Al principio, ella no contestó. Reflexionó unos segundos y luego me preguntó:
– ¿Cuándo fue la última vez que tuvo relaciones sexuales?
– Hace algo más de dos años.
– ¡Ah! – exclamó ella casi con triunfo- ¡Ya lo ve! En esas condiciones, ¿Cómo quiere amar la vida?…
– ¿Querría hacer el amor conmigo?
Ella se quedó confusa, creo que incluso enrojeció un poco. Tenia cuarenta años, estaba delgada y bastante estropeada; pero esa mañana me parecía realmente encantadora. Guardo un recuerdo muy dulce de ese momento. Un poco a su pesar, sonreía; creí que iba a decir que sí. Pero al final se dominó:
– Ese no es mi papel. Como psicóloga, mi papel es ayudarle a recuperar un estado en el que pueda poner en práctica estrategias de seducción que le permitan volver a tener relaciones normales con mujeres.
En las siguientes sesiones hizo que la sustituyera un colega.
Más o menos en la misma época, empecé a interesarme por mis compañeros de infortunio. Había pocos en estado de delirio; sobre todo depresivos y angustiados; supongo que lo habían organizado a propósito. La gente que sufre este tipo de estados renuncia muy deprisa a dárselas de lista. Lo más normal es que estén en la cama todo el día, con sus tranquilizantes; de vez en cuando dan una vuelta por el pasillo, se fuman cuatro o cinco cigarrillos seguidos y vuelven a la cama. Las comidas, no obstante, era un momento colectivo; la enfermera de guardia decía: “Sírvanse.” Nadie pronunciaba otra palabra; cada cual masticaba su alimento. A veces una crisis de temblor se apoderaba de uno de los comensales, otro empezaba a gemir; entonces volvían a su habitación, y eso era todo. Poco a poco, empecé a tener la impresión de que toda aquella gente -hombres o mujeres- no estaban trastornados en absoluto; sencillamente, les faltaba amor. Sus gestos, actitudes y mímica traicionaban una sed desgarradora de contacto físico, de carencias; pero claro, eso no era posible. Entonces gemían, gritaban, se arañaban; durante mi estancia hubo una tentativa lograda de castración.
Al cabo de las semanas aumentaba mi convicción de que estaba allí para llevar a cabo un plan preestablecido; de modo semejante al Cristo que, en los Evangelios, cumple lo que habían anunciado los profetas. Al mismo tiempo se desarrollaba la intuición de que éste sólo era el primero de una serie de internamientos cada vez más largos en establecimientos psiquiátricos cada vez más cerrados y más duros. Esta perspectiva me entristecía profundamente.
Volvía a ver a la psicóloga de vez en cuando en los pasillos, pero no mantuvimos ninguna conversación de verdad; nuestra relación se había vuelto bastante normal. Su trabajo sobre la angustia avanzaba, me dijo; tenia exámenes en junio.
No hay duda de que ahora tengo una vaga existencia en una tesis de tercer ciclo, en medio de otros casos concretos. Esta impresión de haberme convertido en elemento de un informe me tranquiliza. Imagina el volumen, la encuadernación pegada, la portada un poco triste; suavemente, me aplano entre las páginas; me aplasto.
Salí de la clínica un 26 de mayo; me acuerdo del sol, del calor, del ambiente de libertad en las calles. Era insoportable.
También me engendraron un 26 de mayo, a la caída de la tarde. El coito tuvo lugar en el salón, sobre una falsa alfombra de pakistaní. En el momento en que mi padre penetraba a mi madre por detrás, ella tuvo la desafortunada idea de estirar la mano para acariciarle los testículos, y él eyaculó. Ella sintió placer, pero no un verdadero orgasmo. Poco después, cenaron pollo frío. Ahora hace de esto treinta y dos años; en aquella época aun había pollos de verdad.
Sobre mi vida a la salida de la clínica no me habían dado indicaciones concretas; sólo tenía que volver a presentarme allí una vez por semana. Dejando eso aparte, desde aquel momento me tocaba hacerme cargo de mi mismo.
SAINT-CIRGUES-EN-MONTAGNE
Por paradójico que parezca, hay un camino a
Recorrer y hay que recorrerlo, pero no hay viajero.
Hay actos, pero no hay actor.
Sattipathana-Sutta, XLII,16
El 20 de junio del mismo año me levanté a las seis de la mañana y encendí la radio, más concretamente Radio Nostalgia. Había una canción de Marcel Amont que hablaba de un curtido mexicano; superficial, despreocupado, un poco tonto; exactamente lo que me faltaba. Me lavé escuchando la radio y luego recogí algunas cosas. Había decidido volver a Saint-Cirgues-en-Montagne; bueno, volver a intentarlo.
Antes de irme, me como todo lo que queda en casa. Es bastante difícil, porque no tengo hambre. Afortunadamente no hay mucho; cuatro tostadas y una lata de sardinas en aceite. No entiendo por que lo hago, está claro que son productos de larga duración. Pero hace ya mucho tiempo que no veo claro el sentido de mis actos; digamos que ya no lo veo muy a menudo. El resto del tiempo adopto, mas o menos, el punto de vista del observador.
Al entrar en el vagón me doy cuenta de que me estoy desinflando; no hago caso y me siento. En la estación de Langogne alquilo una bicicleta; he llamado de antemano para hacer la reserva, lo he organizado todo muy bien. Así que monto en la bicicleta y de inmediato me doy cuenta de lo absurdo que es el proyecto; hace diez años que no monto en bicicleta, Saint-Cirgues está a cuarenta kilómetros, la carretera que va hasta allí es muy montañosa y apenas me siento capaz de recorrer dos kilómetros en terreno llano. He perdido la aptitud para el esfuerzo físico, y también las ganas de hacerlo.
La carretera es un suplicio permanente, pero un poco abstracto, por decirlo así. La región esta completamente desierta; uno se interna cada vez mas en las montañas. Sufro mucho, he sobrevalorado mis fuerzas físicas. Pero ya no tengo muy claro el objetivo ultimo de este viaje, se disgrega lentamente a medida que, sin ni siquiera mirar el paisaje, subo estas inútiles pendientes que solo ocultan otras.
En mitad de una penosa subida, mientras jadeo como un canario asfixiado, veo un letrero: “Cuidado. Barrenos.” A pesar de todo, me cuesta un poco creerlo. ¿Quién lo tomaría de ese modo?
Un poco mas adelante encuentro la explicación. Se trata de una cantera; lo único que hay que destruir son rocas. Eso me gusta más.
El terreno es más llano; vuelvo a alzar la cabeza. Al lado derecho de la carretera hay una colina de escombros, algo a mitad de camino entre el polvo y los guijarros pequeños. La superficie inclinada es gris, absoluta y geométricamente lisa. Muy atrayente. Estoy convencido que si uno la pisa se hunde de inmediato varios metros.
De vez en cuando me detengo al borde de la carretera, me fumo un cigarrillo, lloro un poco y vuelvo a pedalear. Me gustaría estar muerto. Pero “hay un camino que recorrer, y hay que recorrerlo”.
Llego a Saint-Cirgues en un patético estado de agotamiento, y me bajo en el Hotel Aroma del Bosque. Después de descansar un rato, voy al bar del hotel a tomarme una cerveza. La gente del pueblo parece acogedora, simpática; me dicen “buenos días”.
Espero que nadie vaya a intentar emprender una conversación mas larga, a preguntarme si estoy haciendo turismo, desde donde vengo en bicicleta, si me gusta la región, etc. Pero, afortunadamente, esto no ocurre.
Mi margen de maniobra en la vida se ha vuelto particularmente restringido. Todavía entreveo varias posibilidades, pero que solo se diferencian en pequeños detalles.
La comida no arregla las cosas. Sin embargo, entre tanto, me he tomado tres Tercian. Estoy solo en la mesa y pido el menú de degustación. Es absolutamente delicioso; hasta el vino es bueno. Lloro mientras como, dejando escapar pequeños gemidos.
Mas tarde, en la habitación, intento dormir; en vano, una vez mas. Triste rutina cerebral; el transcurso de la noche, que parece petrificado; las imágenes que desfilan con creciente parsimonia. Minutos enteros para ajustar la colcha.
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