“De todos los sistemas económicos y sociales el capitalismo es, sin duda, el mas natural. Eso ya basta para indicar que es el peor. Una vez llegados a esta conclusión solo nos queda desarrollar un aparato argumental operacional y no sesgado, es decir, cuyo funcionamiento mecánico permita, a partir de hechos introducidos al azar, general múltiples pruebas que refuercen la sentencia preestablecida, un poco como las barras de grafito refuerzan la estructura del reactor nuclear. Se trata de una tarea fácil, digna de un simio muy joven; no obstante, no quisiera pasarla por alta.
“Al producirse la migración del tropel espermático hacia el cuello del útero, fenómeno imponente, respetable y fundamental para la reproducción de las especies, observamos a veces el comportamiento aberrante de ciertos espermatozoides. Miran hacia delante, miran hacia atrás, a veces hasta nadan a contracorriente durante unos segundos, y sus acelerados coletazos parecen traducir un replanteamiento ontológico. Por lo general, si no compensan esta sorprendente indecisión con una velocidad especial, llegan demasiado tarde, y por lo tanto rara vez participan en la gran fiesta de la recombinación genética. Así le ocurrió, en agosto de 1793, a Maximilien Robespierre, arrastrado por el movimiento de la historia como un cristal de calcedonia atrapado en una avalancha en una zona desértica, o mejor aun, como una joven cigüeña de alas todavía débiles, nacida por un azar desafortunado justo antes de la llegada del invierno, y que tiene grandes dificultades -cosa comprensible- para mantener un rumbo correcto al atravesar las turbulencias del aire. Ahora bien, sabemos que cerca de África se forman turbulencias especialmente violentas; pero voy a concretar la idea.
“El día de su ejecución, Maximilien Robespierre tenia la mandíbula rota. La sostenía un vendaje. Justo antes de que pusiera la cabeza bajo la cuchilla, el verdugo le arranco las vendas; Robespierre lanzo un grito de dolor, la sangre chorreó de la herida, sus dientes rotos se esparcieron por el suelo. Entonces el verdugo alzó el vendaje, como un trofeo, para que lo viera la multitud apretujada en torno al cadalso. La gente reía, le lanzaba pullas.
“Por lo común, al llegar a este punto los cronistas añaden: “La revolución había terminado.” Y es rigurosamente exacto.
“Yo quiero creer que, en el preciso momento en que el verdugo blandió el vendaje que chorreaba sangre ante las aclamaciones de la muchedumbre, había en la cabeza de Robespierre algo mas que dolor. Algo más que el sentimiento de fracaso. ¿Una esperanza? O, seguramente, la sensación de que había hecho lo que tenia que hacer. Maximilien Robespierre, te adoro.”
La cigüeña mas vieja contestaba simplemente, con una voz lenta y terrible: “Tat twam así.” Poco después, la tribu de cigüeñas ejecutaba al chimpancé; moría entre atroces dolores, traspasado y emasculado por sus puntiagudos picos. Al haber puesto en duda el orden del mundo, el chimpancé tenia que morir; la verdad es que era comprensible; la verdad es que las cosas son así.
El domingo por la mañana salí un rato por el barrio; compré una barra de pan con uvas. El día era tibio, pero un poco triste, como suele ser el domingo en París; sobre todo cuando uno no cree en Dios.
El lunes siguiente volví al trabajo, un poco a verlas venir. Sabía que mi jefe de sección había cogido vacaciones para hacer esquí alpino. Tenía la impresión de que no habría nadie, que nadie me haría ni caso, y que me pasaría el día tecleando arbitrariamente en un teclado cualquiera. Desgraciadamente, a eso de las once y media, un tipo me identifico por los pelos. Se me presento como un nuevo superior jerárquico; no me apetece lo mas mínimo dudar de su palabra. Parece más o menos al corriente de mis actividades, aunque de un modo bastante difuso. Además intenta entablar conversación, simpatizar, yo no me presto en absoluto a sus avances.
A mediodía, un poco por desesperación, fui a comer con un ejecutivo comercial y una secretaria de dirección. Estaba dispuesto a charlar con ellos, pero no me dieron ocasión; parecían proseguir una conversación muy antigua:
– Para la radio del coche -atacó el comercial- he comprado, al final, los altavoces de veinte varios. Los de diez me parecían poco, y los de treinta costaban muchísimo más. Creo que para el coche no merece la pena.
– Yo dije que me montaran cuatro altavoces, dos delante y dos detrás.
El comercial compuso una jocosa sonrisa. Bueno, así estábamos, todo seguía igual.
Pase la tarde haciendo algunas cosas en mi despacho; de hecho, casi nada. De vez en cuando consultaba la agenda: estábamos a 29 de diciembre. Tenia que hacer algo el 31. La gente siempre hace algo el 31.
Por la noche llamé a SOS Amistad, pero estaba comunicando, como siempre en periodo de fiestas. Cerca de la una de la madrugada, cogí una lata de guisantes y la estrellé contra el espejo del cuarto de baño. Bonitos añicos. Me corto al recogerlos, y empiezo a sangrar. Me gusta. Es exactamente lo que yo quería.
Al día siguiente llego a mi despacho a las ocho. El nuevo superior jerárquico ya está allí; ¿es que el muy imbecil ha dormido en la oficina? Una niebla sucia, de aspecto desagradable, flota sobre la explanada, entre las torres. Los neones de los despachos por lo que van pasando los empleados de limpieza se encienden y se apagan, dando una impresión de vida en cámara lenta. El superior jerárquico me ofrece un café; todavía no ha renunciado a conquistarme, parece. Acepto como un estúpido, lo que me vale que en los siguientes minutos me confíen una tarea más bien delicada: la detección de errores en una package que acabamos de venderle al Ministerio de Industria. Parece que hay errores. Me paso dos horas con él, y yo no veo ninguno; aunque la verdad es que tampoco tengo la cabeza en lo que estoy haciendo.
A eso de las diez, nos enteramos de la muerte de Tisserand. Una llamada de la familia, que una secretaria comunica al conjunto del personal. Mas tarde nos mandarán una esquela, dice. No consigo creérmelo; se parece demasiado a otro elemento de pesadilla. Pero no: todo es cierto.
Un poco mas tarde, recibo una llamada de Catherine Lechardoy. No tiene nada concreto que decirme. “Ya nos volveremos a ver…”, se despide; eso me sorprendería un poco.
Salí a mediodía. En la librería de la plaza compré el mapa Michelín numero 80 ( Rodez-Albi-Nimes). Al volver al despacho, lo examine con cuidado. A las cinco llegue a una conclusión: tenia que ir a Saint-Cirgues-en-Montagne. El nombre se desplegaba en un esplendido aislamiento, en mitad de los bosques y de pequeños triángulos que representaban las cimas; no había un solo pueblo en treinta kilómetros a la redonda. Tuve la impresión de que estaba a punto de hacer un descubrimiento esencial; que allí, entre el 31 de diciembre y el 1 de enero, en ese momento en que cambia el año, me esperaba una última revelación. Deje una nota en mi despacho: “Me voy antes por la huelga de trenes.” Tras pensármelo un poco, dejé una segunda nota que decía, en letras mayúsculas: “ESTOY ENFERMO.” Y regresé a casa, no sin dificultades: la huelga de transportes públicos iniciada por la mañana se había extendido; no funcionaba el metro, solo algunos autobuses repartidos por las diferentes líneas.
La estación de Lyón estaba prácticamente en estado de sitio; las patrullas de policía acordonaban el vestíbulo de entrada y circulaban a lo largo de los andenes; se decía que grupos de huelguistas “duros” habían decidido impedir todas las salidas. Sin embargo el tren estaba casi vacío, y el viaje fue muy tranquilo.
El Lyon-Perrache habían organizado un impresionante despliegue de autocares en dirección a Morzine, La Clusaz, Courchevel, Val d’Isere… Hacia Ardéche no había nada semejante. Cogí un taxi a Part-Dieu, donde pasé un molesto cuarto de hora revisando un tablón electrónico de anuncios medio roto para al final enterarme de que salía un autobús al día siguiente, a las siete menos cuarto, hacia Aubenas; eran las doce y media de la noche. Decidí pasar esas horas en la estación de autobuses de Lyon-Part-Dieu; creo que me equivoqué. Encima de la estación propiamente dicha hay una estructura hipermoderna de vidrio y acero de cuatro o cinco niveles, unidos por ascensores niquelados que se abren a poco que te acerques; solo hay tiendas de lujo (perfumería, alta costura, regalos) detrás de los escaparates absurdamente agresivos; nadie que venda cualquier cosa útil. Por todas partes, monitores de video con video clips y anuncios; y por supuesto, un hilo musical permanente compuesto por el Top 50. De noche, las pandillas de vagabundos y gente sin hogar invade el edificio. Criaturas mugrientas y malvadas, brutales, completamente estúpidas, que viven entre la sangre, el odio y sus propios excrementos. Se apiñan allí de noche, como moscas en torno a la mierda, junto a los desiertos escaparates de lujo. Van en pandillas, porque la soledad en este ambiente resulta casi siempre fatal. Se paran delante de los monitores, absorbiendo sin reaccionar las imágenes publicitarias. A veces se pelean, sacan las navajas. De vez en cuando encuentran un muerto por la mañana, degollado por sus congéneres.
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