Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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No obstante, en el editorial del mismo número se afirmaba que era preciso acatar a la república, puesto que era la forma de gobierno recién establecida en nuestro país.
Sólo el periódico ABC permaneció firme en sus lealtades a la monarquía. Al margen de sus convicciones, nunca desviadas, había sufrido un grave intento de incendio, por ser un periódico monárquico.
«Lo grave de España», me dijo Jaime, «es que no se admite la república como una institución normal y democrática, al contrario: "ser republicano" en nuestra nación siempre supone ser socialista, anarquista o comunista, lo cual bordea la dictadura de izquierdas».
Al parecer, de nada servía que el Estatuto jurídico del Gobierno hubiera hecho pública su decisión de respetar de manera plena la conciencia individual mediante la libertad de creencias y culturas, sin que el Estado pudiera en momento alguno pedir al ciudadano revelación de sus convicciones religiosas. La religión continuaba siendo un obstáculo grave para cualquier opción oficial.
También se decretó la concesión de amnistías por los delitos políticos, pero indistintamente se añadieron también los reclusos con delitos criminales.
El desajuste comenzó en Bilbao: los presos comunes fueron liberados por unas turbas revolucionarias que asaltaron las cárceles gritando: «Viva el comunismo» y «Vivan los sóviets».
Al parecer, aquel desafuero no sólo ocurrió en Bilbao, también sucedió en las cárceles de Madrid, Sevilla, Valencia y Barcelona.
Pero el Gobierno no reaccionaba. Jaime lo veía todo muy claro: «No se pretende implantar una república normal, Ena. Tal como están sucediendo las cosas, es evidente que el comunismo pretende instalarse en España para cercar a Europa: en el norte, Rusia, y en el sur, España, puede ser el perímetro que vaya invadiendo a todo el continente europeo poco a poco para encarcelarlo».
En cuanto a Cataluña, al parecer todo era similar a lo que ocurría en Madrid. Con el rehilete del independentismo, rechazaron al moderado Cambó para gritar por las calles: «Visca Maciá», «Morí Cambó». Porque al parecer el «Avi», como le llamaban, pensaba instalar bajo mano su república particular en Cataluña.
Las noticias que me daba Jaime eran espeluznantes. No podía imaginar que todo lo que me decía pudiera ser verídico. La indignación se sumaba a sus criterios: «Las repúblicas carecen de la fuerza monárquica», decía. «Por sólidas que parezcan, carecen de la fuerza que emana de la columna vertebral. Es precisamente esa columna lo que evita que el país se doblegue y se destruya».
Y añadía que los presidentes pueden ser apoyos de esa columna, pero nunca columnas vertebradas como lo son los reyes por derechos propios y dinásticos. Es decir, por herencias. ¿Quién se empeñaría en destruir un bien propio? Por eso sus responsabilidades por ser breves también serán siempre precarias, interesadas y también egoístas. «Cuando un país se desmanda y el caos se impone, sólo un rey puede mediar y reconstruir el orden que se precisa.»
Recuerdo que mientras me hablaba me parecía escuchar la voz de Primo repitiéndome aquella frase poco antes de que emprendiera el destierro: «La mayor parte de los españoles, Señora, son como niños: precisan siempre algo parecido a un torniquete para que España no se desangre y desnivele la balanza de su bienestar».
Al escucharle creí que se refería a la dictadura: «No, me refiero a la monarquía», continuó diciendo. «Los españoles somos bastante proclives al desequilibrio.» Y como me viera dubitativa, añadió: «Nos gusta estar arriba aunque corramos el riesgo de caer en lo más bajo. Los presidentes no son estables. No han nacido pegados a la patria. Los reyes sí. Los reyes tendrán sus defectos, pero aman a su tierra. No buscan prepotencias. Sólo aspiran a que su país no se malogre».
Al principio de aquel desbarajuste Azaña todavía no era presidente. Asumió el Ministerio de la Guerra. Al dimitir Alcalá-Zamora, se hizo cargo del Gobierno, y cuando Alcalá-Zamora fue nombrado presidente de la República, Azaña continuó en su puesto hasta finales del año 1933.
Fue un año prolífero en acontecimientos en nuestra familia.
Inesperadamente nuestro hijo primogénito nos anunció que tenía intención de casarse con una mujer joven que con él compartía reposo en el sanatorio donde vivía.
Comprendí entonces su alegría cuando yo iba a visitarlo. Indudablemente la mejoría que yo había atribuido a los cuidados médicos evidenciaba también el estado de felicidad que su novia le proporcionaba. Era cubana y por descontado ajena a cualquier nobleza europea.
Hacía muchos años que Cuba había dejado de pertenecer a España.
En cierto modo creo que mi marido, cuando su hijo le comunicó el deseo de casarse con Edelmira, vio el cielo abierto. Por eso permitió su boda con la condición de que renunciara al título de Príncipe de Asturias.
Mi hijo aceptó la propuesta. Diez días después se casaban en Lausana, primero por lo civil y luego por la Iglesia en el Sagrado Corazón de Ouchy.
Como Alfonso se negó a asistir a la boda, no vacilé en estar yo a su lado junto con mis hijas. Nuestra comunicación todavía era precaria; mi elección cuando salimos de España fue explosiva: dos años habían transcurrido desde aquel fatídico día. No quería verlo. Me negaba a compartir con él algo que pudiera obligarnos a recordar nuestro mutuo descalabro. Todo en aquel pasado era ya letra muerta, desvíos irrecuperables. Mi certidumbre sólo eran Jaime y Rosario. En ellos la palabra «paz» tenía un sentido. Por eso no deseaba volver a encontrarme con quien para mí suponía una continua guerra. Ya nada podía destruir las barreras que nos separaban. Era necesario olvidar y convertir en fábula lo que pudo ser historia.
Inútil resulta recuperar el sueño. En ocasiones el hecho de estar echados seguramente aumenta el morbo del recuerdo. Las evocaciones se vuelven tan vivas probablemente por la postura que adoptamos: el riego del cerebro es más fluido y la mente aviva el transcurrir del pasado.
A medida que el tiempo se difumina, surgen los relieves de los momentos cruciales que parecían dormidos. Recuerdo ahora hasta qué punto las noticias que nos llegaban de España eran dolorosas: las izquierdas desenfrenadas pretendían identificar sus desmanes con el deseo de los españoles. Azaña, desde el Gobierno, admitió una Constitución que, siendo laica, y por supuesto totalmente hostil a las creencias y sentimientos del pueblo, desvirtuaba la realidad. No fue una Constitución elaborada por consenso, sino por el rodillo aplastante de la izquierda; método que Azaña alabó y rubricó.
La boda de mi hijo Alfonso no fue un acto relevante. Al contrario, se celebró como de puntillas y en la más rigurosa intimidad.
En cierto modo, la negativa de Alfonso a formar parte de aquel acontecimiento era una manera de desligarse de lo que durante tantos años se había negado a realizar. El Príncipe de Asturias de ninguna forma podía haber servido a la corona si en el futuro la monarquía llegara a restaurarse. Débil, poco preparado y ansioso de vivir desinhibido de problemas políticos y aferrado a quien lo quisiera de verdad, mi hijo buscaba consuelo en alguien que pudiera hacerle un poco feliz.
Su amor por la cubana no era una entelequia. Estaba verdaderamente enamorado de ella. «Te lo aseguro, mamá. Al lado de Edelmira yo seré feliz.»
Al salir de la iglesia, mis hijas y yo lo acompañamos a la estación. Pensé que Alfonso había asumido totalmente los gastos de nuestro hijo; sin embargo, la realidad o quizá la falta de una madurez que mi hijo jamás pudo alcanzar convirtieron su viaje de novios en un verdadero descalabro.
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