Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Miranda subió a la limusina cinco minutos más tarde y hasta parecía contenta. Me pregunté si estaba algo achispada, pero enseguida descarté esa posibilidad: lo máximo que le había visto beber era un sorbo de esto o aquello, y solo porque la situación lo exigía. Ella prefería Perrier o Pellegrino al champán y desde luego un batido o un café con leche a un Cosmo, de modo que las probabilidades de que estuviera borracha eran nulas.

Después de interrogarme sobre el horario del día siguiente durante los primeros cinco minutos de trayecto (por fortuna yo había guardado una copia en el bolso), se volvió y me miró por primera vez en toda la noche.

– Emily, esto… An-dre-aaa, ¿cuánto tiempo llevas trabajando para mí?

Lo dijo así, sin más, y mi mente no fue lo bastante rápida para dilucidar el motivo de tan inesperada pregunta. Se me hacía raro ser el objeto de una pregunta de Miranda que no tuviera como propósito averiguar por qué era tan idiota por no encontrar, recoger o enviar algo con la suficiente diligencia. Jamás me había preguntado nada sobre mi vida. A menos que Miranda recordara los detalles de nuestra entrevista de trabajo -algo improbable teniendo en cuenta que me había mirado con pasmo la primera vez que me vio en la oficina-, ignoraba en qué college había estudiado, dónde vivía -si es que vivía- en Manhattan y qué hacía -si es que hacía algo- durante las pocas horas del día que no estaba dando vueltas alrededor de ella. Aunque la pregunta también incluía a Miranda, intuía que quizá, solo quizá, la conversación podría versar sobre mí.

– El mes que viene hará un año, Miranda.

– ¿Y crees que has aprendido cosas que podrían ayudarte en el futuro?

Me miró atentamente y suprimí la tentación de bombardearla con todas las cosas que había «aprendido»: cómo encontrar una tienda en una ciudad o la crítica de un restaurante en una docena de periódicos sin apenas pistas sobre su origen; cómo complacer a chicas apenas adolescentes que ya habían tenido más experiencias en la vida que mis padres juntos; cómo rogar, gritar, persuadir, presionar, seducir o engatusar a la gente, desde el inmigrante repartidor de comida hasta el director de una editorial de renombre, para conseguir lo que necesitaba cuando lo necesitaba y, naturalmente, cómo superar casi cualquier reto en menos de una hora porque las expresiones «no sé cómo» y «no es posible» no eran opciones. Había sido un año muy enriquecedor.

– Oh, por supuesto -farfullé-. He aprendido más en un año trabajando para ti de lo que habría aprendido en cualquier otro empleo. Ha sido fascinante ver cómo funciona una revista importante, la más importante, su proceso de producción y el cometido de cada departamento. Y, naturalmente, he tenido la oportunidad de ver cómo lo diriges todo y las decisiones que tomas. Ha sido un año asombroso. Te estoy muy agradecida, Miranda.

Agradecida también de que, desde hacía varios meses, me dolieran dos muelas pero no tuviera tiempo para ir al dentista. Mis profundos conocimientos sobre el arte de Jimmy Choo merecían tanto dolor.

¿Podía sonar eso creíble? La miré de reojo y vi que asentía gravemente con la cabeza.

– El caso, An-dre-aaa, es que si después de un año mis chicas han hecho bien su trabajo las considero listas para un ascenso.

El corazón me dio un vuelco. ¿Estaba ocurriendo al fin? ¿Iba a decirme ahora que se había adelantado y me había asegurado un puesto en el New Yorker? Qué importaba que ella no supiera que yo mataría por trabajar allí, tal vez lo había supuesto porque se preocupaba por mí.

– Tengo mis dudas sobre ti, como es lógico. No creas que no he notado tu falta de entusiasmo o esos suspiros y muecas que haces cuando te ordeno algo que no te apetece hacer. Solo espero que sea un síntoma de tu inmadurez, puesto que pareces bastante competente en otras áreas. ¿Qué te interesa hacer exactamente?

¡Bastante competente! Me sentía como si hubiera declarado que yo era la mujer más inteligente, sofisticada, encantadora y capaz que había conocido en su vida. ¡Miranda Priestly acababa de decirme que era bastante competente!

– Bueno, no es que no me guste la moda, porque claro que me gusta. ¿A quién no? -me apresuré a decir evaluando detenidamente la expresión de su cara, que, como siempre, permanecía impasible-. Pero siempre he soñado con ser escritora y esperaba poder explorar ese campo.

Cruzó las manos sobre el regazo y miró por la ventanilla. Era evidente que esa conversación de cuarenta y cinco segundos empezaba a aburrirla, de modo que tenía que actuar con rapidez.

– No tengo la menor idea de si sabes escribir, pero no me opongo a que escribas algunos artículos cortos para la revista a fin de descubrirlo. Quizá una crítica de teatro o una pequeña crónica en la sección de sociedad, siempre y cuando no interfiera en tus responsabilidades y lo hagas únicamente en tu tiempo libre, claro.

– Claro, claro. Eso sería maravilloso. -Estábamos hablando, comunicándonos, y aún no habíamos mencionado las palabras «desayuno» ni «tintorería». La cosa iba demasiado bien para no sacarle partido, así que dije-: Mi sueño es trabajar algún día en el New Yorker.

Eso pareció llamarle la atención y volvió a mirarme con detenimiento.

– ¿Cómo es posible que quieras eso? Es un mundo sin glamour donde solo hay chiflados.

Ignoraba si la pregunta requería una respuesta, así que fui a lo seguro y mantuve la boca cerrada.

Me quedaban como mucho veinte segundos, en primer lugar porque nos acercábamos al hotel, y en segundo lugar porque el interés de Miranda por mí empezaba a desvanecerse. Estaba consultando las llamadas hechas a su móvil, a pesar de lo cual comentó de forma despreocupada:

– Mmm, el New Yorker. Conde Nast. -Yo asentía enérgicamente, pero ella no me miraba-. Como es lógico, conozco a mucha gente allí. Según cómo transcurra el resto del viaje, podría hacerles una llamada cuando volvamos.

El coche se detuvo en la entrada y monsieur Renuad, que parecía agotado, se adelantó al portero que se había inclinado abrir la portezuela.

– ¡Damas, espero que hayan tenido una velada agradable! -trinó esforzándose por sonreír pese al cansancio.

– Necesitaremos el coche mañana a las nueve para ir al desfile de Christian Dior. Tengo una reunión con desayuno a las ocho y media. Asegúrese de que no me molesten hasta entonces -ladró Miranda.

La humanidad que había mostrado en el coche se evaporó como el agua en una acera caliente. Antes de que pudiera pensar en la forma de terminar la conversación o, al menos, agradecerle un poco más el haberla tenido siquiera, Miranda caminó hasta los ascensores y desapareció en uno de ellos. Dirigí una mirada de solidaridad a monsieur Renuad y entré en otro.

Los bombones dispuestos elegantemente en una bandeja de plata sobre mi mesita de noche fueron la guinda de una velada perfecta. En una noche inesperada me había sentido como una modelo, había estado acompañada de uno de los tíos más impresionantes que había visto en persona, y Miranda Priestly me había dicho que era bastante competente. Parecía que todo empezaba a cuajar, que el año de sacrificio mostraba los primeros signos de haber merecido la pena. Me derrumbé sobre la colcha, todavía vestida, y contemplé el techo, incapaz de creer que había dicho a Miranda Priestly que quería trabajar en el New Yorker y que ella no había prorrumpido en carcajadas. O gritado. O alucinado. Ni siquiera se había burlado ni me había dicho que estaba loca por no querer un ascenso dentro de Runway. Era como si -y tal vez no sean más que meras suposiciones, pero no lo creo- me hubiera escuchado y comprendido. Comprendido y aceptado. Era tan sorprendente que me costaba entenderlo.

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