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Lauren Weisberger: La última noche en Los Ángeles

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Lauren Weisberger La última noche en Los Ángeles

La última noche en Los Ángeles: краткое содержание, описание и аннотация

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A Brooke le encantaba leer revistas de cotilleos hasta que fue su matrimonio el que empezó a ocupar los titulares semanales… Casados desde hace más de cinco años, Brooke y Julian forman una pareja feliz y comprometida. Él es un gran músico que toca en pequeños bares a la espera de una oportunidad y ella, a fin de ayudar a su marido a hacerse un hueco en el competitivo mundo de la música, tiene dos empleos para sufragar la economía familiar. Brooke cree en Julian y está dispuesta a sacrificar su carrera para que él haga realidad su sueño. Todo cambia el día en el que reciben una llamada de teléfono y Julian se convierte, de la noche a la mañana, en una estrella. Al principio la fama resulta divertida, ¿quién no querría dormir en hoteles de cinco estrellas, conocer a los famosos y vivir rodeado de lujo? Pero la fama tiene un precio, Julian está cada vez más ausente, más ocupado y constantemente de viaje… Cuando aparecen en las revistas los primeros rumores sobre una posible crisis entre ellos, Brooke empezará a cuestionar la verdad de su matrimonio y deberá aprender a distinguir entre lo que cree desear y lo que de verdad necesita.

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Ya volvía a la mesa, cuando la chica de la barra la llamó:

– Me dijo que toca todos los martes en un local del Upper East Side, un sitio llamado Trick's, o Rick's, o algo parecido. Espero que te sirva de algo.

Brooke podía contar con los dedos de una mano las veces que había ido a ver actuaciones en vivo. Nunca había rastreado ni seguido a un extraño, y exceptuando los diez o quince minutos que podían pasar mientras esperaba a alguien, nunca había estado sola en un bar. Pero nada de eso le impidió hacer media docena de llamadas telefónicas para localizar el sitio, ni meterse en el metro un bochornoso martes de julio por la noche, después de tres semanas intentando reunir coraje, para plantarse delante del bar llamado Nick's.

En cuanto se sentó en una de las últimas sillas libres que quedaban en un rincón del fondo, supo que había merecido la pena. El bar era uno más entre cientos de locales parecidos a lo largo de la Segunda Avenida, pero el público era asombrosamente variado. En lugar de la clientela habitual de recién licenciados que disfrutaban bebiendo una cerveza antes de aflojarse el nudo de las corbatas nuevas Brooks Brothers, el público de esa noche parecía una mezcla algo extraña de estudiantes de la Universidad de Nueva York, parejas de treintañeros que bebían martinis cogidos de la mano y hordas de modernos con zapatillas Converse, en concentraciones que no era corriente ver fuera del East Village o de Brooklyn. Muy pronto, el Nick's se llenó por encima de su aforo, con todas las sillas ocupadas y otras cincuenta o sesenta personas más, de pie detrás de las mesas; todos estaban allí por una sola y única razón. Fue una sorpresa para Brooke descubrir que lo que había sentido un mes antes, al oír tocar a Julian en el Rue B, no le había pasado solamente a ella. Muchísima gente lo conocía y estaba dispuesta a atravesar la ciudad sólo para verlo actuar.

En cuanto Julian se sentó al piano y empezó a hacer comprobaciones para asegurarse de que el sonido funcionaba bien, el público vibró de expectación. Cuando empezó a tocar, la sala pareció acomodarse a su ritmo, mientras parte del público se balanceaba ligeramente, algunos con los ojos cerrados y todos inclinados hacia el escenario. Brooke, que hasta ese momento no había sabido lo que significaba perderse en la música, sintió que todo su cuerpo se relajaba. Ya fuera por el vino tinto, por la sensualidad de la música o por la sensación extraña de encontrarse inmersa en una masa de desconocidos, se volvió adicta a aquellas actuaciones.

Fue al Nick's todos los martes durante el resto del verano. Nunca invitaba a nadie para que fuera con ella, y cuando sus compañeras de piso insistieron en averiguar adónde iba todas las semanas, se inventó una historia muy verosímil acerca de un club de lectura con amigos del colegio. Con sólo mirarlo y escuchar su música, empezó a sentir que lo conocía. Hasta ese momento, la música había sido algo secundario, una simple distracción mientras corría en el gimnasio, una manera de divertirse en una fiesta o una forma de matar el tiempo cuando conducía. Pero aquello… ¡aquello era increíble! Sin necesidad de intercambiar una sola palabra, la música de Julian podía afectar su estado de ánimo, hacerla cambiar de forma de pensar y despertar en ella sensaciones completamente ajenas a su rutina diaria.

Hasta que empezó a pasar esas veladas sola en el Nick's, todas sus semanas habían sido iguales: primero, trabajar, y después, muy de vez en cuando, salir a tomar una copa con el mismo grupo de amigos de la universidad y las mismas entrometidas compañeras de piso. No le parecía mal, pero a veces le resultaba agobiante. En cambio, Julian era sólo suyo, y el hecho de que no hubiera entre ellos ni un intercambio de miradas no la molestaba en absoluto. Le bastaba con verlo. Después de cada actuación, Julian daba una vuelta por las mesas (un poco a disgusto, le parecía a ella), estrechando manos y aceptando con modestia los elogios que todos le prodigaban; pero Brooke no pensó ni una vez en acercársele.

Habían pasado dos semanas desde el 11 de septiembre de 2001, cuando Nola la convenció para que aceptara una cita a ciegas con un tipo que había conocido en un acto relacionado con el trabajo. Todos sus amigos se habían marchado de Nueva York para ver a la familia o recuperar antiguas relaciones, y la ciudad seguía paralizada por un humo acre y un dolor abrumador. Nola había buscado refugio en un amigo nuevo y pasaba casi todas las noches en su piso, y Brooke estaba nerviosa y se sentía sola.

– ¿Una cita a ciegas? ¿Lo dices en serio? -preguntó, sin apenas levantar la vista de la pantalla del ordenador.

– El chico es una monada -dijo Nola después, mientras las dos veían SaturdayNightLive, sentadas en el sofá-. Seguro que no es tu futuro marido, pero es superencantador, es bastante guapo y te llevará a algún sitio agradable. Y si dejas de ser una frígida estrecha, igual hasta se lía contigo.

– ¡Nola!

– Es sólo una idea. No te iría mal, ¿sabes? Y ya que ha salido el tema, tampoco te vas a morir si te duchas y te arreglas las uñas.

Brooke se miró las manos y, por primera vez, notó que tenía las uñas mordidas y las cutículas despellejadas. Era cierto que estaban horribles.

– ¿Quién es? ¿Uno de tus descartes? -preguntó.

Nola resopló.

– ¡He acertado! Tuviste un lío con él y ahora me lo quieres pasar. Eso es muy ruin, Nol, y hasta me parece asombroso. ¡Ni siquiera tú sueles ser tan mala!

– Ahórrate el discurso -replicó Nola, mientras levantaba la vista al cielo-. Lo conocí hace un par de semanas en un acto benéfico al que tuve que asistir por el trabajo. Él había ido con uno de mis colegas.

– ¡Entonces es cierto que te liaste con él!

– ¡No! Me habría liado con mi colega…

Brooke gruñó y se tapó los ojos.

– … pero ésa es otra historia. Su amigo era guapo y no tenía pareja. Creo que es estudiante de medicina. Aunque si te digo la verdad, tú no estás en condiciones de ser muy exigente al respecto. Mientras respire…

– Gracias, amiga.

– Entonces ¿irás?

Brooke volvió a coger el mando a distancia.

– Si con esto consigo que te calles ahora mismo, me lo pensaré -dijo.

Cuatro días después, Brooke se encontró sentada en la terraza de un restaurante italiano, en MacDougal Street. Tal como Nola le había prometido, Trent resultó ser una monada: bastante guapo, extremadamente educado, bien vestido y aburrido como el demonio. Su conversación era más sosa que los linguini con tomate y albahaca que había pedido para los dos, y su actitud grave le inspiraba a Brooke un deseo abrumador de hundirle el tenedor en un ojo. Sin embargo, por una razón que no pudo comprender, cuando le propuso seguir la velada en un bar cercano, ella aceptó.

– ¿De verdad? -preguntó él, aparentemente igual de sorprendido que Brooke.

– Sí, ¿por qué no?

Y era cierto. ¿Por qué no? No tenía nada más que hacer esa noche, ni siquiera ver una película con Nola. Al día siguiente tendría que empezar a escribir un trabajo que debía entregar dos semanas más tarde; aparte de eso, sus planes más emocionantes eran la visita a la lavandería, el gimnasio y un turno de cuatro horas en la cafetería. ¿Para qué iba a volver corriendo a casa?

– ¡Fantástico! Conozco un sitio estupendo.

Con mucha amabilidad, Trent insistió en pagar la cuenta y al final salieron.

No habían andado dos calles, cuanto Trent se cruzó delante de ella y abrió la puerta de un bar muy estridente, frecuentado por gente de la Universidad de Nueva York. Posiblemente era el último lugar del bajo Manhattan al que alguien habría invitado a una chica en una cita, a menos que pensara llevársela a la cama drogada, pero Brooke se alegró de ir a un sitio donde el ruido impedía cualquier intento de conversación coherente. Bebería una cerveza o quizá dos, escucharía buena música de los ochenta en la máquina de discos y a eso de las doce se metería en la cama, sola.

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