Mercedes Salisachs - Goodbye, España

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Novela que retrata la vida de la reina Victoria Eugenia y aporta nuevos datos acerca de la vida de esta soberana, de la que se cumplen 40 años de su muerte.

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Mi familia es numerosa. Además he pernoctado cinco días en la vivienda de mi ahijada Cayetana.

Las atenciones de los Alba han sido muchas y muy gratificantes. Debo agradecer de algún modo sus muestras de cariño y amistad.

Cayetana viene a buscarme para acompañarme a la capilla. En ella se encuentran ya gran parte de los empleados del palacio, el doctor Nicod y la señora Rich. Las misas que se celebran ahora, aunque sustancialmente son idénticas a las de entonces, exteriormente son diferentes.

El sacerdote ya no se mantiene de espaldas, y las respuestas litúrgicas han dejado de ser propias del monaguillo: actualmente pertenecen a los fieles.

En vano he pretendido durante mi estancia en España recuperar la integridad de los tiempos que configuraban realidades durante nuestro reinado. Se acabaron las carrozas, los coches de caballos, los inmensos sombreros emplumados y floreados, las calles macadamizadas, las farolas de gas, los tranvías y tantas cosas que entonces nos parecían que jamás podían desaparecer.

Tras la misa, mis anfitriones me han conducido al comedor privado para desayunar.

Aunque con cierta nostalgia, no dejo de abandonar esta tierra con alegría. Las evocaciones que voy a llevarme conmigo están irisadas de cosas positivas.

De nuevo el doctor Nicod se empeña en revisar mi estado de salud. Le insisto en que me encuentro perfectamente. Pero en ocasiones el doctor Nicod es algo mandón.

Instalados ya en mi dormitorio, me toma el pulso, me obliga a que saque la lengua, me ausculta y me sube la manga para tomarme la presión.

– Todo está correcto. Sólo la tensión falla un poco. Las emociones no perdonan -me dice con aire tranquilizador-. Espero que su regreso a la Costa Azul le permita recuperarse de tantas agitaciones.

Enseguida me pregunta si he dormido bien.

– No. Pero he soñado -le respondo sonriente. Y como veo que el doctor me mira perplejo-: Mejor dicho, he vivido mi pasado.

– A veces recordar según qué pasado aumenta la tensión.

– Quizá.

Al marcharse he vuelto a echarme en la cama vestida. Le pido a Pepita Rich que entorne las contraventanas de los balcones.

– He dormido mal -le confío-. Cuando sea la hora de dirigirnos al aeropuerto, avísame, por favor.

De nuevo la semipenumbra. De nuevo el sonido amortiguado de una ciudad repleta de rastros perdidos y de nostalgias incapaces de ser recuperadas.

Vuelve Jaime.

Era él quien me informaba de lo que en la ciudad donde ahora me encuentro, y en todo el país, estaba sucediendo al instaurarse la república.

«Las noticias que me llegan son espeluznantes», solía decirme. «El desorden cívico prevalece por encima de cualquier intento de sofocarlo.»

Supe por él que se formó un gobierno provisional con Niceto Alcalá-Zamora como presidente y Maciá como presidente de la Generalidad de Cataluña.

«Pero me temo que esas presidencias no van a durar. Los comunistas, socialistas y anarquistas están imponiendo sus criterios. Todo dependerá del Gobierno que se instaure después de las elecciones.»

Por lo pronto, al mes de haberse proclamado la república comenzó la quema de los conventos. ¿Por qué? Las razones eran vagas. Se decía que el pueblo quería hacer desaparecer todo lo que la monarquía había custodiado.

El pueblo. ¿Qué pueblo? Era absurdo imaginar que el pueblo español fuera tan salvaje. De pronto las turbas, en la calle, incendiaban coches pertenecientes a los monárquicos, mientras otros grupos intentaban quemar el edificio del periódico ABC .

Además, tras una huelga general sin causa, comenzaron los incendios de las iglesias, no sólo en Madrid, sino en varios lugares de España.

«Lo peor es que el Gobierno se queda impasible», insistía Jaime. «En estos momentos se han devastado cuarenta y ocho edificios religiosos.»

No tardé en saber que infinidad de obras de arte, como la iglesia de Santiago en Málaga y el colegio de Santo Tomás de Villanueva, eran ya puras cenizas.

Al parecer se hablaba mucho de un magnífico escritor llamado Manuel Azaña, que había sido secretario del Ateneo y cuya cultura era muy respetable.

De secretario pasó a ser presidente de aquella institución. Su labor fue notable: pagó deudas, renovó la decoración y el mobiliario, modernizó criterios y dio al Ateneo una vida y una orientación más acorde con los tiempos. Pero, según decían, no valía para político.

Era dubitativo, poco social, algo tosco y escasamente dado a reaccionar cuando los hechos y situaciones exigían urgencia. Durante aquel lapso y en espera de un gobierno definitivo, Azaña asumió el Ministerio de la Guerra. No obstante, pese a su fama de misántropo y su reconocida apatía y desgana, su altura literaria y sus grandes dotes de orador lo llevaron al poder político.

A los seis meses fue nombrado presidente del Gobierno.

Por aquellas fechas y ya definitivamente instalados en Fontainebleau, los Lécera y yo hicimos varios viajes. Cambiar de ambiente era gratificante. Pero nos dolían las constantes noticias que de un modo oculto nos enviaban desde España.

El propio Alcalá-Zamora, propicio a instaurar una república civilizada y respetuosa, se vio desbordado por un fanatismo desmesurado contra todo lo que oliera a religión, a nobleza y a personas adineradas.

Los desmanes fueron en aumento con Azaña. Por las calles se escuchaban estribillos soeces cantados a viva voz. Las cárceles abrieron sus puertas no sólo a los presos políticos, sino a los mayores delincuentes. Pero Azaña no reaccionaba.

Tras el acuerdo de la cámara de separar la Iglesia del Estado, lo primero que se decretó fue la expulsión de los jesuitas.

El odio a la monarquía brotaba cada vez más brioso no sólo destruyendo y atacando todo lo que se consideraba religioso, sino derrumbando estatuas, signos reales y monárquicos, rompiendo vidrieras, saltando los rótulos de los proveedores de la Real Casa y citando a todos los nobles con el «ex» propio de lo que ya ha muerto.

Jaime, ante tanto desvarío, bromeaba: «Tú ya no eres reina: eres una ex reina, como yo soy un ex duque».

También el sentido patriótico era un legendario y decrépito sentimiento que debía apartarse de los buenos tiempos que la república propiciara: «No se dan cuenta de lo que se está cociendo en España. Fin de la paz. Dios quiera que el país no acabe hecho trizas».

Cuando le oía hablar de aquel modo, no podía evitar el gran dolor que Alfonso seguramente experimentaba. Comprendí en ese momento que España estaba perdiendo la brújula que hasta entonces había marcado los puntos cardinales de nuestro proseguir. Sin ella, aquella tierra podía convertirse en un desierto social y político donde los caminos eran torpes desvíos hacia los mayores desmanes.

Ya no se trataba de un cambio normal y corriente o de gobernantes dispuestos a mejorar el país. Lo que estaba ocurriendo era un desaforado modo de endilgarlo hacia un caos total.

Seguramente se pensó que el Gobierno recién instaurado, al ser provisional, carecía de las riendas que podían evitar las disparatadas formas de destruir las columnas más valiosas de España.

Pero incluso los periódicos se notaron aupados y fortalecidos con las declaraciones de un antiguo monárquico que jugaba a ser republicano, Miguel Maura, con frases tan poco sustanciales como las que exclamó cuando lo nombraron ministro: «El espectáculo que ofrece Madrid es algo prodigioso».

Semejantes declaraciones favorecieron que todos los periódicos de España se decantaran hacia las izquierdas. «En España no cabe un centro moderado, la palabra "república" podría convertirse en el detonante más grave de una dictadura revolucionaria», comentó Jaime.

Sólo el Debate se atrevió a dedicar un caluroso homenaje al rey. La apología terminaba con una frase elogiosa: «Un rey que sigue manteniendo las simpatías de la parte más numerosa de la nación». Añadía luego que Alfonso se había ido porque el Gobierno no había sabido defenderlo.

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