Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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– No te preocupes, el coche que he comprado no pasa de los setenta kilómetros por hora -le digo, aunque en realidad aquí estoy fuera de la jurisdicción de papá.

– En el camino de un hombre por el extranjero se presentan muchas tentaciones, Lobbi, y muchos buenos chicos han caído en ellas como tontos -luego me cuenta que Jósef va a ir a comer y que ha pensado en invitar también a Bogga, porque el otro día le invitó ella a él a sopa de carne.

El problema radica en que es incapaz de descifrar las recetas de mamá.

– Son hojas sueltas, la escritura no es siempre legible y al parecer no mencionaba cantidades ni proporciones. En las hojas no hay números.

– ¿Qué pensabas cocinar?

– Sopa de fletán.

– Creo recordar que hacer sopa de fletán es bastante complicado.

Ya he comprado el fletan. La cuestión es dónde se meten las ciruelas pasas y si hay que ponerlas en remojo la mañana anterior, como cuando mamá hacía gachas de ciruelas.

– Creo que también ponía las ciruelas en remojo por la mañana cuando hacía sopa de fletán.

– Eso mismo recordaba yo.

– Bueno, papá, te llamaré algún rato por el camino.

– Sé muy prudente, Lobbi.

Extiendo el mapa de carreteras sobre el capó amarillo limón y compruebo el itinerario. No conozco el país pero busco nombres de lugares, números de carreteras y distancias kilométricas. Me percato de que si sigo una antigua ruta de peregrinos que atraviesa las fronteras de tres países daré, desde luego, vueltas y más vueltas de una iglesia a otra y el camino se hará más largo, pero a cambio tendré la posibilidad de familiarizarme con la vegetación y charlar con los lugareños. Cuando uno tiene que estar siempre preguntando el camino, conoce gente, practica el idioma y come en restaurantes caseros. Pongo el dedo índice sobre el mapa y decido que allí me alojaré esta noche, aproximadamente por allí, dos centímetros arriba o abajo. Exactamente doscientos kilómetros más o menos en el mapa del mundo. Muchas guerras han empezado por menos que eso, incluso por un par de milímetros de más o de menos. Voy pasando el índice hasta el borde del mapa, al destino de mi viaje, al final del todo, en la parte más baja del capó. El lugar no está indicado en el mapa, pero me parece que la ruta de peregrinos acaba por allí cerca. Me doy cinco días para llegar a mi destino, la rosaleda.

Capítulo 17

Tengo las dos manos sobre el volante y la ruta de peregrinos serpentea delante de mí, una curva tras otra mientras atravieso el bosque, árboles a los dos lados. Tengo el sol en la cara desde el mediodía, pero cambiará de sitio cuando empiece a declinar el día.

Me siento estupendamente solo, aunque quizá sea más práctico tener a alguien que mire el mapa, y así evitar perderse. De modo que lo que hago es poner de vez en cuando el intermitente y parar al borde del bosque de oscuro color verde, apagar el motor, mirar el mapa y, de paso, regar las plantas del maletero. Claro que hay que tener los ojos bien abiertos por si aparecen ciervos o jabalíes o animales pequeños cruzando la carretera. Intento recordar qué clase de animales puede haber. Creo oír la voz de papá a mi lado:

«Los bosques pueden ser peligrosos, en ellos se ocultan osos y lobos y también bandoleros, probablemente se comete algún delito en las espesuras de un bosque cada poquísimo tiempo, según se podrá leer en el periódico local a la mañana siguiente. Se habla con frecuencia de chicas que hacen autostop y que no son más que el cebo de toda una banda de ladrones. En cuanto paras el coche, de los matorrales más próximos salen corriendo sus compinches.»

Las preocupaciones de papá son agobiantes, y a diferencia de él, yo confío en el mundo. Miro un instante hacia un lado; no, no es mamá.

Siento que mamá está empezando a desaparecer, me da tanto miedo no poder recordarlo todo dentro de poco. Por eso rememoro nuestra última conversación por teléfono, cuando me llamó desde el coche accidentado y se entretuvo en toda clase de minucias imaginables. Mamá llamaba a papá, pero fui yo quien cogió el teléfono. Papá le había regalado el móvil poco antes, pero yo no tenía idea de que lo hubiera utilizado nunca ni de que se lo llevara cuando salía. Para prolongar su existencia, estoy siempre descubriendo algo nuevo sobre ella, cada vez que recuerdo algo acumulo información nueva sobre algo que antes desconocía.

Papá no se había despedido de ella de ninguna manera especial esa mañana, y no le fue fácil perdonarme por haber respondido al teléfono, pero aún más difícil le fue perdonarse a sí mismo por no haber estado en casa. Quería que fuesen suyas las últimas palabras de mamá, que no se le fuera sin dedicarle a él sus últimas palabras.

– Me necesitó y yo estaba en la tienda comprando un alargador -dice.

Representó para él una inmensa amargura que mamá se fuera antes que él, una mujer dieciséis años más joven, como no se hartaba nunca de repetir papá, sólo tenía cincuenta y nueve años. Se había imaginado las cosas de un modo totalmente distinto.

Mamá me cuenta que ha tenido un pequeño accidente, que han llegado los equipos de emergencia… y que no tengo por qué preocuparme, está en buenas manos, aquellos chicos trabajan que da gusto verlos, lo bien que lo organizan todo.

– ¿Un pinchazo, mamá?

– Imagino que sí -me dice con voz lenta y tranquila-. Yo diría que debió de ser un pinchazo. El coche parecía un tanto inestable.

La voz le temblaba un poquito, o eso parecía, pero me dijo dos veces que no me preocupara por ella, que había tenido un pequeño accidente (éstas fueron las palabras que utilizó), un pequeño accidente, por pura torpeza suya. Volvería a llamar más tarde, «cuando los de emergencias pusieran el coche en la carretera», añadió, como si fuera una corredora de rallies con cuatro mecánicos de apoyo.

– ¿Te saliste de la carretera?

– Encárgate tú de la cena tuya y la de tu padre, por si no llego yo a tiempo, puedes calentar las albóndigas de pescado de ayer, esto va a llevar aún un rato.

Hace entonces una pausa antes de pasar a la descripción de su paraíso de colores otoñales. El sol del que hablaba estaba totalmente oculto para mí. Llovía por todo el país, y según el informe de la policía fue precisamente la humedad de la carretera lo que provocó el accidente. Todo estaba mojado, el asfalto estaba mojado, la hierba estaba mojada, la lava estaba mojada y ella describía los espléndidos colores de la tierra, cómo destellaba el musgo que el sol teñía de dorado en medio de la negra lava, ella hablaba de un hermoso resplandor, hablaba de la luz, sí, de la luz.

– ¿Estás en medio del malpaís, mamá? ¿Estás herida, mamá?

– Probablemente necesitaré una montura nueva para las gafas.

Sé que quedaba poco de la conversación, pero para alargar el tiempo de los recuerdos, para conservarla por más tiempo a mi lado, añado al manuscrito, en la recapitulación, lo que no llegué a tiempo de decirle.

– Oye, mamá, mamá, se me ha ocurrido si no convendría trasplantar al jardín la rosa de ocho pétalos que tienes en el invernadero, la ponemos en uno de los macizos y a ver si aguanta bien el invierno.

O habría podido preguntarle por algo que precisara una respuesta más larga.

– ¿Cómo se hace la salsa de curry, mamá, y la sopa de cacao, mamá, y la sopa de fletán?

Después tengo la sensación de que dijo, aunque no estoy del todo seguro, que no me impacientara con papá, aunque fuera un tanto chapado a la antigua y tuviera unas costumbres algo estrafalarias. Y que siguiera llevándome bien con mi hermano Jósef.

– Pórtate bien con papá. Y no te olvides de tu hermano Jósef. Le cogías de la mano cuando estabais aún en la incubadora -¿es posible que dijera eso?

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