Apoyé la cabeza contra la ventanilla y contemplé las calles bulliciosas de París. Las mujeres de esta ciudad parecían mucho más altas, los hombres mucho más corteses y casi todo el mundo vestía bien, era delgado y tenía un porte distinguido. Solo había estado en París una vez, pero cargar con una mochila y alojarse en una pensión en el lado equivocado de la ciudad no producía la misma sensación que ver las elegantes tiendas de ropa y los adorables cafés desde el asiento trasero de una limusina. Podría acostumbrarme a eso, pensé mientras el conductor se volvía para indicarme dónde estaban las botellas de agua por si tenía sed.
Cuando el coche se detuvo ante la entrada del hotel, un caballero de aspecto distinguido, ataviado con un traje seguramente confeccionado a medida, me abrió la portezuela.
– Mademoiselle Sachs, es un placer conocerla al fin. Soy Gerard Renuad.
Su voz era suave y firme. El cabello plateado y las profundas arrugas del rostro me indicaron que era mucho mayor de lo que había supuesto cuando hablábamos por teléfono.
– Monsieur Renuad, me alegro de conocerle.
De repente solo deseé meterme en una cama blanda y limpia y recuperar el sueño, pero Renuad enseguida ahogó mis esperanzas.
– Mademoiselle Andrea, madame Priestly desea verla en su habitación inmediatamente. Antes de que se instale en la suya, me temo.
Me miró como disculpándose y por un instante me compadecí más de él que de mí. Era evidente que no le gustaba transmitir esa clase de noticias.
– Joder, qué bien -murmuré antes de percatarme de lo mucho que mi comentario había perturbado a monsieur Renuad. Sonreí y empecé de nuevo-. Lo siento, pero el viaje ha sido muy largo. ¿Podría alguien decirme dónde puedo encontrar a Miranda?
– Por supuesto, mademoiselle. Está en su suite y creo que deseosa de verla.
Cuando levanté la vista me pareció que monsieur Renuad ponía los ojos en blanco, y aunque siempre lo había encontrado agobiantemente correcto por teléfono, en ese momento cambié de opinión. Si bien era demasiado profesional para mostrarlo, y aún más para expresarlo, sospeché que detestaba a Miranda tanto como yo. No tenía pruebas de ello, desde luego, pero era imposible creer que alguien no la odiara.
Monsieur Renuad sonrió cuando el ascensor se abrió, me invitó a entrar y dijo algo en francés al botones que debía acompañarme. Se despidió y el botones me condujo hasta la suite de Miranda. Entonces llamó a la puerta y salió huyendo.
Me pregunté si sería Miranda quien abriría, aunque me costaba creerlo. Durante los once meses que había entrado y salido de su apartamento, no la había pillado ni una vez haciendo algo que pudiera considerarse una tarea ordinaria, como responder al teléfono, sacar una chaqueta de un armario o servir un vaso de agua. Daba la impresión de que todos sus días era sabbat, ella la judía observante y yo la gentil, la goy.
Una bonita criada uniformada abrió la puerta y me invitó a pasar con los ojos húmedos y la mirada clavada en el suelo.
– ¡An-dre-aaa! -oí desde algún lugar remoto del salón más impresionante que había visto en mi vida-. An-dre-aaa, necesito que planchen mi traje Chanel para esta noche, porque el vuelo lo ha dejado hecho un desastre. Pensaba que el Concorde sabía manejar el equipaje, pero todas mis cosas se hallan en un estado lamentable. Llama a Horace Mann y confirma que las niñas han llegado bien al colegio. Lo harás cada día. No me fío de esa Annabelle. Asegúrate de hablar cada noche con Caroline y Cassidy, y haz una lista de sus deberes y exámenes. Esperaré un informe escrito cada mañana, antes del desayuno. Ah, y ponme inmediatamente con el senador Schumer. Es urgente. Por último, quiero que digas a ese idiota de Renuad que espero que me proporcione personal competente durante mi estancia, y que si eso le resulta tan difícil, estoy segura de que el director general podrá complacerme. La estúpida que me ha enviado es una disminuida mental.
Volví la vista hacia la afligida muchacha que se escondía en el vestíbulo. Temblorosa y esforzándose por no llorar, parecía tan asustada como un hámster acorralado. Supuse que entendía el inglés, así que le dediqué mi mirada más solidaria, pero siguió temblando. Miré alrededor en tanto me esforzaba por memorizar cuanto Miranda acababa de soltar.
– Entendido -dije en dirección al lugar de donde procedía su voz, más allá del pequeño piano de cola y los diecisiete centros de flores que adornaban la gigantesca suite-. Volveré enseguida tras hacer todo lo que has pedido.
Eché un último vistazo a la estancia. Era, sin duda, el lugar más lujoso que había visto en mi vida, con cortinajes de brocado, una gruesa moqueta de color crema, la colcha adamascada sobre la cama extragrande y las figuritas doradas que descansaban discretamente en estantes y mesas de caoba. Solo el televisor de pantalla plana y el lustroso equipo de música indicaban que la habitación no había sido creada y diseñada en el siglo XIX por diestros artesanos.
Pasé junto a la criada y salí al pasillo. El aterrado botones había reaparecido.
– ¿Podría enseñarme mi habitación, por favor? -pregunté con suma amabilidad.
Debió de pensar que yo también iba a maltratarle, porque enseguida echó a andar.
– Es aquí, mademoiselle. Espero que le parezca aceptable.
Unos veinte metros más allá había una puerta sin número que daba paso a una minisuite, prácticamente una réplica exacta de la suite de Miranda pero con una sala más pequeña y una cama grande en lugar de extragrande. Un enorme escritorio de caoba equipado con un teléfono de oficina, ordenador, impresora láser, escáner y fax ocupaba el lugar del piano de cola, pero por lo demás ambas estancias guardaban un parecido extraordinario.
– Señorita, esta puerta conduce al pasillo privado que conecta su habitación con la de la señorita Priestly -explicó el botones al tiempo que hacía ademán de abrirla.
– ¡No! No necesito verlo; con saber que está ahí me basta. -Miré la placa que llevaba prendida del bolsillo de su impecable camisa-. Gracias, Stephan. -Busqué el bolso para darle una propina, hasta que caí en la cuenta de que no había cambiado los dólares a francos y todavía no había pasado por un cajero automático-. Lo siento, solo tengo dólares. ¿Le importa?
Stephan enrojeció y empezó a disculparse profusamente.
– Oh, no, señorita, se lo ruego, no se preocupe por esas cosas. La señora Priestly se ocupa de esos detalles antes de irse. Ahora, como necesitará moneda local cuando salga del hotel, permítame que le muestre algo.
Caminó hasta el escritorio, abrió el cajón superior y me tendió un sobre con el logo francés de Runway. Dentro había un montón de francos por valor de unos cuatro mil dólares. La nota, escrita por Briget Jardin, la directora que había llevado el peso de la organización del viaje y la fiesta de Miranda, rezaba:
Emily, querida, me alegro de que estés con nosotros. Dentro encontrarás 33.210 francos para tu uso personal mientras estés en París. He hablado con monsieur Renuad y estará a disposición de Miranda las veinticuatro horas del día. Te incluyo una lista de sus teléfonos laborales y personales, así como los números del cocinero, el preparador físico, el director de transportes y, por supuesto, el director del hotel. Todos están familiarizados con las estancias de Miranda durante los desfiles, de modo que no debería haber ningún problema. Naturalmente, siempre podrás encontrarme en el trabajo o, si es necesario, en el móvil, el teléfono de casa, el fax o el buscador. Estoy impaciente por verte en la gran fiesta del sábado, si es que no nos vemos antes.
Un fuerte abrazo,
Briget.
En una hoja con el membrete de Runway había una lista de casi cien números de teléfono que incluían todo cuanto una podía necesitar en París, desde una floristería elegante a un cirujano. Estos números también aparecían en la última página del minucioso horario que yo había elaborado para Miranda empleando la información que Briget había actualizado y enviado diariamente por fax, de modo que por el momento nada iba a impedir -salvo una guerra mundial- que Miranda Priestly viera los desfiles de primavera con la menor cantidad posible de estrés y preocupación.
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