Sofi Oksanen - Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia.
Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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Despertó en una zanja. Era de noche. ¿La noche de qué día? ¿Había pasado un día o dos o sólo una noche? Un búho ululaba. Unas nubes negras cruzaban el cielo iluminadas por la luna. Tenía el pelo mojado. Se incorporó y se sentó, se arrastró hasta la carretera, tenía que conseguir llegar a casa. La camiseta interior, la enagua, el vestido y las ligas que le sujetaban las medias estaban en su sitio. El pañuelo no. Y le faltaban las medias. No podía ir a casa sin ellas, de verdad que no, porque Ingel… ¿Estaría su hermana siquiera en casa? ¿Estaría bien? ¿Y Linda? Aliide quiso correr, pero las piernas no la sostenían, se arrastraba, gateaba, se incorporaba, se tambaleaba, cojeaba, zigzagueaba, avanzando poco a poco. Seguramente Ingel estaría en casa, esta vez sólo habían ido por ella, su hermana estaría en casa. Pero ¿cómo iba a explicarle la desaparición de las medias? Respecto al pañuelo, podía decirle que lo había olvidado en la aldea. Había charcos en la carretera, había llovido. Bien. Se había quitado el pañuelo mojado y lo había olvidado en algún sitio. Pero las medias… No, sin las medias no podía volver. Una mujer decente no andaría ni por su propio jardín con las piernas desnudas. El cobertizo. En el cobertizo había medias. Tendría que ir al cobertizo. Pero la puerta estaba cerrada y la llave la guardaba Ingel. No había forma de entrar, sólo si alguien hubiera dejado la puerta abierta.

Durante todo el camino a casa se concentró en pensar en las medias, no en Ingel, ni en Linda, ni en lo ocurrido. Fue nombrando en voz alta los distintos tipos de medias: de seda, de algodón, marrón oscuro, negras, marrón claro, grises, de lana, medio caídas… Ya se divisaba el cobertizo, amanecía, medias de niña, había rodeado la casa por el prado para entrar por detrás, medias bordadas, medias de fábrica, medias que se canjeaban por dos kilos de mantequilla, medias por dos tarros de miel, por el salario de dos jornadas. Ella e Ingel habían trabajado un par de días para otras casas y les habían pagado con sendos pares de medias, medias de seda negra con puntera de algodón. Los sauces blancos susurraban en el sendero de la casa, se veía ya una parte de ésta tras los abedules del jardín, las luces estaban encendidas. ¡Ingel estaba en casa! No se oía al perro, medias de lana sin tintar, medias de espuma, llegó al cobertizo, probó la puerta. Cerrada con llave. Tendría que entrar sin medias, mantenerse alejada de la luz, sentarse cuanto antes a la mesa y esconder las piernas debajo. A lo mejor no se daban cuenta. No habría estado mal tener un espejo. Se pellizcó las mejillas, se alisó el pelo, se tocó la cabeza, pero la sentía pegajosa, medias de seda, medias de algodón, medias de lana, medias de nailon… Sacó un cubo de agua del pozo, se lavó las manos y se las frotó enérgicamente con una piedra, puesto que no tenía cepillo, medias marrones, medias negras, medias grises, medias sin tintar, medias bordadas, ahora tendría que entrar. ¿Lo conseguiría? ¿Cruzarían sus pies el umbral, sería capaz de hablar con alguien? Con suerte, Ingel tendría tanto sueño que no podría ni hablar. A lo mejor Linda todavía dormía, era muy temprano.

Aliide llevó su cuerpo hasta el jardín; podía observarse andar desde atrás, ver cómo adelantaba una pierna y la otra, agarraba el picaporte, cómo le salía la voz: «Hola, soy yo.» La puerta se abrió e Ingel se apartó para dejarla pasar. Menos mal que Hans estaba en el cuartucho. Aliide suspiró. Ingel la miraba fijamente. Aliide levantó la mano indicándole a su hermana que no dijese nada. Los ojos de Ingel bajaron hasta sus piernas desnudas, y ella volvió la cabeza y se agachó para acariciar a Lipsi. Linda entró en la cocina desde la habitación, pero se detuvo en seco al ver la mueca torcida de su madre. Ésta le ordenó que fuese a lavarse, mas la niña no se movió.

– ¡Obedece!

Linda lo hizo. La jofaina esmaltada traqueteaba, el agua salpicaba, Aliide seguía de pie en el mismo sitio y apestaba. ¿Estaría Linda mirando a hurtadillas sus piernas desnudas? Tumbó su dolorido cuerpo en el colchón de paja y se tranquilizó. Ingel se asomó a la puerta para decirle que le iba a preparar un baño en cuanto Linda se marchase al colegio.

– Quema la ropa.

– ¿Toda?

– Toda. No les he contado nada.

– Lo sé.

– Vendrán a por nosotras otra vez.

– Tenemos que mandar fuera a Linda.

– Eso despertaría sospechas en Hans, y él nunca debe sospechar nada. No podemos contárselo.

– No podemos contárselo -repitió Ingel.

– Tendríamos que marcharnos.

– ¿Adónde? ¿Y Hans?

1947, oeste de Estonia

Entraron como si fuesen los amos

Aquella noche de otoño estaban preparando jabón. Linda jugaba con sus pájaros hechos con corteza de castaña y con el broche alemán de Ingel, sacando brillo a sus piedras de cristal azules; hacía cualquier cosa menos deletrear el abecedario, como siempre. Los tarros de confitura de manzana preparada el día anterior estaban sobre la mesa a la espera de ser guardados en la despensa, y al lado había una jarra de zumo de manzana sobrante. El resto del zumo ya lo habían embotellado. Había sido una buena jornada, la primera después de la noche que Aliide pasó en el sótano del ayuntamiento, la primera en que se había despertado y no había pensado en ello, sino que, antes de recordarlo, le había dado tiempo a contemplar un momento el sol matinal, que entraba a raudales por la ventana. Aunque nadie había ido en busca de las hermanas después de que Aliide volviese a casa, aún se sobresaltaban cada vez que alguien llamaba a la puerta, pero eso le pasaba a cualquiera en aquellos tiempos difíciles. Sin embargo, la mañana de aquel día Aliide vio un rayo de esperanza. Quizá se olvidasen de ellas si al fin se habían convencido de que no sabían nada. Quizá por fin las dejasen trabajar en paz, preparar sus confituras y conservas, quizá las dejasen tranquilas.

Aino había ido de visita y estaba sentada a la mesa, charlando. Como le habían robado el barril de carne destinada para hacer jabón, ellas le habían prometido darle parte del que prepararan. Era agradable oír charlar a Aino, las palabras de una persona de fuera aliviaban el silencio lacerante que reinaba en la cocina. Las palabras cotidianas de Aino tenían un eco tierno e incluso la historia sobre el destino de su cerda, que pesaba cien kilos y había contraído la peste porcina, resultaba familiar, porque en aquel ambiente cada palabra sonaba agradable. La peste porcina había hecho presa en la cerda de Aino, que había tenido que hacer una matanza de urgencia, desangrarla y salar su carne. Pero el barril había desaparecido del sótano mientras estaba de visita en casa de su madre.

– ¡Imagínate! ¡Ahora alguien va a comérsela! ¡Y era para hacer jabón! -Aino negó con la cabeza.

– Tiene que haber sido alguien de fuera, porque toda la gente de la aldea sabe de qué murió tu cerda.

– Menos mal que no había nada más en aquel viejo sótano.

Los ingredientes del jabón habían estado a remojo varios días y ahora ya los habían enjuagado, y esa tarde estaban por fin cociéndose en una olla grande a fuego lento, así que Ingel se dispuso a añadir la sosa. Era trabajo de Ingel, porque Aliide carecía de paciencia para ello, en cambio, su hermana era muy mañosa para cocer el jabón, como para todas las tareas domésticas. Las pastillas de jabón de Ingel siempre habían sido las más gruesas y las de mejor calidad, como para estar orgullosa de ellas, pero esa tarde ni siquiera eso irritaba a Aliide, porque aquél era el primer día en que todo parecía un poco normal. Por la mañana había pasado el tintorero Joosep para tratar de venderles sus tintes para tela. Alguien se los traía a escondidas de la fábrica de Orto, eran colores puros, sin añadidos. De paso, habían podido enterarse de los chismorreos de las aldeas colindantes, y ahora la olla de jabón echaba espuma e Ingel la removía con un cucharón de madera. Aino seguía charlando y negando con la cabeza expresando sus dudas sobre los koljós. ¿Cómo podría pagar aquellas cuotas cada vez más altas? Las hermanas compartían la misma preocupación, pero la noche anterior Aliide había decidido no preocuparse demasiado por ese asunto, ya tendría tiempo más adelante para afligirse. La charla de las mujeres fue interrumpida por un chillido proveniente del otro extremo de la mesa: Linda se había pinchado con la aguja del broche de Ingel. Ésta agarró el broche, lo prendió en la blusa de su hija y le prohibió jugar con él. Linda se fue lloriqueando al rincón de la cocina al que se había escapado con sus pájaros de castaña cuando Ingel la había asustado diciéndole que las salpicaduras de sosa podrían abrasarle las manos. Ese ajetreo familiar hizo sonreír a Aliide, que convenció a Linda para que se despidiese con la mano de Aino cuando más tarde ésta se marchó a ordeñar sus vacas. Volvería al día siguiente. Entonces, el jabón ya estaría listo para cortar y Aino se llevaría unos trozos a su casa para secar. Aliide se desperezó. Pronto iría al establo con Linda para dar de comer a los animales y Hans podría entrar en la cocina para bajar la pesada olla del jabón al suelo a fin de que se enfriase.

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