– Bromeas. Dime que estás bromeando, por favor.
– No. ¿No te parece gracioso? En vista de que nunca consigo cazarte, pensé que este método funcionaría. Mi madrastra y Miranda eran amigas cuando tu jefa trabajaba para el Runway francés. Es fotógrafa y siempre hace reportajes para ellos. Por lo tanto, solo tuve que pedirle que dijera a Miranda que a su solitario hijo le gustaría un poco de compañía en forma de una ayudante atractiva. Me ha salido redondo. Vamos a pedirte una copa.
Me puso una mano en la cintura y me condujo hasta una enorme barra de caoba que había en el salón, atendida por tres camareros uniformados que distribuían martinis, whiskies y elegantes copas de champán.
– A ver si lo he entendido bien: ¿no tengo que cuidar de nadie esta noche? ¿No tienes un hermano pequeño ni nada que se le parezca?
No me cabía en la cabeza que hubiese acudido a una fiesta con Miranda Priestly y no tuviera otra responsabilidad en toda la noche que entretenerme con un Escritor Inteligente y Guapísimo. Tal vez me hubieran invitado porque querían que distrajera a los presentes bailando o cantando, o porque les faltaban camareras y pensaron que yo era una buena solución de última hora. O tal vez acabaría en el guardarropía, sustituyendo a la chica que lo atendía con cara de cansancio y aburrimiento. Mi mente se negaba a tragarse la historia de Christian.
– Yo no he dicho que no tengas que cuidar de nadie en toda la noche, porque presiento que voy a necesitar muchos cuidados. De todos modos, creo que esta noche te lo pasarás mejor de lo que habías previsto. Espera aquí.
Me besó en la mejilla y desapareció entre la multitud de mujeres y hombres distinguidos, de entre cuarenta y cincuenta y cinco años; parecía una mezcla de banqueros y gente del mundo editorial con algunos diseñadores, fotógrafos y modelos añadidos para dar el equilibrio justo. Al fondo había un elegante patio de piedra, iluminado con velas blancas, donde un violinista tocaba música suave. Me asomé y enseguida reconocí a Anna Wintour, que estaba absolutamente radiante con un vestido de seda de color crema y unas sandalias Manolo de cuentas. Charlaba animadamente con un hombre que supuse era su novio, aunque las enormes gafas de sol Chanel de Anna me impedían adivinar si estaba contenta, aburrida o triste. A la prensa le encantaba comparar los comportamientos y actitudes de Anna y Miranda, pero a mí me era imposible creer que pudiera haber alguien tan insoportable como mi jefa.
Detrás de ella había un grupo de mujeres que supuse eran redactoras de Vogue, las cuales la miraban con cautela y cansancio, como nuestras ayudantes de moda miraban a Miranda, y al lado había una chillona Donatella Versace. Llevaba tanto maquillaje en la cara y la ropa tan sorprendentemente ceñida que parecía una caricatura de sí misma. Como la primera vez que visité Suiza y no pude evitar pensar lo mucho que se parecía a la maqueta de EPCOT, Donatella se parecía más al personaje que la imita en Saturday nightlive que a ella misma.
Bebí champán (¡y pensaba que no iba a probarlo!) y charlé con un italiano -el primer italiano feo que veía en mi vida- que me habló en prosa florida sobre lo mucho que apreciaba el cuerpo femenino, hasta que Christian reapareció.
– Oye, ven un momento conmigo -dijo, y de nuevo me condujo entre los invitados con suma habilidad.
Vestía su uniforme: unos Diesel perfectamente gastados, camiseta blanca, chaqueta informal oscura y mocasines Gucci.
– ¿Adonde vamos? -pregunté manteniendo la mirada apartada de Miranda, quien, por mucho que dijera Christian, probablemente todavía esperaba que estuviera desterrada en un rincón, enviando faxes o poniendo al día el horario.
– En primer lugar, vamos a pedirte otra copa y puede que otra para mí. Luego te enseñaré a bailar.
– ¿Qué te hace pensar que no sé? De hecho soy una bailarina muy dotada.
Me tendió una copa de champán que me pareció caída del cielo y me llevó hasta el salón de sus padres, decorado en preciosos tonos castaños. Una orquesta de seis músicos tocaba música hip y las dos docenas de invitados menores de treinta y cinco años se habían congregado allí. De pronto, la banda empezó a tocar «Let's get it on», de Marvin Gaye, y Christian me atrajo hacia sí. Olía a colonia masculina pija, algo de la vieja escuela como Polo Sport. Sus caderas se movían con naturalidad al son de la música. Nos deslizábamos por la pista de baile mientras él me cantaba al oído. El resto de la sala se tornó borrosa, apenas era consciente de la presencia de otros bailarines y alguien estaba proponiendo un brindis por algo, pero en ese momento lo único nítido era Christian. En algún lugar remoto de mi mente algo me recordaba con insistencia que ese cuerpo pegado a mí no era el de Alex, pero no me importaba. Ahora no, esta noche no.
Era más de la una cuando recordé que había ido allí con Miranda. Hacía horas que no la veía y tuve el convencimiento de que se había olvidado de mí y había regresado al hotel. Sin embargo, cuando finalmente me arranqué del sofá del estudio, la vi hablar animadamente con Karl Lagerfeld y Gwyneth Paltrow, los tres aparentemente ajenos al hecho de que en pocas horas tendrían que asistir al desfile de Christian Dior. Dudaba entre acercarme o no cuando ella me vio.
– ¡An-dre-aaa, ven aquí! -indicó con una voz casi alegre por encima del bullicio de la fiesta, que se había animado considerablemente en las últimas horas.
Alguien había atenuado la iluminación y era obvio que los sonrientes camareros habían cuidado bien de los invitados. En mi estado de aturdimiento producido por el champán, la irritante pronunciación de mi nombre ni siquiera me molestó. Aunque pensaba que la noche no podía ser mejor, era evidente que me había llamado para presentarme a sus célebres amigos.
– ¿Sí, Miranda? -triné con mi tono más zalamero de gracias-por-haberme-traído-a-esta-fabulosa-fiesta.
No se dignó mirarme.
– Pídeme un Pellegrino y ve a ver si el chófer está fuera. Estoy lista para irme.
Dos mujeres y un hombre que había al lado rieron con disimulo, y noté que me ruborizaba.
– Muy bien. Volveré enseguida.
Pedí el agua, que Miranda aceptó sin un gracias, y me abrí paso entre la gente hasta el coche. Pensé en buscar a los padres de Christian para darles las gracias, pero descarté la idea y fui directa a la puerta, donde encontré a Christian apoyado contra el marco, con cara de satisfacción.
– Y bien, mi pequeña Andy, ¿te lo he hecho pasar bien esta noche? -preguntó arrastrando ligeramente las palabras, y me pareció increíblemente adorable.
– No ha estado mal.
– ¿No ha estado mal? Yo diría que te habría gustado que te llevara a la habitación de arriba, ¿no? Todo a su debido tiempo, amiga mía, todo a su debido tiempo.
Le golpeé juguetonamente el brazo.
– No estés tan seguro, Christian. Da las gracias a tus padres de mi parte. -Y por una vez me adelanté y le besé en la mejilla-. Buenas noches.
– ¡Una provocadora! -exclamó, arrastrando las palabras un poco más-. Eres una pequeña provocadora. Seguro que a tu novio le encanta, ¿verdad?
Sonrió, y no de forma cruel. Para él todo eso formaba parte del juego de la seducción, pero la referencia a Alex me serenó un instante, el tiempo suficiente para caer en la cuenta de que esa noche me había divertido como no lo hacía en muchos años. El champán, el baile, sus manos sobre mi espalda cuando me apretaba contra su cuerpo me habían hecho sentir más viva que todos los meses que llevaba trabajando en Runway, meses llenos únicamente de frustración, humillación y un cansancio paralizador. Tal vez por eso lo hacía Lily, pensé. Los tíos, las fiestas, el puro gozo de sentirse joven y viva. Estaba impaciente por llamarla y contárselo.
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