Y los crímenes se multiplican. Siempre ancianas aisladas en sus granjas. El asesino, joven e insaciable, deja siempre sus herramientas de trabajo a la vista: a veces un escoplo, a veces unas podaderas, otras veces simplemente un serrucho.
Y todo esto es mágico, aventurero, libertario.
Me despierto. Hace frió. Me vuelvo a dormir.
Ante esas herramientas manchadas de sangre siento cada vez, con todo detalle, los sufrimientos de la victima. Al cabo de un rato tengo una erección. En la mesilla de noche tengo unas tijeras. La idea me obsesiona: cortarme el sexo. Imagino las tijeras en la mano, la breve resistencia de la carne, y de pronto el muñón sanguinolento, el probable desmayo.
El muñón en la moqueta. Bañado de sangre.
A eso de las once me vuelvo a despertar. Tengo dos pares de tijeras, uno en cada habitación. Los cojo y los coloco encima de unos libros. El deseo persiste, crece y se transforma. Esta vez mi idea es coger unas tijeras, hundírmelas en los ojos y arrancármelos. Para ser exactos en el ojo izquierdo, en ese sitio que conozco bien, donde parece tan hueco en su orbita.
Y luego tomo calmantes, y todo se arregla. Todo se arregla.
VENUS Y MARTE
Después de una noche así, me parece buena idea reconsiderar la proposición del doctor Népote sobre la casa de reposo. El me felicito calurosamente. En su opinión, ese era el camino más directo hacia un completo restablecimiento. El hecho de que la iniciativa viniese de mi era altamente favorable; empezaba a tomar las riendas de mi propio proceso de curación. Estaba bien; estaba muy bien.
Así que aparecí en Rueil-Malmaison con su carta de presentación. Había un parque, y las comidas eran en común. A decir verdad, al principio me resultaba imposible ingerir cualquier alimento sólido; lo vomitaba enseguida, con dolorosas arcadas; tenia la impresión de ir a echar también los dientes. Hubo que recurrir al goteo.
El medico jefe, de origen colombiano, no me fue de mucha ayuda. Yo exponía, con la imperturbable seriedad de los neuróticos, perentorios argumentos contra mi supervivencia; el menor de entre ellos me parecía causa suficiente para un suicidio inmediato. El parecía escuchar; al menos guardaba silencio; como máximo, a veces ahogaba un ligero bostezo. Tardé unas cuantas semanas en comprender lo que ocurría; yo hablaba en voz baja; él no conocía muy bien la lengua francesa; en realidad, no entendía una sola palabra de lo que le contaba.
Un poco mayor, de origen social mas modesto, la psicóloga que trabajaba con él me proporcionó, por el contrario, una valiosísima ayuda. Cierto que estaba haciendo una tesis sobre la angustia, y que necesitaba material. Usaba una grabadora Radiola; me pedía permiso para ponerla en marcha. Por supuesto, yo aceptaba. Me gustaban sus manos estropeadas, con las uñas roídas, cuando apretaba la tecla Record. Y eso que yo siempre había odiado a las estudiantes de psicología; pequeñas zorras, eso es lo que pienso de ellas. Pero esa mujer de más edad, que uno se imaginaba con los brazos metidos en la colada y un turbante enrollado a la cabeza, casi me inspiraba confianza.
Sin embargo, al principio nuestras relaciones no fueron fáciles. Ella me reprochaba que hablase en términos demasiados generales, demasiado sociológicos. En su opinión, tenía que implicarme, intentar “volver a concentrarme en mi mismo”.
– Pero es que ya estoy un poco harto de mí mismo… -objetaba yo.
– Como psicóloga no puedo aceptar un discurso semejante, ni apoyarlo de ninguna manera. Al teorizar sobre la sociedad, usted establece una barrera y se protege tras ella; a mí me toca destruir esa barrera para que podamos trabajar sobre sus problemas personales.
Este dialogo de sordos continuó durante un poco mas de dos meses. En el fondo, creo que yo le caía bien. Recuerdo una mañana, era ya a comienzos de la primavera; por la ventana veía a los pájaros saltar sobre el césped. Ella parecía fresca, relajada. Al principio tuvimos una breve conversación sobre mis dosis de medicamentos; y luego, de forma directa, espontánea, muy inesperada, ella me preguntó: “En el fondo, ¿por qué es tan desgraciado?”. Esa franqueza no era nada corriente. Y yo también hice algo fuera de lo común; le tendí un pequeño texto que había escrito la noche anterior para distraer el insomnio.
– Preferiría escucharle… -dijo ella.
– Léalo de todos modos.
Definitivamente, estaba de buen humor; cogió la hoja que yo le tendía y leyó las siguientes frases:
“Algunos seres experimentan enseguida una aterradora imposibilidad de vivir por sus propios medios; en el fondo no soportan ver su vida cara a cara, y verla entera, sin zonas de sombra, sin segundos planos. Estoy de acuerdo en que su existencia es una excepción a las leyes de la naturaleza, no solo porque esta fractura de inadaptación fundamental se produce aparte de cualquier finalidad genética, sino también a causa de la excesiva lucidez que presupone, lucidez que trasciende claramente los esquemas perceptivos de la existencia ordinaria. A veces basta con colocarles otro ser delante, a condición de suponerlo tan puro y transparente como ellos mismos, para que esta insoportable fractura se convierta en una aspiración luminosa, tensa y permanente hacia lo absolutamente inaccesible. Así pues, como un espejo que devuelve día tas día la misma imagen desesperante, dos espejos paralelos elaboran y construyen una red límpida y densa que arrastra al ojo humano a una trayectoria infinita, sin limites, infinita en su pureza geométrica, mas allá del sufrimiento y del mundo.”
Alcé los ojos, la miré. Parecía un poco sorprendida. Al Final, aventuró: “Lo del espejo es interesante…” Debía de haber leído algo en Freíd, o en Mickey Parade. En fin, hacía lo que podía, era amable. Animándose, añadió:
– Pero prefería que me hable directamente de sus problemas. Está siendo demasiado abstracto otra vez.
– Quizás. Pero no entiendo, hablando en concreto, como consigue vivir la gente. Tengo la impresión de que todo el mundo debería ser desgraciado; ya ve, vivimos en un mundo tan sencillo… Hay un sistema basado en la dominación, el dinero y el miedo, un sistema más bien masculino, que podemos llamar Marte; y hay un sistema femenino basado en la seducción y el sexo, que podemos llamar Venus. Y esos es todo. ¿De verdad es posible vivir y creer que no hay nada más? Maupassant pensaba, y con él los realistas del siglo XIX, que no había nada mas; y eso lo llevó a la locura.
– Lo confunde usted todo. La locura de Maupassant no es mas que una fase típica del desarrollo de la sífilis. Todo ser humano normal acepta los dos sistemas de los que usted habla.
– No. Si Maupassant se volvió loco, fue porque tenia una aguda conciencia de la materia, de la nada y de la muerte, y porque no tenia conciencia de nada mas. En eso se parecía a nuestros contemporáneos: establecía una separación absoluta entre su existencia individual y el resto del mundo. Esa es la única manera en que podemos pensar el mundo actualmente. Por ejemplo, una bala de una Mágnum del 45 puede rozarme la cara e incrustarse en la pared que tengo detrás; yo saldré ileso. En caso contrario, la bala destrozará la carne, el dolor físico será considerable; tendré el rostro mutilado; tal vez el ojo también estalle, y en ese caso seré mutilado y tuerto; desde ese momento inspiraré repugnancia a los demás hombres. Hablando mas en general, todos estamos sometidos al envejecimiento y a la muerte. Estas nociones de vejez y de muerte son insoportables para el individuo; se desarrollan soberanas e incondicionales a nuestra civilización, ocupan progresivamente el campo de la conciencia, no dejan que en ella subsista nada más. Así, poco a poco, se establece la certeza de que el mundo es limitado. El mismo deseo desaparece; solo quedan la amargura, los celos y el miedo. Sobre todo, queda la amargura; una amargura inmensa, inconcebible. Ninguna civilización, ninguna época han sido capaces de desarrollar en los hombres tal cantidad de amargura. Desde este punto de vista, vivimos tiempos sin precedentes. Si hubiera que resumir el estado mental contemporáneo en una palabra yo elegiría, sin dudarlo, amargura.
Читать дальше