Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Milagro donde los haya, se echó a reír.

– ¿Qué le dijiste? No paraba de repetir que fuiste una grosera, pero no pude sacarle nada más.

– Oh, probablemente sea porque la mandé a la mierda.

– ¡No!

– Has llamado para despedirme. Te digo la verdad.

– Dios.

– Mentiría si te dijera que no ha sido el momento más satisfactorio de mi patética vida, aunque es cierto que acaba de despedirme la mujer más poderosa del mundo editorial. No solo no puedo pagar mi hinchada MasterCard, sino que las probabilidades de trabajar en otras revistas parecen muy escasas. Quizá debería intentar trabajar para uno de sus enemigos. Estarían encantados de contratarme, ¿no crees?

– Desde luego. Envía tu curriculum a Anna Wintour. Nunca se han llevado demasiado bien.

– Mmm, lo pensaré. Oye, Em, nada de rencores, ¿de acuerdo?

Ambas sabíamos que no teníamos absolutamente nada en común salvo Miranda Priestly pero, siempre que nos lleváramos bien, estaba dispuesta a seguirle la corriente.

– Claro -mintió ella, sabedora de que yo acababa de entrar en la estratosfera superior de los parias sociales.

Las probabilidades de que en adelante Emily admitiera ante alguien que me conocía eran nulas, pero no me importaba. Quizá al cabo de diez años, cuando ella estuviera sentada en la primera fila del desfile de Marc Jacobs y yo siguiera comprando en Filene y cenando de Benihana, nos reiríamos de todo lo ocurrido. No, probablemente no.

– Me encantaría seguir hablando, pero ahora mismo estoy hecha un lío. No sé muy bien qué hacer. Tengo que encontrar la forma de regresar a casa cuanto antes. ¿Crees que puedo utilizar mi billete de vuelta? Miranda no puede despedirme y dejarme colgada en un país extranjero, ¿verdad?

– Es evidente que tiene razones para hacerlo, Andrea -afirmó. ¡Ajá, un último golpe! Me alegraba saber que en realidad todo seguía igual-. Después de todo, has sido tú quien ha dejado el trabajo, quien la ha obligado a que te despida. Pero no creo que Miranda sea una persona vengativa. Carga a la tarjeta el precio del cambio de vuelo y ya encontraré la forma de justificarlo.

– Gracias, Em, te lo agradezco de veras.

– Buena suerte, Andrea.

– Gracias. Y buena suerte a ti también. Algún día serás una fantástica redactora de moda.

– ¿De veras lo crees? -preguntó ilusionada.

Ignoro por qué la opinión de la mayor perdedora del mundo de la moda era para ella tan importante, pero parecía muy, muy complacida.

– Claro. No me cabe la menor duda.

Christian llamó en cuanto hube colgado. Se había enterado de lo ocurrido. Increíble. No obstante, el placer que experimentó al oír los sórdidos detalles, sumado a las promesas e invitaciones que me hizo, volvió a producirme náuseas. Le dije con toda la tranquilidad que pude reunir que en ese momento tenía muchas cosas en que pensar, que no me llamara, que ya me pondría en contacto con él cuando me apeteciera, si es que me apetecía.

Como en el hotel aún no sabían que me habían echado del trabajo, monsieur Renuad y el resto del personal se desvivieron conmigo cuando les comuniqué que un problema familiar me obligaba a regresar de inmediato a Nueva York. Solo hizo falta media hora para que un pequeño ejercito de empleados me reservara una plaza en el siguiente vuelo a Nueva York, me hiciera las maletas y me subiera a una limusina con el bar hasta los topes rumbo a Charles de Gaulle. El conductor era muy charlatán, pero apenas le presté atención; quería disfrutar de mis últimos momentos como la ayudante peor-pagada-pero-más-contenta del mundo libre. Me serví una última copa de champán muy seco y bebí un largo trago. Había tardado doce meses y medio, 44 semanas y unas 3.080 horas de trabajo en comprender -de una vez para siempre- que convertirme en el reflejo de Miranda Priestly no me parecía una buena idea.

En lugar de un chófer uniformado sosteniendo un letrero, al salir de la aduana encontré a mis padres, que se alegraron mucho de verme. Nos abrazamos y, una vez superado el estupor que les produjo mi indumentaria (vaqueros D &G apretados y muy gastados con sandalias de tacón de aguja y una blusa totalmente transparente, atuendo que correspondía a la categoría miscelánea, subcategoría hasta y desde el aeropuerto, y era, de lejos, el atuendo más adecuado para el avión que me habían proporcionado), me dieron una buenísima noticia: Lily ya estaba despierta y consciente. Fuimos directos al hospital, donde la propia Lily hizo comentarios sobre mi vestimenta en cuanto me vio entrar.

Como es lógico, debía hacer frente al problema legal. Después de todo, había conducido por encima del límite de velocidad en dirección contraria bajo los efectos del alcohol. No obstante, como nadie más había sufrido heridas de consideración, el juez se había mostrado sumamente clemente y, aunque siempre quedaría reflejado en su permiso de conducir, solo la habían condenado a recibir asesoramiento antialcohólico y a lo que parecían tres décadas de servicio comunitario. No habíamos hablado mucho del tema -todavía no le hacía gracia admitir que tenía un problema-, pero la había acompañado en coche al East Village para su primera sesión de terapia en grupo, y al salir reconoció que no había sido «excesivamente sensiblera». Un «auténtico palo», fue como la describió, pero cuando enarqué las cejas y la obsequié con una mirada especialmente feroz -a lo Emily-, comentó que había algunos tíos monos y que no le haría ningún mal salir con alguien sobrio por una vez en su vida. Mis padres la habían convencido de que se sincerara con el rector de Columbia, gesto que le pareció aterrador pero que al final resultó muy acertado. El hombre no solo le permitió retirarse a medio semestre sin suspenderla, sino que dio su aprobación para que la oficina de becas trasladara la solicitud de ese trimestre al siguiente.

La vida de Lily y nuestra amistad se hallaban de nuevo en el buen camino, mas no podía decir lo mismo con respecto a Alex. Cuando llegué al hospital, lo encontré sentado junto al lecho de Lily, y nada más verlo deseé que mis padres no hubieran tenido la delicadeza de esperar en la cafetería. Nos saludamos con tirantez y hablamos mucho de Lily, pero media hora más tarde, cuando se puso la chaqueta y se despidió agitando una mano, todavía no habíamos intercambiado una sola palabra sobre nosotros. Le llamé cuando llegué a casa, pero conectó el buzón de voz. Probé unas cuantas veces más y colgué. Hice un último intento antes de acostarme. Esta vez Alex contestó, pero parecía receloso.

– ¡Hola! -saludé con un tono adorable.

– Hola.

Era evidente que Alex no estaba para historias.

– Oye, sé que Lily también es tu amiga y que habrías hecho eso por cualquier persona, pero no imaginas lo agradecida que te estoy por todo lo que has hecho, por dar conmigo, ayudar a mis padres y pasarte tantas horas en el hospital. Lo digo en serio.

– Cualquier persona haría eso por un ser querido que está sufriendo. No tiene importancia.

Con eso estaba insinuando, naturalmente, que cualquier persona haría eso salvo alguien que solo sabe mirarse el ombligo, como yo.

– Alex, por favor, ¿no podríamos hablar…?

– No. No podemos hablar de nada ahora mismo. Me he pasado un año entero esperando poder hablar contigo, a veces hasta te lo supliqué, pero no parecías muy interesada. A lo largo de estos meses he perdido a la Andy de la que me había enamorado. No sé muy bien cómo ocurrió ni cuándo, pero está claro que no eres la misma persona que antes de encontrar ese trabajo. Mi Andy jamás habría considerado la posibilidad de elegir un desfile de moda, una fiesta o lo que fuera en lugar de estar al lado de una amiga que la necesitaba, que la necesitaba de verdad. Me alegro de que hayas venido y sabes que era lo que debías hacer, pero necesito tiempo para averiguar qué pasa conmigo, contigo, con nosotros. Esto no es nada nuevo, Andy, al menos para mí. Hace mucho tiempo que está ocurriendo, pero has estado demasiado ocupada para darte cuenta.

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