Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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Al parecer, mi hijo aceptó complacido, pero al entrar en el coche Mildred consiguió impedir que se pusiera al volante: «Temí que el alcohol que había ingerido pudiera afectarlo».
Casualmente, mientras entraban en el vehículo, se cruzaron con el doctor que lo había atendido en el hospital de Cuba. «Fue providencial», me confió de nuevo Mildred. «Sin embargo, tengo la impresión de que, al verlo, su hijo estaba convencido de que iba a morir: para él debió de ser algo parecido a una premonición».
Era duro escuchar su relato. Fuera cual fuere la calidad de vida de aquella mujer, lo que destacaba en ella por encima de todo era un acentuado afán de ayudar a mi hijo y el dolor que su muerte le estaba ocasionando.
«Confiada en que el alcohol podía inhibirlo de tanta desgracia, le propuse entrar en la casa de Mac. Allí bebimos mucho más. Teníamos el contento propio de los que fían en los efectos etílicos. La vida era bonita en aquellos momentos. Todo iba a cambiar para él», continuó explicando. «Pero al salir a la carretera su hijo quiso ponerse al volante. No pude disuadirlo. Se notaba seguro, prepotente. "No debes temer", me dijo. "Conduzco bien, me enseñó mi padre".»
Mildred tragó saliva porque su voz perdía nitidez. Sufría. Le agobiaba reconstruir la escena que había llevado a mi hijo a la muerte. Sosegada, continuó su relato. Me dijo que él se acomodó al volante con aire seguro. Quitó el freno, puso la primera y arrancó con fuerza como quien considera que el mundo es suyo.
Mildred intentó suplicarle que no corriera tanto, pero ya era tarde: el vehículo se empotró contra un poste de teléfono del bulevar Biscayne.
Desde entonces han pasado treinta y siete años, pero cada vez que recuerdo a mi hijo la voz de Mildred continúa sonando en mis oídos como si la tuviera a mi lado.
No he vuelto a verla. Ignoro qué ha sido de su vida. Pero sigo experimentando por aquella muchacha un cariño inmenso. Creo sinceramente que fue ella la única persona que, de un modo desinteresado, amó de verdad a mi hijo.
Ninguna de sus otras mujeres vertió tantas lágrimas por él como las vertió Mildred: «Yo quería ayudarlo, Señora. Yo pretendía que fuera un poco feliz», repetía constantemente.
Dios quiso que el doctor cubano que conocía a mi hijo sintiera la necesidad al cruzarse con él de correr a su encuentro. Algo presentía. Pero llegó tarde. Mi hijo una vez más chocó contra el parabrisas y se hizo una herida profunda en la frente que sangraba sin parar. «Intenté incorporarlo, pero no tuve fuerzas», siguió explicándome Mildred.
Fue el doctor cubano quien lo trasladó como pudo al hospital Garland de Miami, pero cuando yo llegué allí mi hijo ya no existía. Existía el remordimiento y una inmensa tristeza: no estuve a su lado mientras moría. Ya no podía llamarme, pero desde donde ahora se encuentra tengo la seguridad de que probablemente sabrá que fue su muerte lo que me facilitó el hecho de renunciar definitivamente a aquel otro amor-amistad que sólo duró siete años.
Escucho los pasos de Pepita Rich aproximándose a mi alcoba. Antes de que llegue, me levanto de la cama para abrirle la puerta.
– Señora, se acerca la hora. Su Majestad don Juan ha salido ya de la Zarzuela con los príncipes para llevarla al aeropuerto. Petra y Pilar están dispuestas, y los señores duques de Alba han organizado un pequeño almuerzo por si Vuestra Majestad desea tomar algo antes de emprender el viaje.
Agradezco la atención de los duques, pero el desayuno ha sido abundante. A decir verdad, no tengo apetito. El hecho de abandonar España convencida de que ya no podré regresar se me antoja una especie de descalabro algo parecido a lo que experimenté aquella madrugada del 15 de abril.
Cuánto ha muerto desde entonces. Sin embargo, cuánto queda aún por morir.
Los pasados siempre regresan. Las vidas actuales ¿tendrán mañana un valor positivo? Es difícil saber lo que el porvenir depara al hombre. La tierra es un constante retroceder hacia el ayer, pretendiendo avanzar hacia el mañana.
Afortunadamente, cuando se llega a mi edad resulta evidente comprobar que la vida, por muy completa que nos parezca, cuando va menguando aumenta. Jaime siempre lo decía: «Lo que llamamos vida es demasiado importante para que lo que la muerte pueda ofrecernos no lo sea mucho más». Tenía razón. ¿En qué consiste vivir? Cuántas veces me he hecho esta pregunta. Lo sé ahora que soy vieja: vivir es únicamente un desquiciado y maravilloso ensayo general para la representación que nos espera más allá de lo que llamamos vida.
Asimismo me he preguntado qué hubiera ocurrido si, tras la Guerra Civil ganada por Franco, Alfonso hubiera vuelto a reinar. La reticencia del General por restaurar la monarquía tuvo sus aliados primeramente en la inmediata Segunda Guerra Mundial y después en la muerte de mi marido. De haber vivido al final de la Guerra Civil, Franco nunca se hubiera opuesto a que Alfonso recobrara el trono. No hubiera podido. Siempre había actuado de un modo fiel a la monarquía. Pero Alfonso murió poco después de la contienda española y Franco decidió esperar. ¿Hasta cuándo? ¿Será mi hijo Juan el próximo rey de España? Resulta difícil saberlo. Tarda demasiado tiempo en manifestarse.
A mi entender se equivoca: las gentes que soportaron la horrible guerra de España hubieran aceptado el regreso de un rey con los brazos abiertos.
En estos momentos España es una nación desconcertada, alejada del mundo y bañada en estrecheces. ¿Qué espera ese hombre para convertir esta tierra en un pedazo de Europa? ¿No comprende que cuanto más tarde en restaurar la monarquía más se irán debilitando las fuerzas básicas de la nación? Si su existencia se prolonga demasiado, cuando se corone tanto a mi hijo Juan como a mi nieto Juanito el pedazo de médula infectada de anarquismo, socialismo y comunismo que todavía late a escondidas en los silencios impuestos por el dictador se expandirá y dominará a una gran parte de los españoles (como ocurrió tras la dictadura de Primo) desbocadamente y exigiendo lo mismo que proclamaba la Segunda República: separatismo, ataques a la religión, terrorismos indiscriminados y leyes que puedan ser delictivas.
De nada habrá valido una guerra para que los desmanes se extiendan por la Península.
«Los pasados siempre vuelven», me decía Jaime. «Y a veces con mayores ímpetus.»
Espero que Jaime no tenga razón, porque lo que ocurrió en España durante los ocho años que fue republicana se convirtieron en ocho inmensos suicidios sociales y políticos.
Lo grave era que todo se tamizaba por el cedazo de la libertad. Pero la libertad republicana se alimentaba de una infinidad de libertades que permitían matar sin castigo, dictar órdenes y leyes propicias al amor libre, atacar a los nobles y pudientes, nacionalizar los bienes de la Iglesia, atenazarla, convertirla en un reo y despojarla del respeto requerido. Por supuesto también se expropiaron los bienes particulares para cederlos al pueblo, y convertirlos en lujosos lugares de recreo. Asimismo hubo degradaciones como las que sufrió el cardenal Segura por haber defendido los derechos de Dios antes que los del pueblo; enseguida se decretó la disolución de las órdenes religiosas que, además de acatar los tres votos canónigos, no se avinieran a colaborar y obedecer a las distintas autoridades del Estado. Por consiguiente el Estado tenía todos los derechos legales para nacionalizar sus bienes y cederlos a fines benéficos y docentes según sus criterios laicistas.
De hecho, aquella república (que en un principio se pretendía establecer de un modo civilizado y sin grandes gestos revolucionarios) era ya un desafío claro hacia todo lo que oliera a serenidad, placidez, sensatez, honestidad y paz.
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