– No sé cómo agradecértelo, Margaret. Es la mejor noticia que podías darme.
Su jefa se echó a reír.
– Vete y pasa una buena noche. Nos vemos mañana.
Mientras se dirigía al metro, Brooke agradeció en silencio la semipromoción que acababa de recibir y, sobre todo, la buena noticia de no tener que encargarse nunca más de los temidos turnos en la unidad psiquiátrica.
Se apeó del tren en la estación de Times Square, se abrió paso con rapidez entre la masa de gente que circulaba por los pasillos subterráneos y emergió estratégicamente por su salida habitual de la calle Cuarenta y Tres, que era la más cercana a su casa. No pasaba un día sin que echara de menos su viejo apartamento en Brooklyn, porque todo lo de Brooklyn Heights le encantaba y en cambio detestaba casi todo lo de Midtown West. Pero incluso ella tenía que admitir que sus trayectos diarios al trabajo (tanto los suyos como los de Julian) eran mucho menos infernales.
Se sorprendió al notar que Walter, su spaniel tricolor con una mancha negra en un ojo, no se ponía a ladrar cuando metió la llave en la cerradura del piso. Tampoco salió corriendo a recibirla.
– ¡Walter Alter! ¿Dónde estás?
Hizo ruido de besitos y esperó. Oyó música en algún lugar de la casa.
– Estamos en el salón -la llamó Julian. Su voz le llegó entremezclada con los ladridos frenéticos y agudos de Walter.
Brooke dejó caer el bolso al lado de la puerta, se quitó los zapatos de tacón y observó que la cocina estaba mucho más limpia de lo que la había dejado.
– ¡Eh, no sabía que volverías pronto a casa esta noche! -dijo, mientras se sentaba junto a Julian en el sofá. Se inclinó para darle un beso, pero Walter la interceptó y le dio antes un lametazo en la boca.
– Hum, gracias, Walter. ¡Me siento tan bienvenida!
Julian le quitó el sonido al televisor y se volvió hacia ella.
– A mí también me gustaría lamerte la cara, ¿sabes? Probablemente mi lengua no podría competir con la de un spaniel, pero estoy dispuesto a intentarlo.
Sonrió, y Brooke se maravilló una vez más del cosquilleo que experimentaba cada vez que él le sonreía, incluso después de tantos años.
– Debo decir que la propuesta es tentadora. -Se agachó para esquivar a Walter y consiguió besar los labios manchados de vino de Julian-. Parecías tan estresado cuando hemos hablado antes, que pensé que volverías a casa mucho más tarde. ¿Va todo bien?
Julian se levantó, fue a la cocina y volvió con una segunda copa de vino, que llenó y le tendió a Brooke.
– Todo va bien. Pero esta tarde, después de colgar, me he dado cuenta de que hace casi una semana que no pasamos una velada juntos, y estoy aquí para remediarlo.
– ¿Ah, sí? ¿En serio?
Hacía varios días que ella pensaba lo mismo, pero no había querido quejarse, porque Julian se encontraba en un momento decisivo del proceso de producción de su álbum.
Él hizo un gesto afirmativo.
– Te echo de menos, Rook.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y volvió a besarlo.
– Yo también te echo de menos. No sabes cuánto me alegro de que hayas vuelto pronto a casa. ¿Quieres que bajemos a comer fideos chinos?
Por cuestiones de presupuesto, intentaban cocinar en casa tan a menudo como era posible, pero los dos estaban de acuerdo en que ir a comer fideos chinos al restaurante barato de la esquina no contaba realmente como «cenar fuera».
– ¿Te importa si nos quedamos? Me apetece mucho pasar una noche tranquila en casa contigo.
Julian bebió otro sorbo de vino.
– Por mí, muy bien. Pero hagamos un trato…
– ¡Oh, no! ¿Qué va a ser?
– Trabajaré como una esclava sobre los fogones para prepararte una cena deliciosa y nutritiva, si tú te comprometes a masajearme los pies y la espalda durante treinta minutos.
– ¿Qué dices de trabajar como una esclava sobre los fogones? ¡Si puedes hacer pollo salteado en algo así como dos minutos! ¡No es justo!
Brooke se encogió de hombros.
– Como quieras. Hay una caja de cereales en la despensa, pero creo que se nos ha acabado la leche. Claro que también puedes hacerte palomitas.
Julian se volvió hacia Walter y le dijo:
– No sabes qué suerte tienes, muchacho. ¡A ti no te hace trabajar a cambio de comida!
– El precio acaba de subir a treinta minutos.
– ¡Ya era de treinta minutos! -dijo Julian en tono quejumbroso.
– Era de treinta minutos en total. Ahora son treinta minutos en los pies y otros treinta en la espalda.
Julian fingió considerar la oferta.
– Cuarenta y cinco minutos, y no se hable más.
– Todo intento de negociar a la baja añadirá minutos al total.
Julian levantó las manos.
– Me temo que no habrá trato.
– ¿De verdad? -preguntó ella-. ¿Vas a cocinar tú solo esta noche? -insistió, sonriendo. Su marido se ocupaba tanto como ella de limpiar la casa, pagar las facturas y cuidar al perro, pero era completamente inútil en la cocina y lo sabía.
– Sí, en efecto. De hecho, ya he cocinado para los dos. Te he preparado la cena de esta noche.
– ¿Que has hecho qué?
– Como lo oyes. -En algún lugar de la cocina, empezó a sonar el pitido de un temporizador-. Y en este mismo instante está lista. Te ruego que ocupes tu puesto -dijo solemnemente, con falso acento británico.
– Ya lo he ocupado -contestó ella, mientras se arrellanaba en el sofá y acomodaba los pies sobre la mesita baja.
– Ah, sí -replicó Julian desde la minúscula cocina-. Ya veo que has encontrado el camino del comedor de gala. Perfecto.
– ¿Necesitas ayuda?
Julian regresó sujetando una cazuela pyrex entre dos manoplas.
– Macarrones al horno para mi amor…
Estaba a punto de depositar la fuente caliente sobre la madera, cuando Brooke lanzó un grito y se levantó de un salto para ir a buscar un salvamanteles. Julian empezó a servir a cucharadas la pasta humeante.
Brooke lo miraba estupefacta.
– ¿Ahora es cuando me dices que durante todos estos años has tenido un romance con otra mujer y que esperas que te perdone? -preguntó.
Julian sonrió.
– Calla y come.
Ella se sentó y se sirvió un poco de ensalada, mientras Julian seguía sirviéndole macarrones.
– Amorcito, esto tiene una pinta increíble. ¿Dónde aprendiste a hacerlo? ¿Y por qué no lo haces todas las noches?
Julian la miró con una sonrisa tímida.
– Es posible que haya comprado los macarrones preparados y que sólo los haya puesto a calentar en el horno. Es posible. Pero los he comprado y calentado con mucho amor.
Brooke levantó la copa de vino y esperó a que Julian brindara.
– Son perfectos -dijo, y de verdad lo creía-. Absolutamente, increíblemente perfectos.
Mientras cenaban, Brooke le contó la noticia de Randy y Michelle, y se alegró de ver lo encantado que parecía, hasta el punto de sugerir que fueran a Pennsylvania a hacer de canguros cuando naciera el sobrino o la sobrina. Por su parte, Julian la puso al corriente de los planes de Sony ahora que el álbum ya estaba casi terminado, y le habló del nuevo representante que había contratado por recomendación de su agente.
– Dicen que es el mejor entre los mejores. Tiene fama de ser un poco agresivo, pero supongo que eso es bueno en un representante.
– ¿Cómo te cayó cuando le hiciste la entrevista?
Julian reflexionó un momento.
– No creo que «entrevista» sea la palabra, sino más bien que él me presentó el plan que tenía para mí. Dice que estemos en un punto crítico y que ha llegado el momento de empezar a «orquestar la operación».
– Bueno, estoy ansiosa por conocerlo -dijo Brooke.
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