– ¿Cansada, bonita?
– No. He podido soportarlo muy bien.
– De todos modos has hecho una locura. Estás mucho mejor después de la operación, pero una caída puede acabar contigo. No sé si te has llegado a dar cuenta.
– No he pensado en eso.
– ¿Pues en qué?. Ella se retorció los dedos nerviosamente. No le miraba. Tenía los ojos clavados en el vaivén de las barcas y en los reflejos del agua.
– Es difícil de explicar, te lo juro.
– Explicar las cosas siempre produce alivio, Marta.
– Pienso en la vida.
– La vida… ¿Qué pensamiento es ése?
– Uno muy sencillo: la libertad, las calles, mis caderas, mis piernas… Ya ves si es elemental: una calle muy grande y una mujer muy pequeña que anda por ella. Todo lo que yo quería hacer y que no he hecho. Mis amigas, mi portal de niña. Mi escalera. Las gentes a las que apreciaba. Perdóname, a veces no sé lo que me digo… Son como palabras elementales que me obsesionan por las noches, y con ellas construyo frases. Pero la verdad está en las palabras elementales: la ciudad, la libertad, los amigos, el aire. Todo eso la vida nos lo da y no tiene valor. ¿Cómo te lo diría? Es igual que unas monedas en nuestras manos. Y un día te das cuenta de que has perdido esas monedas y ya no las vas a recuperar. Nadie te las dará de limosna.
Hundió la cabeza. Domingo Albert se dio cuenta de que su voz se había quebrado, aunque lo disimulaba.
Marta estaba llorando.
– No te vas a morir, bonita -fue todo lo que pudo decir, mientras intentaba acariciarle las manos.
– No es la muerte.
– ¿Pues qué es?
– Tú no comprendes nada, los hombres, a veces, no comprendéis nada. No es la muerte, sino todo lo contrario: es la vida. La idea de la muerte la acepto, y hasta muchas veces, mirando las ventanas del Clínico, creo que he llegado a acostumbrarme a ella. Pero nunca he llegado a acostumbrarme a la idea de la no-vida. ¿Sabes lo que es la no-vida? ¿Cómo te lo podría explicar yo? Es existir delante de una ventana, es renunciar a los amigos, a los sentimientos, al sexo. Es limitarte a seguir el paso de un rayo de luz. Es palpar las paredes, pero sin salir de ellas. La no-vida, dicha en las palabras más sencillas del mundo, soy yo. Y a eso sí que le tengo miedo. No voy a poder resistirlo.
– Yo tampoco, Marta. Ella desvió la mirada, clavando en el hombre unos ojos que a pesar de todo aún estaban llenos de sugerencias. Marta Estradé era un milagro. Cuando estaba más hundida, una simple palabra o una simple contradicción la hacían revivir.
– Tú? ¿Por qué? -preguntó.
– Porque yo también vivo ante una ventana, al lado de una mujer que no me sugiere nada, y viendo un rayo de luz que se desliza por una pared.
Había unido las manos y también miraba al vacío, a las barcas y a la noche. Por entre sus labios apretados, musitó:
– Pero aún puedo rectificar, Marta. Aún podemos rectificar tú y yo.
– No renuncies a lo que tienes -dijo velozmente Marta Estradé, sin mirarle.
– ¿Yo? ¿Qué tengo yo?
– Al menos puedes cambiar de luz y de pared.
– Y eso es lo que trato de hacer. Pero contigo.
– Yo no valgo nada -dijo Marta Estradé sin mirarle-. ¿Has visto mis piernas?
– Las he visto.
– ¿Mi culo? Albert trató de reír.
– Bueno, tampoco está tan mal -susurró.
– No digas tonterías, por favor… No digas tonterías.
– He visto tus ojos, Marta. No sé si te das cuenta: tus ojos. Tú eres un milagro. Uno tiene la sensación de que a tu lado todas las otras mujeres son simples estatuas o simples colchones, de que contigo todo es posible si te ayudan a vivir.
– ¿Y vas a ayudarme tú?
– O tú a mí, quién sabe.
– Escucha…
– ¿Qué?
Marta Estradé no contestó. Había vuelto nuevamente la cabeza hacia el mar, hacia las luces lejanas, hacia el secreto de sus propias lágrimas, que no quería que él descubriese. Fue entonces cuando le pareció que Domingo Albert había pronunciado unas palabras importantes y que, en compensación, ella tenía que ser absolutamente sincera. Musitó:
– Nunca te divorcies por mí.
– Ni siquiera sé si pienso divorciarme. No, no… Es algo más profundo. Quiero romper con toda mi vida anterior, que hasta ahora ha sido una inutilidad y una mentira. Te confieso que aún no sé cómo se rompen las mentiras. Pero algo intentaré si tú me ayudas. Te pido que lo busquemos los dos.
La mujer se apartó un poco, subió un peldaño más como si quisiera que las sombras la cubriesen mejor.
– Antes iba a decirte algo -musitó-, pero no me he atrevido. En fin, es muy sencillo: si buscas una dulce inexperta, tampoco lo soy. Me he acostado con algunos hombres.
– ¿Con quiénes?
– Con dos compañeros de las manifestaciones, gente que se jugaba la cara por mí.
– Yo no te he preguntado nada de eso, Marta.
– Pero yo quiero decírtelo.
– Bueno, yo supongo que la lucha clandestina, o casi clandestina, crea sentimientos muy intensos… y también compañerismos de toda clase. Que tuvieses dos amigos íntimos entre los luchadores me parece natural. Lo extraño hubiese sido lo contrario. Ya te habrías parecido a mi mujer, que no tiene amigos en ninguna parte.
– No es sólo eso. Hace pocos días me acosté con un hombre. Fuimos a un sitio de pago, un sitio donde van las parejas de la burguesía: la Casita Blanca.
Domingo Albert cerró un momento los ojos, queriendo disimular la lucecita amarga que estaba pasando por ellos. Y susurró:
– Carlos Bey, claro.
– No.
– ¿Pues quién?
– Uno que no conoces. Podría decirte que fue un cualquiera, pero que también estaba lleno de ansias de vivir. Creo que fue eso lo que me contagió: el deseo de no seguir siendo mi propio recuerdo.
– ¿Disfrutaste?
– ¿Por qué me lo preguntas? ¿Piensas que una mujer es menos culpable cuando no disfruta?
– No sé… Perdona, ha sido una tontería. No me contestes.
– ¿Y por qué no? Me he propuesto ser absolutamente sincera conmigo. Y en este sentido he de decirte que no disfruté.
– ¿Volverías a hacerlo?
– No.
– Gracias, Marta.
– ¿Por qué? ¿Por mi confesión? ¿Vale la pena la confesión de un mueble?
– Porque has dicho que no volverías a hacerlo. Marta Estradé movió la cabeza violentamente.
– Todos los hombres sois en el fondo unos cochinos burgueses -dijo-. Lo vuestro, vuestro.
Pero le había asido las manos con fuerza, con mucha fuerza. Y estaba llorando otra vez.
El hombre a quien Marta Estradé se había referido sin nombrarlo estaba en aquel momento mirando la Diagonal desde una de las ventanas de La Oca, un restaurante-granja-bar de negocios para clientes que quisieran arrancar urgentemente algún bisté y alguna peseta. A la hora en que Dani Ponce se había situado allí, sin embargo, los negociantes desesperados habían sido sustituidos por audaces parejas que querían arrancarse mutuamente un polvo, aunque sin ponerse de acuerdo sobre las condiciones del mismo. Algunas mujeres que hacían la ruta por la parte alta de Urgel y la calle de Buenos Aires se detenían a intervalos allí, ante las ventanas, y esperaban in situ una clientela formada generalmente por ejecutivos en crisis, y algunas veces por expresidiarios que habían alquilado un traje. La Plaza de Francesc Maciá iba quedando en sombras, surcada solamente por coches de gente que no pagaba, por coches de agentes de cobros y por coches de abogados que trabajaban para ambos a la vez. La ciudad seguía estando viva e iba hacia el progreso, ya no podía dudarlo nadie.
Los ojos de Daniel Ponce escrutaron la Diagonal más allá de las dos o tres mujeres paradas, más allá de los dos o tres imposibles clientes en paro que las contemplaban. Eduardo Contreras había terminado la primera parte de su paseo de todas las noches y regresaba desde la Plaza de Maciá a la calle de Muntaner. Aquel maldito era un reloj. Pero sin embargo algo había cambiado en él, algo que anulaba del todo los primitivos planes de Ponce: Eduardo Contreras no había vuelto al cine. Es decir, repetir la tentativa del parking, que una vez había salido mal por pura casualidad, era imposible. Acabar con Eduardo según el primer plan previsto requería inexcusablemente la presencia de la noche. Apuñalarlo durante el día en un parking donde sonaba un grito y acudía un inspector de Hacienda, era demasiada temeridad.
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