El salón era una estancia para reuniones típica de hotel a la que habían añadido dos docenas de mesas redondas y un estrado con un podio. Me quedé en la pared del fondo con otros empleados mientras el presidente del consejo mostraba un vídeo increíblemente soso y aburrido sobre cómo afectaba la moda a nuestras vidas. Algunos asistentes acapararon el micrófono durante media hora, y acto seguido, antes de la entrega de los premios, un ejército de camareros empezó a servir ensaladas y llenar copas de vino. Miré con cautela a Miranda, que parecía muy harta e irritada, y me encogí detrás del arbolito contra el que estaba apoyada para evitar dormirme. Ignoro cuánto tiempo permanecí con los ojos cerrados, pero justo cuando perdía el control de los músculos del cuello y la cabeza empezaba a caerme, oí su voz.
– ¡An-dre-aaa, no tengo tiempo para estas tonterías! -surruró lo bastante alto para que unas cuantas ayudantes de moda de una mesa cercana levantaran la vista-. No se me dijo que iba a recibir un premio y no tengo ánimo para eso. Me voy.
Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta. Fui tras ella reprimiendo el deseo de agarrarla del hombro.
– ¡Miranda! ¡Miranda! ¿Quién quieres que acepte el premio en nombre de Runway?-murmuré.
Se volvió y me miró directamente a los ojos.
– ¿Crees que me importa? Sube y recógelo tú misma. -Y sin darme tiempo a responder, se fue.
Dios, no podía ser verdad. Seguro que de un momento a otro me despertaría en mi cama y descubriría que todo ese día -caray, todo ese año- había sido una pesadilla especialmente espantosa. Esa mujer no esperaba que yo, la segunda ayudante, subiera al estrado y aceptara en nombre de Runway el premio a reportajes. ¿O sí? Miré frenéticamente alrededor para ver si había alguien más de Runway, pero no hubo suerte. Me derrumbé en mi asiento y traté de decidir si debía pedir consejo a Emily o Briget, o si simplemente debía marcharme yo también, dado que a Miranda le traía sin cuidado recibir el galardón. Mi móvil acababa de conectar con la oficina de Briget (confiaba en que llegara a tiempo para que recogiera ella el maldito premio) cuando oí las palabras «… expresar nuestro más profundo reconocimiento a Runway de Estados Unidos por sus reportajes de moda precisos, entretenidos y siempre informativos. Por favor, den la bienvenida a su directora, célebre en todo el mundo e icono de la moda, señora Miranda Priestly».
La sala estalló en aplausos justo en el momento en que noté que el corazón dejaba de latirme.
No tenía tiempo de pensar, de maldecir a Briget por dejar que estuviera ocurriendo todo eso, de maldecir a Miranda por marcharse y llevarse el discurso consigo, de maldecirme a mí misma por haber aceptado ese odioso empleo. Mis piernas avanzaron solas, derecha-izquierda, derecha-izquierda, y subieron los tres peldaños del estrado sin incidentes. Si no hubiera estado tan desconcertada, quizá habría notado que los aplausos habían dado paso a un silencio sepulcral mientras la gente trataba de dilucidar quién era yo. Pero no lo noté. Una fuerza superior me impulsó a sonreír, alargar los brazos para aceptar la placa de las manos del severo presidente y colocarla con calma sobre el podio. Cuando levanté la cabeza y vi cientos de ojos clavados en mí -intrigados, penetrantes, desconcertados-, tuve la certeza de que iba a dejar de respirar y morir ahí mismo.
Supongo que permanecí así no más de diez o quince segundos, pero el silencio era tan abrumador que me pregunté si, de hecho, ya estaba muerta. Nadie pronunció una palabra. No se oía ni un cubierto rozando un plato, ni el tintineo de una copa. Nadie preguntó en un susurro a su vecino quién era la persona que ocupaba el lugar de Miranda Priestly. Solo me observaban, un segundo tras otro, hasta que no me quedó más remedio que hablar. No recordaba una sola palabra del discurso que Briget me había dictado, así que debía arreglármelas sola.
– Hola -comencé, y la voz me resonó en los oídos. No sabía si era el micrófono o el ruido de mi sangre palpitando en mi cabeza, pero poco importaba. De lo único que estaba segura era de que temblaba… descontroladamente-. Me llamo Andrea Sachs y soy la… y trabajo para Runway. Por desgracia, Miranda… la señora Priestly ha tenido que salir un momento, pero me gustaría aceptar este premio en su nombre y, naturalmente, en nombre de todo el equipo de Runway. Gracias… -me interrumpí, pues no recordaba el nombre del consejo ni de su presidente- por este… este maravilloso honor. Sé que hablo por todos cuando digo que nos sentimos muy honrados.
¡Idiota! Estaba tartamudeando, mascullando, temblando, y ahora estaba lo bastante alerta para notar que la gente había empezado a reírse por lo bajo. Sin pronunciar otra palabra bajé del estrado de la forma más digna que pude y no fue hasta que alcancé la puerta del fondo cuando advertí que me había olvidado la placa. Una empleada me siguió hasta el vestíbulo, donde me había desplomado atacada de agotamiento y humillación, y me la entregó. Esperé a que se marchara y pedí a un portero que la tirara. Se encogió de hombros y la guardó en su bolsa.
¡La muy hija de puta!, pensé, demasiado enfadada y cansada para concebir un nombre más original o un método para terminar con su vida. El móvil sonó y, sabiendo que era ella, ahogué el sonido y pedí un gin-tonic a una recepcionista.
– Por favor, por favor, haga que alguien me lo traiga.
La mujer me miró y asintió con la cabeza. Apuré la copa en dos tragos y subí para ver qué quería Miranda. Apenas eran las dos de la tarde de mi primer día en París y ya quería morirme, solo que la muerte no era una opción.
– Habitación de Miranda Priestly -contesté desde mi nuevo despacho parisino.
Las gloriosas cuatro horas que debían conformar una noche entera de sueño habían quedado bruscamente interrumpidas por una llamada frenética de una ayudante de Karl Lagerfeld a las seis de la madrugada, momento en que descubrí que todas las llamadas de Miranda estaban siendo desviadas a mi habitación. Era como si toda la ciudad y alrededores supieran que Miranda se alojaba en ese hotel durante los desfiles, de modo que mi teléfono había sonado incesantemente desde el momento en que entré en él, por no mencionar las dos docenas de mensajes que me esperaban en el buzón de voz.
– Hola, soy yo. ¿Cómo está Miranda? ¿Va todo bien? ¿Ha ocurrido algo? ¿Dónde está y por qué no estás con ella?
– ¡Hola, Em! Gracias por tu interés. ¿Cómo te encuentras?
– ¿Qué? Oh, estoy bien. Un poco débil, pero voy mejorando. ¿Cómo está ella?
– Bueno, yo también estoy bien, gracias por preguntar. Sí, fue un vuelo largo y no he dormido más de veinte minutos seguidos porque el teléfono no ha parado de sonar y estoy segura de que nunca dejará de hacerlo. Ah, y pronuncié un discurso improvisado, después de haberlo escrito improvisadamente, ante un grupo de gente que deseaba la compañía de Miranda pero que, por lo visto, no era lo bastante interesante para merecerla. En realidad hice un ridículo espantoso y casi me dio un infarto pero, aparte de eso, todo bien.
– ¡Andrea, por favor! He estado muy preocupada. No tuvimos mucho tiempo para prepararte, y sabes que si algo va mal Miranda me echará la culpa a mí.
– Emily, no te lo tomes a mal, pero ahora mismo no puedo hablar contigo.
– ¿Por qué? ¿Ocurre algo? ¿Cómo le fue la reunión de ayer? ¿Llegó a tiempo? ¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Te aseguras de ponerte la ropa adecuada? Recuerda que estás representando a Runway y que has de estar siempre a la altura.
– Emily, tengo que colgar.
– ¡Andrea, estoy preocupada! Cuéntame qué has estado haciendo.
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