Mercedes Salisachs - Adagio Confidencial

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FINALISTA DEL PREMIO PLANETA 1973
La gangrena es más fruto del oficio que de la brillantez, este Adagio confidencial habla del reencuentro, veinte años después, entre Marina y Germán. Abundante diálogo, ambiente burgués, ciertos golpes de efecto que la acercan al folletín y también fácil y amena lectura son las señas de identidad que siguen fieles muchos lectores.

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Marina tampoco se defiende esta vez. Mira la alfombra ya rozada, demasiado vieja, demasiado usada. Es lo mismo que si contemplara su propia vejez en el suelo.

– Hay algo que nunca te he dicho -prosigue Germán-. Varias veces estuve a pique de contarte la verdad, abrirte los ojos y darte a entender que, en el fondo, tú y yo no éramos más que un par de marionetas en manos de Rogelio y de Bruna. Eso es lo que, en definitiva, éramos nosotros, Marina: un simple producto, una consecuencia premeditada, un resultado. Pero tuve miedo.

– ¿De qué?

– De convertirte en una mujer despechada. Yo no te quería despechada. Por eso opté por callar y dejarte en la ignorancia de lo que estaba ocurriendo. Tú confiabas en Rogelio: no desperdiciabas ocasión de ensalzarlo.

– Lo hacía para engañarme a mí misma. Necesitaba aquel engaño. Era demasiado triste darme cuenta de que al casarme con él, me había equivocado.

– Decías siempre: «Es un hombre frío, poco afectuoso, pero recto y consecuente, incapaz de mentir… Un hombre íntegro…»

– Eso creía -dice ella-. ¡Más de una vez debiste de burlarte de mí!

– No; al contrario: tu confianza en él me conmovía. Era admirable verte tan alejada de la realidad, tan aferrada a las virtudes de tu marido por simple apego a la lealtad.

– Me esforzaba en crear a un Rogelio a la medida de mis deseos. A veces incluso llegué a creer que existía. Por eso me encontraba siempre en inferioridad de condiciones… -respira hondo, dice luego-: De todos modos, te agradezco que no me quitaras la venda. Si hubiese averiguado la verdad, acaso las cosas hubieran tomado otro rumbo. El ser humano casi siempre actúa condicionado por los comportamientos ajenos. Poca gente tiene la persona-lidad suficiente para cumplir con el deber propio, prescindiendo de los demás.

– Admitirás que fui un primo. ¡Hubiera sido tan fácil convertirte en mi amante!

Marina deja de sonreír. La palabra la hiere. La ensucia. No se aviene con su ética, ni siquiera en los labios de Germán.

– Y después, ¿qué? Mi carga de remordimientos hubiera sido insostenible.

– Sin embargo, tus remordimientos se esfumaron en cuanto encontraste a otro hombre.

Marina se pone en pie. La acusación ha vencido su aguante. Todo en ella es pura indignación. Mira el reloj: desea vivamente que rompa a sonar. Pero el reloj, siempre inoportuno, permanece mudo.

– ¿Qué sabes tú? -dice muy bajito-. No tienes derecho…

Germán rectifica. Se acerca a ella y roza su codo.

– Tienes razón -dice compungido-. Perdóname, Marina. Siento haberte ofendido. Efectivamente; no tengo derecho.

Se acerca luego a la mesa del fondo y coge un vaso vacío. Lo levanta y pregunta:

– ¿Me invitas a un whisky?

7

En aquella época nadie tomaba whisky. Era difícil conseguir botellas sin falsificar. La mayoría de las reuniones se animaban con martinis: «Muy seco, Marina: dos gotas de vermut blanco y el resto ginebra con mucho hielo para no aguarlo.»

Y los días transcurrían deliciosamente frívolos, sujetos a los cánones sociales de los años cuarenta, estériles pero con apariencia importante: sujetos al recuerdo de una guerra dema-siado reciente, para que la paz fuese completa.

Todos querían ser «algo» en aquella paz, todos querían recuperar de algún modo las trascendencias perdidas. Todos procuraban sustituir con globos hinchados de aire lo que a-quella guerra les había hurtado.

Existía un afán grande en hundir al héroe y enaltecer al antihéroe. La gente estaba cansada de heroísmos. En el fondo era aquel empeño antiheróico lo que les permitía olvidar los tres años de horror, que, al fin, habían sido enterrados en la historia.

Había pasado un año y medio desde que Bruna y Germán recalaran en la costa y doce meses exactos desde que Marina, sentada en la butaca roja del salón, le oyera decir a Germán que, en adelante, no iba a poder prescindir de ella.

Todo, exteriormente, continuaba igual: los viajes de Rogelio, las llegadas a Barcelona de Bruna, los encuentros furtivos de Marina y Germán… Todo proseguía suavemente, como prosiguen las estaciones: sin diferencias notables.

No obstante, aquel invierno no fue «riguroso» como lo había sido el anterior. La nieve apuntó sólo en los Pirineos y el jardín carecía de estalactitas.

Tal vez por aquel motivo Germán y Marina ya no pasaran las veladas junto a la chi-menea encendida, como tenían por costumbre. El frío era menos intenso y la soledad de ambos menos frecuente.

Además de aquel cambio, había otros. Modificaciones apenas perceptibles que ad-quirieron relieve más tarde, mucho más tarde. Por ejemplo: la presencia de Tina.

Era imposible pasar un día sin escuchar su voz o tenerla delante. «¿Estorbo?» Irrumpía siempre con esa pregunta. Como si supiera que, efectivamente, estorbaba. Pero su ama-bilidad (ese tipo de amabilidad irresistible, propia de la gente que precisa hacerse perdonar algo) volvía aséptico cualquier malestar provocado por ella.

Luego, el creciente y progresivo mal humor de Rogelio.

Era un mal humor cada vez más acentuado, inexplicable e hiriente. Surgía por la menor causa, sin motivo definido.

Se hubiera dicho que lo provocaba lo más inesperado: una alabanza mal encajada, un reproche cariñoso, un movimiento inconsciente… Cualquier cosa podía irritarlo y convertirlo en un fiscal acusador.

Sobre todo cuando Tina estaba delante. Marina había pensado más de una vez: «Rogelio la odia.» Y le parecía que aquel odio era injusto. Al fin y al cabo, Tina era su mejor amiga.

– ¿Con agua?

– No, gracias; sin hielo y sin agua.

Marina tiende el vaso a Germán y vuelve a la chimenea. Una llama azul silba furtiva entre el grueso de humo que envuelve la leña. Coge las tenazas y mueve las brasas. La llama azul se esparce, amarillea y recobra su calidad de fuego normal.

De pronto Marina rompe a reír. La mano de Bruna vuelve a estar ahí, en ese fuego. Hasta hace muy poco, todavía la temía. Todavía cuando recordaba aquel episodio, sentía al-go de vergüenza. Pero ahora tiene la certeza de que también esa vergüenza va a desaparecer.

– ¿De qué te ríes?

– Me acuerdo de tantas cosas… -dice ella. Y continúa riendo con carcajadas sinceras y menudas.

La risa contagia a Germán. Probablemente el whisky comienza a surtir efecto.

– Apuesto a que te ríes de mí.

– No -rectifica ella todavía risueña-, me río de lo que pasó aquella noche, en casa de Teresa… Ya sabes a qué me refiero.

– Fue vergonzoso -dice él-. Muy propio de Bruna.

– Jamás he vivido una escena tan ridícula como aquélla.

– Lamentablemente ridícula -confirma él.

Marina recobra su seriedad. Frunce el entrecejo. Pregunta como si solamente pensara:

– ¿Sabes tú por qué lo hizo?

Habla cara al fuego, como si la mano quemada pudiera contestarle. Antes de que Germán responda, Marina prosigue:

– Durante mucho tiempo creí que lo había hecho para vindicar de algún modo tu incli-nación hacia mí… Y, hasta cierto punto, me parecía justo. Yo no sabía lo que estaba pasando.

Ni siquiera lo supo cuando Rogelio, en cierta ocasión, le había dicho: «Estoy hasta la coronilla de los histerismos de Bruna.»

Efectivamente: algo había cambiado en aquel año y medio de trato. Por eso Germán y Marina ya no se veían en lugares frecuentados por todo el mundo. Ambos sabían que Roge-lio intentaba distanciarse del matrimonio Alcántara. Ambos intuían que Bruna, paulatina-mente, se estaba convirtiendo en una rémora para sus encuentros.

Así había comenzado la etapa de sus entrevistas furtivas. Aquellas entrevistas que Germán calificaba de infantiles.

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