– ¡Ah, me parece muy bien! ¿Cuándo llegará el pequeñito?
– El veinticinco de octubre. Será un bebé de Halloween. Creo que es un buen augurio.
– Yo también lo creo -dijo Brooke-. Ahora mismo lo apunto en el calendario. Veinticinco de octubre: seré tía.
– Eh, Brookie, ¿y qué me dices de vosotros dos? Sería bonito que los primos hermanos tuvieran más o menos la misma edad, ¿no? ¿Hay alguna posibilidad?
Brooke sabía que no era fácil para Randy hacerle una pregunta tan personal como ésa, y por eso se contuvo para no saltarle a la yugular, pero el comentario le hizo daño. Cuando Julian y ella se casaron, con veintisiete y veinticinco años respectivamente, estaba convencida de que tendrían un bebé en torno a su trigésimo cumpleaños. Pero ya había cumplido los treinta y ni siquiera habían empezado a intentarlo. Le había sacado el tema a Julian un par de veces, de manera fortuita, como para no presionarlo ni presionarse a sí misma, pero él le había contestado con la misma vaguedad. Le había dicho que sí, que sería genial tener un hijo «algún día», pero que de momento lo mejor era que los dos se concentraran en sus respectivas carreras. Por eso, aunque ella deseaba tener un bebé (de hecho, era lo que más deseaba en el mundo, sobre todo en aquel momento, después de oír la noticia de Randy), adoptó la versión de Julian.
– Sí, algún día, desde luego -dijo, tratando de aparentar despreocupación, exactamente lo contrario de lo que sentía-. Pero ahora no es el mejor momento para nosotros. Tenemos que concentrarnos en el trabajo, ¿sabes?
– Claro -respondió Randy, y Brooke se preguntó si habría adivinado la verdad-. Tenéis que hacer lo que sea mejor para vosotros.
– Así es… Oye, perdona, pero voy a tener que dejarte, porque se me acaba el tiempo de descanso y voy a llegar tarde a la consulta.
– No te preocupes, Brookie. Gracias por la llamada… ¡y por el entusiasmo!
– ¿Bromeas? ¡Gracias a ti por una noticia tan estupenda! Me has alegrado el día y el mes entero. ¡Estoy muy emocionada por vosotros! Llamaré esta noche para darle la enhorabuena a Michelle, ¿de acuerdo?
Después de colgar, Brooke emprendió la marcha de regreso. Mientras caminaba, no podía dejar de menear la cabeza, incrédula. Probablemente parecía una loca, pero eso no llamaba la atención en un hospital. ¡Randy iba a ser padre!
Habría querido llamar a Julian para darle la noticia, pero antes le había parecido muy estresado y además no tenía tiempo. Otra de las nutricionistas estaba de vacaciones y aquella mañana se había producido una inexplicable proliferación de partos (casi el doble de lo habitual), por lo que su jornada parecía avanzar a la velocidad del rayo. No estaba mal, porque cuanto más se movía, menos tiempo tenía para notar el agotamiento. Además, era un reto y era emocionante tener que trabajar así, y aunque se quejaba cuando hablaba con Julian o con su madre, por dentro disfrutaba. Le encantaba atender a tantos pacientes distintos, todos de entornos diferentes y todos en el hospital por razones tremendamente variadas, pero cada uno necesitado de alguien que le adaptara la dieta a su caso específico.
La cafeína obró el efecto previsto y Brooke se ocupó de sus tres últimas citas con rapidez y eficacia. Acababa de cambiarse la bata por unos vaqueros y un suéter, cuando una de sus colegas de la sala de descanso, Rebecca, la avisó de que la jefa quería verla.
– ¿Ahora? -preguntó Brooke, temiendo que su noche empezara a desintegrarse.
Los martes y los jueves eran sagrados, porque eran los únicos días de la semana que no tenía que salir pitando del hospital para llegar a tiempo a su segundo trabajo: una consulta de nutrición en la Academia Huntley, una de las escuelas privadas para chicas más elitistas del Upper East Side. Los padres de una ex alumna de la Huntley que había muerto de anorexia con poco más de veinte años financiaban un programa experimental, que consistía en la presencia de una dietista en la escuela, veinte horas a la semana, para aconsejar a las chicas sobre alimentación sana e imagen corporal. Brooke era la segunda persona que se hacía cargo de ese programa relativamente nuevo, y aunque al principio había aceptado el empleo únicamente para complementar sus ingresos y los de Julian, con el tiempo se había ido sintiendo cada vez más apegada a las chicas. Claro que a veces se cansaba de las rencillas, las peculiaridades de la adolescencia y su interminable obsesión por la comida, pero siempre trataba de recordar que sus jóvenes pacientes no podían evitar ser como eran. Además, el trabajo tenía la ventaja añadida de permitirle ganar experiencia en el trato con adolescentes, algo de lo que carecía. Así pues, los martes y los jueves trabajaba solamente en el hospital, de nueve a seis, y los otros tres días de la semana su horario empezaba antes, para dejar tiempo a su segundo trabajo: entraba en el hospital a las siete, trabajaba hasta las tres y después cogía dos metros y un autobús para llegar a Huntley, donde atendía a las estudiantes (y a veces a sus padres) hasta las siete. Por muy temprano que se obligara a irse a la cama y por mucho café que bebiera cuando estaba despierta, se sentía permanentemente agotada. La vida con dos empleos era absolutamente extenuante, pero Brooke calculaba que sólo tendría que seguir trabajando de esa forma un año más, para reunir la formación y la experiencia necesarias para abrir su propia consulta privada de asesoramiento dietético prenatal e infantil, algo con lo que había soñado desde su primer día en los cursos de posgrado y el objetivo por el que había trabajado con diligencia desde entonces.
Rebecca asintió con expresión compasiva.
– Me ha dicho que te pregunte si puedes pasarte un momento antes de marcharte.
Brooke guardó rápidamente sus cosas y se dirigió al despacho de su jefa.
– ¿Margaret? -llamó, golpeando con los nudillos la puerta del despacho-. Rebecca me ha dicho que querías verme.
– Pasa, pasa -dijo la jefa, mientras ordenaba unos papeles sobre la mesa-. Siento hacerte quedar fuera de horario, pero he pensado que siempre tenemos tiempo para recibir buenas noticias.
Brooke se sentó en la silla delante de la mesa de Margaret y esperó.
– Verás, hemos terminado de procesar todas las evaluaciones de los pacientes, y tengo el placer de anunciarte que has recibido las mejores clasificaciones de todo el equipo de dietistas.
– ¿En serio? -preguntó Brooke, sin poderse creer que fuera la mejor de siete.
– Las demás ni siquiera se te acercan. -Con expresión ausente, Margaret se aplicó un poco de protector labial, hizo chasquear los labios para extenderlo y volvió a concentrarse en los papeles-. El noventa y uno por ciento de tus pacientes califica tus consultas de «excelentes» y el nueve por ciento restantes las considera «buenas». La segunda mejor del equipo obtuvo un ochenta y dos por ciento de «excelentes».
– Vaya -dijo Brooke, consciente de que debía mostrarse un poco modesta, pero incapaz de reprimir la sonrisa-. Es una noticia estupenda. Me alegro mucho de oírla.
– También nosotros, Brooke. Estamos muy contentos y queremos que sepas que apreciamos tu rendimiento. Te seguiremos asignando casos de la UCI, pero a partir de la semana próxima, reemplazaremos todos tus turnos en la unidad psiquiátrica por consultas neonatales. Supongo que te parecerá bien.
– ¡Sí, sí, me parece magnífico! -exclamó Brooke.
– Como sabes, eres la tercera en antigüedad del equipo, pero nadie tiene tu formación ni tu experiencia. Creo que será la posición ideal para ti.
Brooke no podía dejar de sonreír. ¡Por fin estaban dando sus frutos el curso extra sobre nutrición de recién nacidos, niños y adolescentes que había seguido en la universidad, y las dobles prácticas optativas en el área de pediatría!
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