Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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La prioridad de las derechas fue sólo un soplo de aire en pleno ahogo político.
Durante aquel período hubo una mayor sensatez civil, las órdenes religiosas fueron menos zarandeadas y desprestigiadas y los obispos pudieron expresar sus opiniones sin que se intentara censurarlas y ridiculizarlas.
Pero fue un respiro breve. El movimiento comunista no cesaba de trabajar soterradamente. La gente, desorientada, temía sondeos ocultos que de pronto brotaban en forma de atracos solapados pidiendo donativos para el Socorro Rojo mientras esgrimían, medio ocultas, pistolas y armas blancas. Los ambientes volvían a caldearse: «La amenaza militar siempre es mejor que las propuestas soviéticas», se decía. Pero todo se comentaba en sordina para no caer en desgracia y ser malinterpretado. Las izquierdas se habían identificado con las tendencias soviéticas y no estar de acuerdo con ellas podía consistir en algo parecido a una peligrosa y caduca forma de pensar.
Por aquel tiempo me comunicaron que nuestra hija Beatriz iba a casarse con el príncipe de Torlonia. La boda iba a celebrarse en Roma. Pero yo no asistí. No podía. Llevaba todavía incrustado el dolor de la muerte de Gonzalo y la desoladora reacción de Alfonso cuando nos encontramos frente a frente con el cuerpo inerte de nuestro hijo entre ambos.
Aquel mismo año se casó Jaime con Emanuela de Dampierre, lo cual reforzó el hecho de que el título de Príncipe de Asturias perteneciese a nuestro hijo Juan. Para evitar problemas, Alfonso no asistió a la boda. Asistí yo. Era evidente que todo había sido un montaje entre la familia Dampierre y mi marido para garantizar definitivamente su incapacitación como heredero de la corona.
Quedaba Juan. El futuro Juan III. Entretanto los disturbios y graves problemas cívicos continuaban en España. Aunque nadie podía imaginar lo que se estaba cociendo; aquel año fue desde su principio un constante cúmulo de incertidumbres.
Por las noticias que nos llegaban supe que las derechas habían comenzado su declive y que las elecciones municipales daban prioridad a las izquierdas republicanas. De nuevo el pavimento político del país parecía estallar de bríos comunistas. Era notorio que lo que se pretendía consistía en dominar a los ayuntamientos para proclamar la dictadura soviética, es decir, vinculando la voluntad del pueblo a unas elecciones parecidas a las que ilegalmente habían caracterizado la llegada de la república.
El estado de terror que se vivía en España era insoportable. Especialmente después del último Consejo de Ministros, que tuvo lugar el 2 de abril del año 1935.
Al parecer, debido a la peligrosa inestabilidad que sufría España, Alcalá-Zamora aconsejó suspender las Cortes. Pero Azaña, de nuevo jefe de Gobierno, se opuso.
Según me contaron, los dos presidentes se enfrentaron duramente.
Era mayo. Un mayo extraviado en contradicciones, temores y en la convicción de que algo muy tenebroso podría llevar a España al peor de los destinos.
Todo era transitorio y precario. Todo se sumía en probables pesadillas que astutamente iban ganando terreno en la vida cotidiana.
Se dice ahora que la guerra que un año después estalló en España fue un levantamiento contra la república legalmente constituida. Pero no es cierto. El levantamiento militar no fue contra la república, sino contra lo que aquella república ilegal y sus dirigentes permitían y apoyaban. Entretanto mi hijo Juan a finales de aquel año contrajo matrimonio con su prima María de las Mercedes de Orleáns. Tampoco asistí a la ceremonia. Lo sentí por él. Pero el ánimo aniquilador que me envolvía desvanecía cualquier intento de enfrentarme de nuevo con mi marido.
En vano Jaime trataba de borrar las nubes borrascosas que constantemente se adentraban en mis desánimos. Todo pesaba, todo era noche. Nada, salvo las constantes atenciones de Jaime y de su mujer, podía minimizar aquel principio depresivo que convertía los días en desvaríos que atufaban a muerte y que siempre apuntaban hacia lo que más podía dolerme.
¿Por qué me sentía culpable? ¿Por qué, cuanto más pretendía estabilizar mi vida, más se iba desmoronando? Nada era ya lo mismo en el fluir de los días y de los años. Sin embargo, cuando en mis insomnios meditaba sobre los desfalcos de mi vida, tenía la impresión de que la culpa de todo lo que ocurría se debía a mis hipotéticos errores. El tiempo pasaba arrastrando lentamente sueños vencidos y esperanzas que día a día se iban desvaneciendo en miedos y en autorreproches. Los años transcurrían como transcurren los tornados: dejando tras ellos lastres de cosas muertas y troceadas. Ignoraba las causas concretas. Pero nunca podía dejar de imaginar que tantos descalabros sucedían por no haber sabido ser una reina tal como los españoles querían que fuera.
Mas mis temores se disipaban cuando recordaba que el amor que Alfonso sentía por Carmen continuaba latente en su propio descalabro como rey.
«Varias veces ha intentado que Carmen y los niños se trasladen a Francia. Pero ella se niega», me dijeron.
Me dolía que, siendo un hombre siempre asediado por «mujeres pasatiempos», Carmen Ruiz Moragas, tan madre de sus hijos como lo fui yo, se negara a volver a verlo. ¿Por qué?
Jaime siempre encontraba una respuesta a mis constantes incomprensiones: «Desengáñate, Ena. El ser humano es por naturaleza extremista: cuanto más amamos, más expuestos estamos a odiar». Pero ¿sentía Carmen verdadero odio por el padre de sus hijos? ¿En qué se basaba para despreciarlo?
«Las grandes pasiones siempre son las últimas», me dijo. Y, como viera mi extrañeza, añadió: «Las primeras mueren por inanición anímica, en ellas sólo predomina el sexo. En cambio, a medida que se envejece la solidez se reafirma». Y, ante mi asombro, añadió: «La verdadera juventud no consiste en tener la piel tersa. Consiste en que los sentimientos maduren».
Comprendo ahora qué duro debió de ser para Alfonso verse menospreciado por quien por primera vez en la vida le había abierto las puertas de un amor duradero.
Recuerdo que Jaime, siempre atento a mis consideraciones, aquella vez añadió: «Desengáñate, Ena, todos somos enemigos de nosotros mismos. También el masoquismo puede disfrazarse de amor».
Cuántas veces la voz de Jaime suena en mis oídos desde que la Guerra Civil partió en dos nuestra convivencia. También aquel año fatídico debió de ser para Alfonso muy doloroso: Carmen Ruiz Moragas murió un mes antes de que la Guerra Civil estallara en España.
Pero de hecho todo cuanto afectaba a los españoles era ya un aviso de muerte.
Corría mayo. Cuántas veces a lo largo de mi vida he llegado a creer que mayo es un mes peligroso. La naturaleza se desquicia, se vuelve belicosa, y los trastornos humanos se multiplican. Será, como dicen, el mes de las flores, pero también las flores pueden ser venenosas.
Nada en mayo es estable. Cualquier imprevisto convierte el clima en tormentas, pedruscos, lluvias o fragores de ardores inesperados.
Aunque con indudables síntomas de inestabilidad, aquel mayo auguraba algo muy grave. Algo que, si no se tomaban medidas drásticas, podía convertir al país en un barrizal fangoso.
Incluso el dirigente socialista Indalecio Prieto, siempre tan antidictatorial, el día primero de aquel mes hizo una clarísima condena del clima de violencia general que se vivía en España. Inesperadamente, se mostró partidario de formar un gobierno nacional moderado para zanjar tantas y tantas tropelías que se derramaban constantemente en la vida ciudadana.
Fue aquella proposición tan insólita lo que impulsó a José Antonio Primo de Rivera a proclamar que Prieto, al fin, se acercaba al falangismo que él lideraba.
También entonces, según me informaron, empezó a cocerse, en el anonimato, un alzamiento nacional para defender a España de tantos desastres internos.
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