fue entonces cuando Bruna consideró que debía ciarme la bofetada.
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