Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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Las noticias que llegaban de España resultaban angustiosas. Generalmente venían a nosotros a través de Pepe Mamblas, duque de Baena, que se había exiliado voluntariamente y vivía en Biarritz.
Su calidad de diplomático fue muy valiosa para los desterrados de la zona roja. Durante la Guerra Civil, cuando ni los Lécera ni yo estábamos ya en Fontainebleau, era a través de él de quien recibía cartas de los amigos de España. Las de Jaime las guardé mucho tiempo. En ellas siempre reiteraba todo cuanto había experimentado por mí desde que nos habíamos conocido; no obstante, cuando mi hijo Alfonso murió, sentí la necesidad imperiosa de romperlas y suspender por algún tiempo nuestra comunicación. Habían transcurrido dos años desde que la guerra había empezado en España y en cierto modo yo me notaba culpable por la muerte de aquel ser tan querido.
Con todo, la comunicación con Jaime recobró fluidez a medida que la Guerra Civil avanzaba. Pepe Mamblas continuaba siendo receptor y transmisor de nuestras mutuas comunicaciones.
Al poco tiempo de estallar aquel horrible conflicto bélico, Guipúzcoa fue conquistada por los llamados nacionales y San Sebastián se convirtió en la ciudad remanso que, por rozar la frontera francesa, permitía a través de Biarritz una comunicación fluida entre Francia y la España blanca. Para entonces Pepe Mamblas era en cierto modo el gran cartero de España. Incluso cuando tras la guerra española estalló la Segunda Guerra Mundial, Pepe nunca dejó de ayudar a los amigos que precisaban comunicarse con el extranjero.
No obstante, su exilio duró muchos años, ya que jamás quiso volver a su tierra por discrepar de las actitudes de Franco.
Sin embargo, cuando la Guerra Civil todavía era sólo una probabilidad futura debido a los desmanes que la república había producido, yo todavía vivía en Fontainebleau con los Lécera. Corría el año 1934 y mi hijo Alfonso aún trataba de rehacer su desgraciada vida, dando tumbos desesperados para que el escaso tiempo que le quedaba de vida le permitiera encontrar a alguien que le hiciera feliz. No lo conseguía. Era imposible. Tampoco quería reunirse con sus hermanos en Europa.
Roma era una ciudad abierta a la belleza y a una paz que tampoco podía durar. Pero mi marido conservaba buenos recuerdos de aquella ciudad y decidió instalarse en ella con el resto de nuestros hijos.
En varias ocasiones los había yo visitado mientras viajaba con los Lécera, pero siempre durante las ausencias de Alfonso.
Un año antes, en España se habían celebrado elecciones generales: ganaron las derechas. Esa circunstancia se debió principalmente a que la mujer tenía ya derecho al voto. Pero el resultado, lejos de favorecer las tendencias izquierdistas como se pretendía, se decantó hacia las derechas porque, al margen de los desmanes que venían arruinando la vida cotidiana española, todas las monjas salieron de sus conventos para prestar apoyo al remedio derechista. Y en aquella época todavía fluían con entusiasmo y generosidad vocaciones religiosas en todo el país.
Vencieron Gil-Robles y Lerroux; no obstante, aquel triunfo duró poco. El Estatuto catalán (aprobado ya hacía dos años) dio en convertirse para Companys en una afirmación de los derechos independentistas y en octubre de aquel mismo año, ante una muchedumbre congregada en aquel entonces en la plaza de la República, el gobierno de la Generalidad proclamó desde el balcón principal el Estado catalán dentro de la República Federal Española.
La reacción fue instantánea. El ejército bombardeó el edificio y Companys tuvo que entregarse.
También en Asturias hubo levantamientos revolucionarios.
Cuando ahora pienso en las noticias que entonces nos llegaban, todavía no acabo de comprender cuál era la causa que convertía a los españoles que yo había conocido en verdaderos depredadores de su propia tierra.
De hecho, el río de sensatez que siempre había yo conocido mientras fui reina, por carecer de cauces sólidos, se estaba desbocando sin que los remedios políticos pudieran acallar tanto desmán.
Todo en España parecía anegado en una charca de despropósitos. Era como si la guerra que asoló aquella tierra dos años después hubiera ya comenzado.
Nadie entendía aquella horrible y desaforada existencia en un país que hasta la llegada de la república había sido un remanso de sencillez civil.
De nada valía que el ejército tratase de encalmar aquel inexplicable desvarío. ¿Por qué? ¿Por qué tanto odio flotando en el ambiente? ¿Por qué tanta locura desatada?
De pronto lo inesperado: me llegó desde Austria donde Alfonso veraneaba. Beatriz y Gonzalo habían acudido a visitarlo. Todo era normal, todo parecía inofensivo. Nada despedía tufos de alarmas dolorosas, hasta que estalló la noticia: «Gonzalo ha tenido un accidente».
En aquellos momentos fue como si el desfalco que España sufría se hubiera adueñado de nuestra familia.
Corrí a su encuentro. Allí estaba también mi marido. Casi no hablamos. Lo esencial era Gonzalo, aquel hijo pequeño que en cierta ocasión me vio llorar. Todavía vivía pero ya con el desvarío de la muerte en la mirada.
Me explicaron que mientras su hermana Beatriz conducía el automóvil con él al lado tuvieron un pequeño choque que carecía de importancia. «Fue sólo un frenazo», repetía mi hija acongojada. «Frené para no chocar contra la bicicleta que montaba el barón de Neimann.»
Gonzalo no tuvo heridas graves, ni lesiones profundas. Tuvo muerte. Una muerte absurda que no paraba de sangrar cuerpo adentro.
Otra prueba. Otro dolor que reconstruía de nuevo los dolores constantes que Alfonso nunca me perdonaba. Recuerdo ahora su mirada, cuando tras ver el rostro cetrino de nuestro hijo se dirigió a mí casi despectivamente: «Tenía veinte años», dijo. Y salió de la estancia como si aquella frase resumiera el total desencanto que le producía verme convertida en un reguero de lágrimas.
Yo era la culpable. Yo había transmitido la savia envenenada a aquel ser que tanto queríamos los dos.
Fue aquella muerte lo que más contribuyó a que mi separación de Alfonso se dilatara. «No volveré a verlo», me dije. Resultaba duro comprender que aquel muchacho tan lleno de vida, inteligente, estudioso, con un porvenir brillante, había muerto desangrado por sortear el choque contra la bicicleta de alguien que ni siquiera conocía.
Todo era absurdo. Todo se aliaba para desmontar de nuevo aquellos brotes de felicidad que mi estancia en Fontainebleau me había proporcionado.
Cuando tras el funeral regresé a Francia, sólo el apoyo de Jaime y de Rosario pudieron conseguir que mis lágrimas se paralizaran un poco tras aquel dolor imprevisto. Cuántas veces he pensado que si no hubiera sido por ellos tal vez me hubiera resultado imposible superar aquel nuevo eclipse de mi vida.
Dicen que el tiempo nos permite convertir los recuerdos dolorosos en dulces brotes de añoranzas sin dolor. Pero no es cierto. El dolor siempre apunta sus flechas envenenadas hacia el duro blanco de la resignación. Y la resignación nunca es dulce. Sólo nos permite vivir sin desesperarnos. Entretanto, las noticias de España parecían ser menos desastrosas. La agitación social capitaneada por el general Sanjurjo motivó el cese de Azaña. Lerroux llevaba ya un año siendo presidente de la República y aquel breve período más o menos derechista alentó a no pocos españoles.
Azaña tuvo que retirarse por un tiempo breve; no obstante, sus ansias de poder no disminuían. Desde su retirada, creó el partido Izquierda Republicana, pero fundiéndose con socialistas radicales y con la Organización Republicana Gallega Autónoma.
Era imposible entender aquel desbarajuste.
¿Por qué tanta autonomía? ¿Qué se pretendía? ¿Desmembrar el país? ¿Qué podían ser los separatismos sino lamentables suicidios territoriales?
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