Toda la aldea esperaba noticias de Narva. ¿Cuándo volverían a casa los hombres? Ingel preparaba sopa de zanahoria y remolacha dulce, Hans se relamía de gusto comentando lo bien que sabía y su mujer seguía atareada con el guiso de macarrones y remolacha, con el jugo de remolacha, y seguían esperando. Hans se daba auténticos festines de torta de remolacha, asentía aprobadoramente ante los bollos de remolacha, mientras con las cortezas de las castañas hacía flores y pájaros para Linda. El ambiente tan azucarado de la cocina le provocaba náuseas a Aliide. Envidiaba a las mujeres de la aldea que tenían un hombre a quien esperar, alguien por quien aprender a preparar bollos de remolacha dulce, pero ella, una chica adulta, sólo podía esperar a sus padres. Habría querido esperar a que Hans se reuniese con ella desde algún lugar lejano, no desde el otro lado de la mesa, pero intentaba ahuyentar ese pensamiento porque era vergonzoso, ingrato. Las mujeres de la aldea suspiraban diciendo que ojalá ellas tuviesen tanta suerte; tenía un hombre en la casa e Ingel era la más feliz de las mujeres, ante lo que a Aliide no le quedaba más que asentir apretando sus resecos labios.
Ingel no paraba de inventar recetas, incluso una para hacer bombones de remolacha dulce, con leche, sirope de remolacha, mantequilla y nueces. Apartó a Aliide de los fogones, ya que darle el punto exacto de cocción a la leche con el sirope era un trabajo difícil, y después había que mezclar las nueces con la mantequilla y darle otra cocción. Le permitió sentarse a la mesa y cuidar de Linda y de la bandeja donde vertía la mezcla. Tenía que observar con atención, aseguraba Ingel, pues le preocupaba cómo se las arreglaría Aliide más adelante, cuando tuviese su propia familia y sus propias remolachas, si ahora no practicaba. También podía aprender mejor cómo cuidar de un niño. Aliide estuvo a punto de preguntarle a qué familia se refería, pero calló y le dio la impresión de que Ingel temía que su hermana menor se quedase toda la vida holgazaneando por la casa. Ingel había empezado a dejar el periódico a la vista de Aliide, siempre abierto como por casualidad por la página de contactos. Pero ella no quería a un señor que buscase una dama menor de veinte años y tampoco a uno a quien le gustasen las señoritas no muy delgadas. No quería a nadie más que a Hans.
Ante la puerta de Maria Kreeli ya hacía tiempo que se formaban colas, pues las mujeres iban a preguntarle por sus maridos desaparecidos al otro lado de la frontera. Al final, la vieja tuvo que echar el pestillo y ya no recibía ni siquiera a Aliide, aunque ésta había sido su proveedora de miel durante años. Un día apareció en la aldea un gitano que leía el futuro en las cartas y la gente que se amontonaba delante de la casa de la vieja Kreeli acudió a él. Ingel y Aliide lo visitaron una vez y les predijo que sus padres ya estaban camino de vuelta. Hans se burló de ellas cuando volvieron entusiasmadas por la buena nueva y dijo que se fiaba más de las promesas de los alemanes que de las cartas de los gitanos. Los alemanes habían jurado que conseguirían traer de vuelta a cuantos habían sido conducidos al otro lado de la frontera. Ingel se puso a examinar su libreta de recetas, avergonzada, y Aliide no quiso contrariarlo diciéndole que creía más en las predicciones de los gitanos.
– He invitado a algunos alemanes a jugar a las cartas esta noche. Ingel puede ofrecerles sus deliciosos bombones y a cambio podréis refrescar vuestros conocimientos de alemán. ¿Qué os parece?
Aliide se sorprendió. Hans jamás había invitado a casa a ningún alemán. ¿Tan desesperada estaba su hermana por encontrarle marido? Si ni siquiera le gustaban los alemanes.
– Echan mucho de menos sus hogares y necesitan compañía. Son hombres jóvenes -explicó Hans a Aliide.
Ésta miró a Ingel, que sonrió.
Jugaron a las cartas hasta muy tarde. Los alemanes habían colgado sus armas nada más llegar. Ingel sonrió en agradecimiento y les ofreció bollos de remolacha y compota de bayas de serbal con remolacha. Los alemanes cantaban canciones de su país y hacían reír a Aliide, aunque ella no conseguía entenderlas del todo. El lenguaje de gestos y la mímica ayudaban, y aquellos hombres se sintieron entusiasmados incluso por los escasos conocimientos de alemán de las hermanas. Ingel se había retirado en plenos cánticos para lavar el centeno; Aliide oía verter la leche sobre los granos. «¿Recuerdas que siempre tiene que ser leche desnatada?» Ingel le había enseñado los trucos para preparar sucedáneo de café. El recipiente entró con estrépito en el horno, donde aún flotaba el olor a pan recién cocido, y Aliide hubiese preferido estar ayudando a su hermana en la cocina que sentada a la mesa con aquellos soldados, aunque eran unos muchachos divertidos. Acudieron de nuevo la tarde siguiente. Y una tercera. Aliide se sentía molesta, Ingel entusiasmada. Aliide no quería a nadie más que a Hans, pero su hermana exigió que esta vez fuese ella quien preparase el café.
– Primero echas la remolacha dulce muy, pero que muy picada, en el agua hirviendo. La cueces de veinte a treinta minutos, después la pasas por el colador y añades la achicoria y la leche. ¿Te acordarás? Así no tendré que aconsejarte en presencia de nuestros invitados. Demuéstrales que eres una buena ama de casa.
Durante su quinta visita, los soldados anunciaron que los trasladaban a Tallin. Aliide se sintió aliviada, pero Ingel frunció el cejo. Hans las consoló diciendo que seguramente vendrían más alemanes. Y sus padres también volverían. Todo iría bien. Antes de despedirse, uno de los soldados le dio su dirección a Aliide y pidió que le escribiese. Ella se lo prometió, aunque sabía que nunca lo haría. Notó el intercambio de miradas entre Ingel y Hans a su espalda.
Ni su padre ni su madre volvieron.
Hans le talló a Ingel unos bonitos zuecos, les puso unos lazos y anunció que iba a seguir a las tropas alemanas.
Las veladas de las hermanas se volvieron interminables. Una noche, desapareció de la aldea Joffe, el hijo de Armi, junto con sus hijos, su mujer y sus suegros. Corría el rumor de que se habían marchado a la Unión Soviética buscando refugio. Eran judíos.
1944, oeste de Estonia
Primero se hacen las cortinas
Los rusos ya se habían vuelto a desplegar por todo país cuando una noche Hans llamó a la ventana de la habitación de atrás. Aliide agarró un hacha, Ingel empezó a rezar en voz baja el padrenuestro y Linda se escondió bajo la cama. Pero pronto comprendieron. Dos toques largos, dos cortos. Hans había vuelto.
Mientras Ingel lloriqueaba de alegría, Aliide meditó sobre dónde podrían esconderlo. Les contó entre susurros que había escapado de las filas alemanas y cruzado el Báltico haciéndose pasar por finlandés. Sin dejar de llorar, Ingel le decía que al menos podía haber intentado mandar alguna carta, pero Aliide se alegraba de que no lo hubiese hecho. Cuanta menos información hubiese en papel sobre los movimientos de Hans, mejor. Debían olvidar la escapada de su cuñado al ejército, eso nunca había pasado, a ver si Ingel también lo entendía. ¿Volvería el trastero detrás de la cocina a utilizarse otra vez como escondite? Hans ya había estado allí antes, aquella vez que habían llegado los rusos. Era un buen sitio, sin ventanas, y allí lo escondieron. Pero ya después de la primera noche, su intranquilidad empezó a aumentar y se puso a preguntar sobre los movimientos de los partisanos, los Hermanos del Bosque. La inactividad hería su autoestima masculina y al menos quería participar en las tareas domésticas. Era tiempo de siega, por los campos había otros hombres disfrazados con faldas, pero Ingel no se atrevía a permitírselo. Nadie tenía que enterarse de su regreso, cosa que le dejaron bien clara también a Linda.
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