Demasiado mareada y molida para prestar atención al desfile de anoréxicas, salí a fumarme un cigarrillo. Cómo no, el móvil volvió a sonar en cuanto encendí el mechero.
– ¡An-dre-aaa! ¡An-dre-aaa! ¿Dónde estás? ¿Dónde demonios estás en estos momentos?
Arrojé el cigarrillo sin encender y volví rápidamente a la sala. El estómago me ardía tanto que sabía que iba a vomitar. Solo tenía que encontrar el momento y el lugar.
– Estoy en el fondo de la sala, Miranda -respondí mientras me deslizaba por la puerta y apoyaba la espalda contra la pared-. Justo a la izquierda de la puerta. ¿Puedes verme?
La vi volver la cabeza de un lado a otro hasta que su mirada se clavó en la mía. Me disponía a colgar el teléfono cuando susurró desde el suyo:
– No te muevas, ¿me oyes? ¡No te muevas! Se supone que mi ayudante sabe que está aquí para ayudarme, no para corretear por ahí fuera cuando la necesito. ¡Es inaceptable, An-dre-aaa!
Cuando hubo llegado al fondo de la sala y se hubo colocado delante de mí, una mujer con un vestido plateado hasta los pies de vuelo ligero y cintura imperio se pavoneaba entre el reverente público, y el canto gregoriano había dado paso al heavy metal. La cabeza empezó a palpitarme al ritmo de la música. Miranda seguía susurrando cuando me alcanzó, pero por fin cerró el móvil. Yo hice otro tanto.
– An-dre-aaa, tenemos un grave problema. Mejor dicho, tú tienes un grave problema. Acabo de recibir una llamada del señor Tomlinson. Por lo visto Annabelle le ha hecho percatarse de que los pasaportes de las gemelas expiraron la semana pasada.
Me miró fijamente, pero yo solo podía concentrarme en no vomitar.
– ¿De veras? -fue cuanto alcancé a decir, si bien, claro está, no era la respuesta adecuada.
Miranda tensó la mano que sostenía el bolso y sus ojos empezaron a hincharse de furia.
– ¿De veras? -me imitó con un grito de hiena. La gente empezó a mirarnos-. ¿De veras? ¿Es todo lo que tienes que decir?
– No, claro que no, Miranda. No quería decir eso. ¿Puedo hacer algo para ayudar?
– ¿Puedo hacer algo para ayudar? -me imitó de nuevo, esta vez con voz de niña llorona. Si hubiera sido cualquier otra persona de la tierra, la habría abofeteado-. Por supuesto que sí, An-dre-aaa. Puesto que eres incapaz de estar al tanto de estas cosas, tendrás que buscar la forma de renovar los pasaportes a tiempo para el vuelo de esta noche. No permitiré que mis hijas se pierdan la fiesta de mañana, ¿me entiendes?
¿La entendía? Mmm. Buena pregunta. No acertaba a comprender por qué era culpa mía que sus dos hijas de ocho años tuvieran el pasaporte caducado cuando, en principio, tenían un padre, una madre, un padrastro y una niñera permanente para encargarse de asuntos como ese, pero sí comprendía que eso no importaba. Si Miranda pensaba que era culpa mía, lo era. Sabía que ella no me comprendería cuando le dijera que las niñas no iban a embarcar en el avión de esa noche. Prácticamente no había nada que yo no pudiera encontrar, arreglar u organizar, pero conseguir documentos federales desde otro país en menos de tres horas era imposible. Punto. Miranda había hecho, por primera vez en el año que llevaba trabajando para ella, una petición que yo no podía satisfacer por mucho que me ladrara o intimidara. «Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad.»
A la mierda. A la mierda París, los desfiles de moda y las maratones de «Estoy muy gorda». A la mierda toda la gente que creía que la conducta de Miranda estaba justificada porque sabía combinar un fotógrafo de talento con una ropa cara y obtener bonitos reportajes.
A la mierda Miranda por pensar que yo me parecía en algo a ella. Y, sobre todo, a la mierda Miranda por tener razón. ¿Qué demonios hacía allí, permitiendo que ese diablo insatisfecho me insultara y humillara? Tal vez fuera cierto, tal vez yo pudiera estar sentada en ese mismo desfile al cabo de treinta años acompañada de una ayudante que me detestara, rodeada de ejércitos de personas que fingían que yo les caía bien porque no les quedaba más remedio.
Abrí el móvil, marqué un número y observé cómo Miranda empalidecía por segundos.
– An-dre-aaa -susurró, demasiado fina para montar una escena-. ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Te digo que mis hijas necesitan un pasaporte de inmediato y tú decides que es un buen momento para charlar por teléfono? ¿Para eso crees que te he traído a París?
Mi madre descolgó el teléfono de su despacho al tercer timbre, pero ni siquiera le dije hola.
– Mamá, cogeré el próximo vuelo disponible. Te llamaré cuando llegue al aeropuerto JFK. Vuelvo a casa.
Cerré el móvil antes de que mi madre pudiera responder y miré a Miranda, que parecía sorprendida de verdad. Al percatarme de que la había dejado sin habla noté que una sonrisa se abría paso entre la jaqueca y las náuseas. Por desgracia, se recuperó pronto. Existía una ligera posibilidad de que no me despidiera si me apresuraba a disculparme y darle una explicación, pero fui incapaz de reunir un ápice de autodominio.
– An-dre-aaa, ¿eres consciente de lo que estás haciendo? Supongo que sabes que si te vas me veré obligada a…
– Vete a la mierda, Miranda. Vete a la mierda.
Presa del estupor, tragó aire mientras su mano volaba hasta su boca, y noté que no pocas ayudantes se habían dado la vuelta para averiguar el motivo del alboroto.
Nos señalaban y cuchicheaban, tan sorprendidas como Miranda de que una vulgar ayudante hubiera hablado así -y en un tono no muy bajo- a una de las grandes leyendas vivientes de la moda.
– ¡An-dre-aaa!
Miranda me agarró del brazo con su mano de fiera, pero me solté y esbocé una sonrisa de oreja a oreja. Me dije que había llegado el momento de dejar los susurros y compartir nuestro pequeño secreto con todo el mundo.
– No sabes cuánto lo siento, Miranda -dije con una voz que, por primera vez desde mi llegada a París, no temblaba descontroladamente-, pero me temo que no podré asistir a la fiesta de mañana. Lo entiendes, ¿verdad? Estoy segura de que será un éxito, así que diviértete. Eso es todo.
Y sin darle tiempo a responder, me colgué el bolso en el hombro, pasé por alto el dolor que me desgarraba los pies y salí a buscar un taxi. No recordaba haberme sentido tan bien en toda mi vida. Volvía a casa.
– ¡Jill, deja de llamar a gritos a tu hermana! -vociferó mi madre a su vez-. Creo que todavía duerme. -Acto seguido, una voz aún más fuerte llegó desde el pie de la escalera hasta mi habitación-. ¿Andy, estás dormida?
Abrí un ojo y miré el reloj. Las ocho y cuarto de la mañana. Dios mío, ¿a qué venía tanto escándalo?
Estuve unos minutos dando vueltas en la cama antes de reunir la energía suficiente para incorporarme, y cuando finalmente lo hice todo mi cuerpo suplicó un poco más de sueño, solo un poco más.
– Buenos días. -Lily sonrió a unos centímetros de mi cara cuando se volvió para mirarme-. Cómo madruga la gente por aquí.
Jill, Kyle y el bebé estaban en casa por Acción de Gracias, de modo que Lily había tenido que dejar el antiguo dormitorio de Jill y mudarse al plegatín de mi infancia, que actualmente estaba desplegado y casi al mismo nivel que mi cama de matrimonio.
– ¿De qué te quejas? Pareces encantada de estar despierta e ignoro por qué.
Lily estaba apoyada sobre un codo, leyendo un periódico y bebiendo una taza de café que levantaba constantemente del suelo.
– Llevo horas despierta oyendo el llanto de Isaac.
– ¿Ha estado llorando? ¿En serio?
– No puedo creer que no lo hayas oído. No ha parado desde las seis y media. Es una monada, Andy, pero eso de despertarse tan pronto tiene que terminar.
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