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Lauren Weisberger: La última noche en Los Ángeles

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Lauren Weisberger La última noche en Los Ángeles

La última noche en Los Ángeles: краткое содержание, описание и аннотация

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A Brooke le encantaba leer revistas de cotilleos hasta que fue su matrimonio el que empezó a ocupar los titulares semanales… Casados desde hace más de cinco años, Brooke y Julian forman una pareja feliz y comprometida. Él es un gran músico que toca en pequeños bares a la espera de una oportunidad y ella, a fin de ayudar a su marido a hacerse un hueco en el competitivo mundo de la música, tiene dos empleos para sufragar la economía familiar. Brooke cree en Julian y está dispuesta a sacrificar su carrera para que él haga realidad su sueño. Todo cambia el día en el que reciben una llamada de teléfono y Julian se convierte, de la noche a la mañana, en una estrella. Al principio la fama resulta divertida, ¿quién no querría dormir en hoteles de cinco estrellas, conocer a los famosos y vivir rodeado de lujo? Pero la fama tiene un precio, Julian está cada vez más ausente, más ocupado y constantemente de viaje… Cuando aparecen en las revistas los primeros rumores sobre una posible crisis entre ellos, Brooke empezará a cuestionar la verdad de su matrimonio y deberá aprender a distinguir entre lo que cree desear y lo que de verdad necesita.

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– Te veo todas las semanas -dijo.

– ¿Eh?

Él asintió y volvió a sonreír, esta vez meneando un poco la cabeza como si le pareciera increíble admitirlo en voz alta.

– Sí. Siempre te sientas en el rincón del fondo, al lado de la mesa de billar, y siempre vas sola. La semana pasada llevabas un vestido azul, con unas florecitas blancas o algo parecido en la parte de abajo, y estabas leyendo una revista, pero la cerraste cuando salí a actuar.

Brooke recordó el vestidito sin mangas que le había regalado su madre para que llevara al almuerzo de su graduación. Apenas cuatro meses antes le había parecido el colmo del estilo; pero ahora, cuando se lo ponía en la ciudad, le parecía aniñado y poco sofisticado. Era cierto que el azul hacía destacar aún más su melena pelirroja, y eso era bueno, pero no les hacía ningún favor a sus caderas ni a sus piernas. Estaba tan absorta tratando de recordar qué aspecto tendría aquella noche, que no se dio cuenta de que Trent había vuelto a la mesa hasta que le puso delante un botellín de Bud Light.

– ¿Me he perdido algo? -preguntó él, acomodándose en la silla-. ¡Cuánta gente hay esta noche! ¡Tú sí que sabes llenar locales, Julian!

Julian chocó su vaso con la botella de Trent y dio un largo sorbo.

– Gracias, viejo. Volveré con vosotros después de la actuación.

Saludó a Brooke con una inclinación de la cabeza y con lo que ella habría jurado que era (y rezado por que fuera) una mirada de complicidad, y después se dirigió al escenario.

En ese momento, Brooke no sabía que Julian iba a pedirle permiso a Trent para llamarla, ni que su primera conversación telefónica iba a hacerla sentir como si volara, ni que su primera cita sería una noche decisiva en su vida. No habría podido predecir que acabarían juntos en la cama menos de tres semanas después, tras una sucesión de encuentros maratonianos que no hubiese querido que terminaran nunca; ni que pasarían dos años ahorrando para atravesar el país en coche de una costa a otra; ni que él le propondría matrimonio mientras escuchaban música en vivo en un bar de mala muerte del West Village, con una sencilla alianza de oro que había pagado totalmente de su bolsillo; ni que la boda sería en la fabulosa casa de la playa de los padres de Julian en los Hamptons, porque después de todo, ¿qué pretendían demostrar negándose a casarse en un sitio como ése? Lo único que sabía con seguridad en ese momento era que ansiaba desesperadamente volver a verlo, que acudiría al Nick's dos noches después aunque diluviara o hubiera una inundación, y que por mucho que lo intentara, no podía dejar de sonreír.

2 Si uno lo pasa mal, que lo pasen mal todos

Brooke salió al pasillo de la sección de obstetricia del Centro Médico Langone de la Universidad de Nueva York y corrió la cortina. Había visto a ocho pacientes y todavía le quedaban tres. Repasó las fichas restantes: una adolescente que esperaba un bebé, una embarazada con diabetes gestacional y una primeriza que se esforzaba por amamantar a sus gemelos recién nacidos. Miró la hora y calculó: si todo iba bien, como esperaba, quizá podría salir a una hora decente.

– ¿Señora Alter? -sonó la voz de su paciente, detrás de la cortina.

Brooke volvió a entrar.

– ¿Sí, Alisha?

Se ajustó la bata blanca sobre el pecho, preguntándose cómo haría esa chica para no temblar de frío, vestida únicamente con la bata fina como el papel que le habían dado en el hospital.

Alisha se retorció las manos, con la mirada fija en la sábana que le cubría las piernas.

– Eso que me ha dicho de que las vitaminas prenatales son muy importantes… ¿Le harán bien, aunque que no las haya tomado desde el principio?

Brooke asintió.

– Ya sé que no es fácil ver el lado bueno de una gripe fuerte -dijo, mientras se acercaba a la cama de la joven-, pero al menos te ha hecho venir aquí y nos ha dado la oportunidad de recetarte las vitaminas y de preparar un plan para el resto del embarazo.

– Sí, por eso mismo quería preguntarle… ¿No tendría…? ¿No habría por aquí alguna muestra gratis que pueda darme?

La paciente rehuía su mirada.

– No creo que haya ningún problema -replicó Brooke con una sonrisa, pero irritada consigo misma por haber olvidado preguntarle si podía pagarse las vitaminas-. Vamos a ver… Te quedan dieciséis semanas… Te dejaré todas las dosis que necesitas en el módulo de enfermería, ¿de acuerdo?

Alisha pareció aliviada.

– Gracias -dijo en voz baja.

Brooke le apretó cariñosamente un brazo y salió otra vez al otro lado de la cortina. Después de conseguir las vitaminas para Alisha, se dirigió casi corriendo a la deprimente sala de descanso de las dietistas: un cubículo sin ventanas en el quinto piso, con una mesa y cuatro sillas de formica, un minifrigorífico y una pared cubierta de taquillas. Si se daba prisa, podía tragar rápidamente un bocado y un café, y llegar a tiempo para la cita siguiente. Aliviada al ver que la sala estaba vacía y el café listo, sacó de su taquilla un recipiente de plástico lleno de rodajas de manzana y empezó a untarlas con mantequilla de cacahuete natural, que llevaba en sobrecitos de viaje. En el momento exacto en que tuvo la boca llena, sonó su teléfono móvil.

– ¿Va todo bien? -preguntó sin saludar. Le costaba hablar con la boca llena.

Su madre tardó en contestar.

– Claro que sí, corazón. ¿Por qué no iba a ir bien?

– Mira, mamá, aquí hay mucho trabajo, y ya sabes que no me gusta hablar por teléfono cuando estoy trabajando.

Un aviso por el altavoz de la megafonía ahogó la segunda parte de su frase.

– ¿Qué ha sido eso? No te he oído bien.

Brooke suspiró.

– Nada, olvídalo. ¿Qué pasa?

Se imaginó a su madre con sus sempiternos pantalones de explorador y sus Naturalizer sin tacones, el mismo estilo que había llevado toda la vida, yendo y viniendo por la cocina larga y estrecha de su piso de Filadelfia. Aunque llenaba sus días con una sucesión interminable de clubes de lectura, clubes de teatro y obras de voluntariado, parecía que aún le quedaba mucho tiempo libre y que dedicaba la mayor parte a llamar a sus hijos para preguntarles por qué no la llamaban. Aunque era fantástico que pudiera disfrutar de su jubilación, se había entrometido mucho menos en la vida de Brooke cuando tenía clases que impartir todos los días, de tres a siete.

– Espera un minuto… -La voz de su madre se alejó y por un momento fue sustituida por la de Oprah, hasta que también el televisor calló abruptamente-. Ya está.

– ¡Vaya! ¡Has apagado a Oprah! Debe de ser importante.

– Está entrevistando otra vez a Jennifer Aniston. No soporto sus entrevistas: ha superado lo de Brad, está encantada de tener cuarenta y muchos años, y nunca se ha sentido mejor. ¡Ya lo sabemos! ¿Por qué tenemos que seguir hablando al respecto?

Brooke se echó a reír.

– Oye, mamá, ¿te parece que te llame esta noche? Sólo me quedan quince minutos de descanso.

– Claro que sí, cielito. Cuando me llames, recuérdame que te cuente lo de tu hermano.

– ¿Qué le pasa a Randy?

– Nada malo. Por fin algo bueno. Pero ya veo que estás ocupada, así que ya hablaremos más tarde.

– Mamá…

– Ha sido una imprudencia por mi parte llamarte en medio de tu descanso. Ni siquiera había…

Brooke suspiró profundamente y sonrió para sus adentros.

– ¿Tendré que suplicarte?

– Cariño, cuando no es buen momento, no es buen momento. Ya hablaremos cuando estés menos atareada.

– Vale, mamá, te lo suplico. Cuéntame lo de Randy. Estoy de rodillas, de verdad. Por favor, dime qué le pasa. ¡Por favor!

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