– Eso es una estupidez, Brooke. ¿Tú crees que todos los dentistas que conoces en sociedad te miran fijamente la dentadura?
– Sí.
– ¿O que los psicólogos que encuentras en una fiesta te psicoanalizan?
– Sí, estoy completamente convencida.
– ¡Pero eso es ridículo!
– Tu padre explora, manipula y evalúa mamas ocho horas al día. No digo que sea ningún pervertido, sino que tiene el instinto de estudiarlas. Las mujeres lo percibimos; es lo único que digo.
– Bueno, eso nos deja con una pregunta evidente.
– ¿Ah, sí? -preguntó ella, consultando el reloj, cuando ya se divisaba la marquesina del portal.
– ¿Tienes la impresión de que te estudia las tetas cuando estás con él?
El pobre Julian parecía tan desolado ante la sola mención de esa posibilidad que Brooke hubiese querido darle un abrazo.
– No, cariñito, claro que no -susurró, apoyándose contra él y estrechándole el brazo-. Al menos ahora no, después de todos estos años. Conoce la situación, sabe que nunca caerán en sus manos y creo que por fin lo ha superado.
– Son perfectas, Brooke. Absolutamente perfectas -dijo Julian de manera automática.
– Ya lo sé. Por eso tu padre se ofreció para operármelas a precio de coste cuando nos prometimos.
– No se ofreció para hacerlo él, sino su colega, y no te lo propuso porque creyera que lo necesitabas…
– ¿Por qué, entonces? ¿Porque creía que tú lo pensabas?
Brooke sabía que no era así. Lo habían hablado un millón de veces y sabía muy bien que el doctor Alter le había ofrecido sus servicios del mismo modo que un sastre se habría ofrecido a cortarle un traje, pero el incidente todavía la irritaba.
– Brooke…
– Lo siento. Es sólo que tengo hambre. Tengo hambre y estoy nerviosa.
– No será ni la mitad de malo de lo que crees.
El portero saludó a Julian chocando las manos en alto y con un palmoteo en la espalda. Sólo cuando los hubo conducido al ascensor y estaban subiendo al piso dieciocho, Brooke se dio cuenta de que no habían llevado nada.
– Creo que deberíamos salir corriendo y comprar unos pastelitos, unas flores o algo así -dijo, mientras tironeaba con urgencia del brazo de Julian.
– Vamos, Rook, no te preocupes. Son mis padres. No se fijarán en eso.
– Ja, ja. Si de verdad crees que a tu madre no le importará que lleguemos con las manos vacías, es que vives en un mundo de ilusiones.
– Nos traemos a nosotros mismos. Eso es lo que cuenta.
– Perfecto. No dejes de repetírtelo.
Julian llamó a la puerta, que se abrió de inmediato. En el vestíbulo les sonreía Carmen, niñera y ama de llaves de los Alter desde hacía treinta años. En un momento particularmente íntimo, al principio de su relación, Julian le había confiado a Brooke que había llamado «mamá» a Carmen hasta su quinto cumpleaños, porque no sabía qué otro nombre darle. Ella en seguida le había dado un fuerte abrazo.
– ¿Cómo está mi niño? -le preguntó Carmen, después de sonreírle a Brooke y darle un beso en la mejilla-. ¿Te alimenta bien tu mujer?
Brooke le estrechó cariñosamente un brazo a Carmen, preguntándose por milésima vez por qué no sería ella la madre de Julian.
– ¿Le ves aspecto de estar muriéndose de hambre? Algunas noches tengo que quitarle el tenedor de las manos.
– ¡Ése es mi niño! -exclamó Carmen, mirándolo con orgullo.
Una voz estridente les llegó desde el salón, al final del pasillo.
– Carmen, querida, di a los chicos que pasen, por favor. Y no olvides recortar los tallos cuando pongas las flores en un jarrón. En el nuevo de Michael Aram, por favor.
Carmen buscó las flores con la mirada, pero Brooke le enseñó las manos vacías. Después se volvió hacia Julian y lo miró.
– No lo digas -masculló Julian.
– De acuerdo. No diré que te lo dije, porque te quiero.
Julian la acompañó al salón (Brooke hubiese querido saltarse la reunión en el salón y pasar directamente al brunch) -, allí encontraron a las dos parejas sentadas una frente a otra, en dos sobrios sofás idénticos y ultramodernos.
– Brooke, Julian. -La madre de Julian sonrió, pero no se puso en pie-. Me alegro de que hayáis conseguido venir.
De inmediato, Brooke interpretó el comentario como un ataque a su impuntualidad.
– Sentimos mucho llegar tarde, Elizabeth. El metro estaba tan…
– Bueno, pero ya estáis aquí -dijo el doctor Alter, con las dos manos unidas en una postura un tanto afeminada en torno a un redondo vaso de naranjada, exactamente tal como ella imaginaba que sopesaría los pechos en su consulta.
– ¡Brookie! ¡Julian! ¿Qué hay de nuevo?
El padre de Brooke se levantó de un salto y los abarcó a los dos en un gran abrazo de oso. Era evidente que le incomodaba un poco que el factor campo favoreciera a los Alter, pero Brooke no podía culparlo.
– Hola, papá -dijo, devolviéndole el abrazo. Se dirigió hacia Cynthia, que quedó atrapada entre todos en el sofá y le dio un curioso abrazo, medio de pie y medio sentada-. Hola, Cynthia. Me alegro de verte.
– Y yo de verte a ti, Brooke. ¡Estamos tan emocionados! Aquí tu padre y yo estábamos comentando que apenas podemos recordar la última vez que estuvimos en Nueva York.
Sólo entonces Brooke tuvo ocasión de fijarse realmente en el aspecto de Cynthia, que llevaba un conjunto de chaqueta y pantalón rojo bombero, probablemente de poliéster, blusa blanca, zapatos negros planos y triple vuelta de perlas falsas al cuello, todo ello coronado por un peinado con muchos rizos y mucha laca. Parecía como si estuviera imitando a Hillary Clinton en un debate del Estado de la Nación, dispuesta a destacar en un mar de trajes oscuros. Brooke sabía que sólo intentaba encajar en su concepto de cómo debía vestir una mujer adinerada de Manhattan, pero sus cálculos habían resultado completamente erróneos, sobre todo en medio del piso minimalista y de inspiración asiática de los Alter. La madre de Julian era veinte años mayor que Cynthia, pero parecía diez años más joven, con sus vaqueros oscuros y su ligerísimo chal de cachemira sobre una ceñida túnica sin mangas. Llevaba un par de delicadas bailarinas con discreto logo de Chanel, una única pulsera de oro y un anillo con un diamante enorme. La piel le resplandecía con un saludable bronceado y leves toques de maquillaje, y llevaba el pelo suelto sobre la espalda. Brooke se sintió inmediatamente culpable; sabía lo muy intimidada que debía de estar Cynthia (después de todo, ella solía sentir lo mismo en presencia de su suegra), pero también le carcomía la conciencia por haber promovido la reunión. Incluso el padre de Brooke parecía incómodamente consciente de que sus pantalones de explorador y su corbata estaban fuera de lugar al lado del polo de algodón del doctor Alter.
– Julian, cielo, ya sé que tú quieres un Bloody. ¿Y tú, Brooke? ¿Un Mimosa? -preguntó Elizabeth Alter.
Era una pregunta sencilla; pero como muchas de las cosas que preguntaba aquella mujer, le pareció una trampa.
– A decir verdad, a mí también me gustaría un Bloody Mary.
– Desde luego.
La madre de Julian frunció los labios en una especie de indefinible desaprobación de la bebida. Hasta ese momento, Brooke no había podido averiguar si la poca simpatía que le demostraba su suegra tenía que ver con Julian y con el hecho de que ella lo apoyaba en sus ambiciones musicales, o si se debía pura y simplemente a que ella no le gustaba.
No les quedó más opción que ocupar las dos sillas restantes (de respaldo recto y de madera las dos, y muy poco acogedoras), que estaban enfrentadas entre sí, pero metidas en cuña entre los dos sofás. Brooke se sentía vulnerable e incómoda y trató de iniciar la conversación.
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