– An-dre-aaa, comunica a Horace Mann que las niñas no irán a clase el lunes porque estarán en París conmigo, y asegúrate de conseguir una lista con todas las tareas que tendrán que recuperar. Retrasa la cena de esta noche a las ocho y media y, si ponen alguna pega, cancélala. ¿Has encontrado ese libro que te pedí ayer? Necesito cuatro ejemplares, dos en francés y dos en inglés, antes de reunirme con ellos en el restaurante. Ah, y quiero una copia final del menú de la fiesta de mañana para meditar sobre los cambios que hice. Asegúrate de que no haya sushi, ¿me oyes?
– Sí, Miranda -contesté mientras lo anotaba todo tan deprisa como podía en la libreta Smythson que el departamento de complementos había añadido a mi colección de bolsos, zapatos, cinturones y joyas.
Estábamos en el coche, camino del desfile de Dior -mi primer desfile-, y Miranda escupía instrucciones sin tener en cuenta que yo había dormido menos de dos horas.
Uno de los conserjes de monsieur Renuad había llamado a mi puerta a las 6.45 a fin de asegurarse de que me vestía a tiempo para asistir al desfile con Miranda, que había decidido seis minutos antes que deseaba mi presencia. El joven tuvo el detalle de pasar por alto el hecho de que había dormido sobre la colcha de mi cama y no había apagado las luces. Disponía de veinticinco minutos para ducharme, consultar el cuaderno de dibujos, vestirme y maquillarme yo sola, pues la mujer encargada de acicalarme no tenía programado presentarse tan pronto.
Desperté con una ligera jaqueca producida por el champán, pero la verdadera punzada de dolor se produjo cuando recordé las llamadas de teléfono. ¡Lily! Debía hablar con Alex o mis padres para saber si había sucedido algo durante las dos últimas horas -caray, tenía la sensación de que había transcurrido una semana-, pero no tenía tiempo.
Cuando el ascensor llegó a la planta baja, había decidido que me quedaría dos días más, dos días atroces, para asistir a la fiesta, y luego regresaría a casa, junto a Lily. Quizá pidiera incluso unos días de permiso tras la vuelta de Emily para estar a su lado, ayudarla a recuperarse y hacer frente a las inevitables consecuencias del accidente. Mis padres y Alex se mantendrían al frente de la situación hasta que yo llegara. Lily no estaba sola, me dije. Y se trataba de mi vida. Mi carrera profesional, todo mi futuro, pendía de un hilo, y no creía que dos días significaran algo para alguien que seguía inconsciente. Sin embargo, para mí -y para Miranda- significaban mucho.
No sé cómo, pero había conseguido llegar al asiento trasero de la limusina antes que Miranda, y aunque esta tenía la mirada clavada en mis pantalones de cuero, todavía no había hecho ningún comentario sobre mi atuendo. Acababa de introducir mi libreta Smythson en el bolso Bottega Venetta cuando me sonó el móvil internacional. Caí en la cuenta de que nunca había sonado en presencia de Miranda e hice ademán de apagarlo, pero ella me ordenó que contestara.
– ¿Diga? -pregunté mientras miraba de reojo a Miranda, que hojeaba el horario del día para hacer ver que no escuchaba.
– Hola, cariño. -Papá-. Solo quería ponerte al día.
– Muy bien. -Procuré decir lo mínimo, pues me resultaba muy extraño hablar por teléfono en presencia de Miranda.
– El médico acaba de llamar para decirme que Lily está dando muestras de que podría salir del coma muy pronto. ¿No es estupendo? He pensado que te gustaría saberlo.
– Es estupendo.
– ¿Has decidido ya si vienes?
– No, todavía no. Miranda ofrece una fiesta mañana por la noche y necesitará mi ayuda, así que… Oye, papá, lo siento mucho, pero ahora no es un buen momento para hablar. ¿Puedo llamarte más tarde?
– Claro, cuando quieras. -Trató de adoptar un tono alegre, pero percibí la decepción en su voz.
– Gracias por llamar. Adiós.
– ¿Quién era? -preguntó Miranda sin levantar la vista del horario.
Había empezado a llover y el martilleo de las gotas contra la limusina casi ahogaba su voz.
– ¿Eh? Oh, mi padre, desde Estados Unidos.
¿Por qué había dicho eso? ¿Desde Estados Unidos?
– ¿Y qué es eso que quería que hicieras y que es incompatible con la preparación de la fiesta de mañana?
En dos segundos se me ocurrieron un millón de mentiras, pero no tenía tiempo de elaborar los detalles, sobre todo ahora que Miranda había concentrado toda su atención en mí. No me quedó más remedio que decir la verdad.
– Oh, nada. Una amiga mía ha tenido un accidente. Está en el hospital. De hecho, en coma. Mi padre ha llamado para contarme cómo está y preguntarme si pienso volver.
Miranda pareció reflexionar, asintió lentamente con la cabeza y luego cogió el ejemplar del International Herald Tribune que el chófer le había proporcionado.
– Ya.
Ni un «Lo siento» o «¿Cómo está tu amiga?», únicamente una fría sílaba y una mirada de sumo descontento.
– Pero no pienso volver a casa. Sé lo importante que es que esté presente en la fiesta de mañana y allí estaré. He pensado mucho en ello y quiero que sepas que cumpliré con las obligaciones que he contraído contigo y con mi trabajo.
Miranda guardó silencio. Luego esbozó una tenue sonrisa y dijo:
– An-dre-aaa, me complace mucho tu decisión. Es justamente lo que debes hacer y aprecio que lo hayas comprendido. An-dre-aaa, debo decir que desde el principio he tenido mis dudas sobre ti. Es evidente que no sabes nada sobre moda y, peor aún, que no parece importarte. No creas que no he advertido las variadas y elaboradas formas en que me transmites tu descontento cuando te pido que hagas algo que no quieres hacer. Tu competencia en el trabajo ha sido adecuada, pero tu actitud ha dejado mucho que desear.
– Oh, Miranda, deja que te…
– ¡Estoy hablando! Iba a decir que estaré mucho más dispuesta a ayudarte a llegar donde quieres ahora que me has demostrado tu entrega. Deberías estar orgullosa de ti misma, An-dre-aaa. -Justo cuando pensaba que iba a desmayarme por la duración, la profundidad y el contenido de su soliloquio, no sé si de alegría o de dolor, Miranda fue más allá. En un gesto totalmente impropio de ella, posó una mano sobre la mía y añadió-: Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad.
Antes de que pudiera pensar en una sola sílaba adecuada que pronunciar, el chófer se detuvo delante del Carrusel del Louvre y se apeó para abrir las portezuelas. Cogí mi bolso y el de Miranda y me pregunté si este era el momento más satisfactorio o más humillante de mi vida.
El recuerdo de mi primer desfile parisino es borroso. Nos hallábamos a oscuras, de eso sí me acuerdo, y la música estaba demasiado alta para tanta elegancia, pero lo único que puedo subrayar de aquellas dos extrañas horas era mi profundo malestar. Las botas Chanel que Jocelyn había seleccionado para hacer juego con el elástico y, por lo tanto, ceñidísimo jersey de cachemir Malo y la falda de gasa trataban a mis pies como si fueran documentos secretos en una trituradora de papel. La cabeza me dolía debido a la resaca y la angustia, y mi estómago protestaba con amenazadoras oleadas de náuseas. Me hallaba de pie, al fondo de la sala, en compañía de periodistas de tercera y otras personas sin categoría suficiente para merecer un asiento, con un ojo puesto en Miranda y el otro buscando los lugares menos humillantes donde vomitar si sentía la necesidad. «Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad. Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad. Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad.» Las palabras resonaban en mi cabeza al ritmo de un martilleo insistente.
Miranda consiguió no dirigirse a mí en toda una hora, pero después se puso las pilas. Aunque estaba en la misma sala que ella, me llamó al móvil para pedirme un Pellegrino. A partir de ese momento el teléfono sonó a intervalos de diez o doce minutos, y cada exigencia enviaba otra descarga de martillazos a mi cabeza. Riiing. «Llama al señor Tomlinson al teléfono de su avión.» (MUSYC no respondió las dieciséis veces que le llamé.) Riiing. «Recuerda a todos nuestros redactores de Runway en París que el hecho de que estén aquí no significa que puedan abandonar sus responsabilidades. ¡Lo quiero todo en el plazo previsto!» (Las dos redactoras de Runway que había encontrado en sus respectivos hoteles de París se habían echado a reír y me habían colgado.) Riiing. «Tráeme inmediatamente un emparedado de pavo americano, estoy harta de tanto jamón.» (Caminé más de tres kilómetros con las botas que me destrozaban los pies y el estómago revuelto, pero no encontré pavo por ningún lado. Estoy convencida de que Miranda lo sabía, pues jamás pedía emparedados de pavo en Estados Unidos a pesar de que los vendían en cada esquina.) Riiing. «Espero que los expedientes de los tres mejores cocineros que has encontrado hasta ahora estén en mi suite cuando regrese del desfile.» (Emily tosió, gimió y protestó, pero prometió que enviaría por fax toda la información que tuviera sobre los aspirantes para que yo la convirtiera en expedientes.) ¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing! «Me recuerdas a mí misma cuando tenía tu edad.»
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