Sofi Oksanen - Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia.
Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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Un par de días después apareció Aino, la vecina, que había enviudado recientemente y estaba embarazada. Tras atravesar el campo a todo correr sujetándose el vientre, se detuvo exhausta delante de Ingel y contó que los chicos de Berg estaban camino de su casa, ya habían pasado por la suya desfilando con aire marcial, y el más joven enarbolaba la bandera azul, negra y blanca de la República estonia. Ingel y Aliide dejaron la siega de inmediato y se apresuraron hacia su hogar. Los chicos de Berg esperaban ante la puerta fumando pitillos de liar. Saludaron a las mujeres.

– ¿Habéis visto a Hans?

– ¿Y por qué lo preguntáis? No ha pasado por casa desde que se fue.

– Pero volverá, tarde o temprano.

– De eso no sabemos nada.

Los chicos de Berg dejaron un aviso de su parte. Dijeron que estaban reuniendo tropas y buscando a los mejores para que se uniesen a ellos. Ingel les dio pan y un cántaro de tres litros de leche y prometió transmitir el mensaje. Sin embargo, cuando desaparecieron tras los sauces blancos, Ingel murmuró que no se lo contaría a Hans. ¡Seguro que saldría corriendo tras ellos! Aliide pasó por alto los balbuceos de Ingel y aseguró que dentro de nada oirían por allí la ruidosa motocicleta de la Checa, la policía secreta, porque era difícil imaginarse un hecho más llamativo que una marcha de los chicos de Berg. ¿Lo comprendía Ingel?

Pusieron manos a la obra. Cuando el reloj anunció la siguiente hora, Hans ya había desaparecido en el lindero del bosque. Lipsi empezó a ladrar delante de la casa y la motocicleta se dejó oír. Las hermanas se miraron. Habían conseguido hacer desaparecer a Hans en el último momento, pero si se quedaban sentadas a la mesa de la cocina en horas de siega levantarían sospechas, pues parecería que había pasado algo y que simplemente estaban esperando a que las fusilasen. Así que vuelta a la faena. Desde la despensa al establo de las vacas, y del establo de las vacas al de los caballos, y desde éste hasta el prado a través de un susurrante sembrado de tabaco, justo cuando la moto con sidecar derrapaba delante de la casa.

– Hemos dejado la olla al fuego. Se darán cuenta de que acabamos de estar allí -dijo Ingel sin aliento.

No habían cerrado la puerta con llave, pues habría sido sospechoso. Pronto los chequistas verían el agua de cocer los huevos para la merienda de Hans hirviendo en la cacerola y se percatarían de que la cocina había sido abandonada a toda prisa. Las mujeres se quedaron a espiar tras un montículo de piedras en medio del prado. Los hombres vestidos con cazadoras de piel entraron en la casa, pasaron un rato dentro, salieron, miraron alrededor y se fueron. A Ingel le extrañó que se marchasen tan rápido y empezó a arrepentirse por haber hecho que Hans fuese al bosque tan a la ligera. Quizá podrían habérselos quitado de encima hablando un rato con ellos. De haber estado allí, tal vez los hombres sólo se hubiesen quedado un momento. Hans podría haberse quedado en el trastero sin riesgo alguno. Ingel, la tonta. Aliide no lograba entender cómo Hans había podido escoger a una mujer así.

– Tenemos que hacer algo.

– ¿Como por ejemplo?

– Déjame a mí.

Por las noches, Ingel lloriqueaba y Aliide sopesaba sus alternativas. De Ingel no podía esperar que pensara de forma racional, ni siquiera se fijaba en si el pan que le daba a Linda estaba mohoso y apenas reconocía a sus amigos. Mientras Ingel tendía la ropa a secar bajo la lluvia y farfullaba oraciones, Aliide seguía reflexionando. Para que Hans pudiese conservar la vida, tendría que limpiar su reputación por haber pertenecido a los voluntarios de la defensa, a la organización Omakaitse y a los guardias de Riigikogu, además de haber participado en la guerra de Finlandia. No saldría de aquello a base de palabras, y huir ya no era posible.

Un compañero de catecismo de Hans, Theodor Kruus, había salido adelante incluso después de haber repartido folletos contra la Unión Soviética, pero Aliide conocía el precio. Ingel no lo sabía, y así era mejor.

Al jefe de la milicia de la aldea le gustaba tener carne joven y mejillas sonrosadas bajo su enorme barriga. Cuanto más joven, mejor. Cuanto mayor era el delito de los padres, más joven tenía que ser la muchacha o más noches hacían falta para purgar el delito, no bastaba una noche y tampoco un himen. Soltaron a Theodor Kruus porque su atractiva hija pagó la libertad de su padre acudiendo de noche al jefe de la milicia, ante el que se quitaba el vestido y las medias y se arrodillaba. El expediente sobre el agitador Theodor Kruus desapareció, sus panfletos y su actividad contra la Unión Soviética le fueron cargados a otro, a quien condenaron a diez años en las minas y a cinco de destierro. Los actos de Hans se penaban con la muerte, o, en el mejor de los casos, varios años en Siberia.

¿Sabría Theodor lo que había hecho su hija? Quizá el jefe de la milicia se lo había contado. Aliide podía imaginárselo perfectamente, con sus botas bien lustradas y las piernas separadas, susurrándolo al oído de Theodor.

Ingel no sería capaz de algo así, lo único que sabía hacer era lloriquear con la nariz pegada al tapiz de la pared. Tampoco era lo suficientemente joven para el jefe de la milicia. Ni siquiera Aliide lo era. Aquel hombre sólo quería muchachas que todavía no eran mujeres. Por lo demás, Aliide no se consideraba capaz de algo así. ¿O sí? Continuaba insomne por las noches, con aquellas ojeras oscuras y sin nadie a quien preguntar qué hacer.

Después de infinidad de horas despierta, Aliide pensó en las cortinas. Pasaba el tiempo mirando y mirando, mirando fijamente la noche oscura, la luna llena, la luna nueva, la creciente y la menguante. Echaba de menos a su madre, a quien podría haber pedido consejo, y a su padre, que habría sabido cómo actuar. Echaba de menos a cualquiera que hubiese sido capaz de aconsejarla. Deseaba que le devolviesen sus sueños, que Hans estuviese en casa y que desapareciera aquella molesta luna al otro lado de la ventana. Y mientras cavilaba todo eso, de repente se le ocurrió que la solución era coser unas cortinas. Ingel, entusiasmada, puso manos a la obra inmediatamente. ¡Hans podría estar a veces en la cocina si tenían cortinas! Era un plan así de simple y alocado. Y las tomaron por locas cuando Aliide empezó a tejer ruidosamente con la rueca e Ingel a bordar la tela, aunque el hilo les habría hecho falta para otra cosa. La gente de la aldea no daba importancia a las extravagancias de las hermanas, convencida de que la guerra las había trastornado, lo que les vino bien. Aliide mandó a Ingel a explicar que los trabajos manuales les aliviaban las penas, que gracias a la aguja y el hilo olvidaban su dolor. Según instrucciones de Aliide, contaba también por la aldea una historia sobre su prima de Tallin, que les había dicho que las cortinas largas estaban de moda en París y Londres. La prima les había enseñado unas revistas de decoración extranjeras, y en éstas no aparecían las cortinas de media ventana propias del campo, rematadamente anticuadas. A veces, a Aliide le parecía que, cuando hablaban de sus cortinas, la gente las miraba como se mira a quien miente pero se lo deja estar, simulando creer lo que cuenta, y eso hacía que se esforzara en explicar que, aunque se tratase de un lujo innecesario en aquellos tiempos, a pesar de lo mal que iban las cosas y aunque pareciese una tontería, en el campo también podían tomar ejemplo de la moda de la ciudad. Aliide se proclamaba mujer de una nueva era, y por tanto quería cortinas de una nueva era, las primeras cortinas largas de la aldea.

Se habituaron a correrlas casi todas las noches. A veces no lo hacían, para que quienes pasaban por allí viesen que en la casa la vida seguía igual y no tenían nada que ocultar.

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