Beals Carleton. Porfirio Díaz. Editorial Domes S.A. Traducción al español de María Eugenia LLano. México, 1982.
Benítez, Fernando. Lázaro Cárdenes y la revolucón mexicana. El porfirismo. 2 areimpresión. Fondo de Cultura Económica. México, 1985.
____________________Los indios de México. Cuatro tomos. 6 aedición. Biblioteca Era. México, 1985.
Colección del archivo Histórico Diplomático Mexicano. México y Japón en el siglo xix. Secretaría de Relaciones Exteriores. México, 1976.
Conte Corti, Egon Caesar. Maximiliano y Carlota. Traducción de Vicente Caridad. Fondo de Cultura Económica. 2 areimpresión. México, 1984.
Cortés, Enrique. Relaciones entre México y Japón durante el porfiriato. Secretaría de Relaciones Exteriores. México, 1980.
Cousteau, Jacques-Yves. Los secretos del mar. Tomos 6 y 16. Ediciones Urbión. Madrid, 1982.
Del Campo, David Martín. Los mares de México. Ediciones Era, Universidad Autónoma Metropolitana. México, 1987.
Fernández, Adela. El Indio Fernández. Panorama Editorial. 3 aedición. México, 1986.
Frías, Heríberto. Tomochick. Editorial Porrúa. México, 1986.
Garfias, Luis. La intervención francesa en México. Panorama Editorial S. A. 4 aedición. México, 1986.
Gall, J. y F. El filibusterismo. Traducción de Álvaro Custodio. Breviarios del Fondo de Cultura Económica. I areimpresión. México, 1978.
González Rodríguez, Sergio. Los bajos fondos. Cal y Arena. México, 1988.
Harríson T. R, M. D. Medicina Interna. La Prensa Médica Mexicana. Tomo I, 6 aedición. Cali, 1976.
Ibarguengoitia, Jorge. Dos crímenes. 2 aedición. Joaquín Mortiz. México, 1979.
Katz, Friedrich. La guerra secreta en México. Dos tomos. Traducción de Isabel Fraire. Ediciones Era. 6 areimpresión. México, 1988.
Krauze, Enrique. Biografía del poder. 8 tomos. Fondo de Cultura Económica. México, 1987.
Krupp, Marcus A. y Milton J. Chatton. Diagnóstico clínico y tratamiento. 13 aedición. El Manual Moderno, S.A. México, 1978.
London, Jack, John Reed et al. Bajando la frontera. Prólogo, selección y notas de Paco Ignacio Taibo II. Ediciones Leega-Jucar. México, 1985.
Madero, Francisco I. La sucesión presidencial en 1910. Colección Ideas. México, 1985.
Monsivais, Carlos. Amor perdido. Biblioteca Era. 9 aedición. México, 1985.
Naredo, José María. Historia de Orizaba. Dos tomos. Imprenta del Hospicio. Orizaba, 1898.
Orozco Linares, Fernando. Porfirio Díaz y su tiempo. Panorama Editorial S. A. 4 aedición. México, 1987.
Poniatowska, Elena. Hasta no verte, Jesús mío. Ediciones Era. 24 aedición. México, 1985.
Reed, Nelson. La guerra de castas de Yucatán. Traducción de Félix Blanco. Biblioteca Era. 7 aedición. México, 1985.
Reed, John. México insurgente. Traducción de Ignacio de Llorens. Editores Mejicanos Unidos. I areimpresión. México, 1986.
The Sears, Roebuck Catalogue. 1902 edition. Bounty Books. Nueva York.
Turner, John Kenneth. México Bárbaro. Editorial Época S.A. México, 1988.
Urquizo Francisco L. El capitán Arnaud. Editorial del Río. México, 1954.
____________________Memorias de campaña. Lecturas Mexicanas. Fondo de Cultura Económica-SEP. México, 1985.
____________________Tropa Vieja. Editorial Arte y Literatura. La Habana, 1985.
Valadez, José C. Porfirio Díaz contra el gran poder de Dios. Ediciones Leega-Jucar. México, 1985.
Vega Vera, David. Cancún. Rodríguez Hnos. Editores S.A. México, 1981.
Revistas y Folletos
Silva Herzog, Jesús. Huerta el usurpador. Cuadernos Mexicanos. Año i No. 40. Coedición SEP/Conasupo.
López, María Jesús y David Huerta. La moda en el centenario. Letra y color. SEP/Ediciones del Ermitaño. México, 1984.
Mares mexicanos. Artes de México No. 6869. Año xii. 2 aedición. México, 198$.
Perril, Charlotte K. Forgotten Island. US Naval Institute Proceedings. Washington, 1937. Vol. 63, No. 42. Págs. 796-805.
Historia de un castillo. Instituto Nacional de Antropología e Historia. Castillo de Chapultepec. México, 1986.
***
[1] El capitán [1] del ejército mexicano Ramón Arnaud se doblaba penosamente sobre la borda sacudido por las arcadas, arrojando al mar los últimos líquidos amarillos de su estómago. No era un marino, era un militar, un lobo de tierra firme. Los rudos años de tropel por los cuarteles lo habían hecho resistente a las calamidades terrenales, pero no sabía cómo defenderse de los embates del mar. Seguía vomitando aunque ya lo había arrojado todo y en cada espasmo conocía un rincón del infierno, cuando sus entrañas pugnaban por salirse y sentía que iba a quedar dado vuelta, como un guante. Su uniforme de dril estaba manchado y desabrochado y su rostro, empapado de sudor frío. Sin embargo su pelo, inmovilizado por la brillantina y ajeno a las violentas sacudidas del resto del cuerpo, permanecía ordenado y marcial sobre su cabeza, perfectamente recta y nítida la raya al centro. Ella lo vio atildado a pesar de su descompostura, solemne en medio de su desolación. «No se despeina ni cuando vomita», pensó Alicia, y se le fue el mal humor. En ese momento, milagrosas ráfagas de viento fresco empezaban a barrer la cubierta y a golpearle la cara a los estragados pasajeros. El aire limpio, sano, les renovaba los pulmones y les sedaba el estómago, calmándoles la moridera. Una gaviota sobrevoló sonsamente el barco, anunciando la cercanía de tierra. Como por encanto las aguas se aquietaron y el mar, recuperando su estado líquido, brilló liso y dorado. La colectiva pesadilla intestinal se disipó, y el niño de la voz de pájaro hizo silencio. Hombres y mujeres alzaron la cabeza y la vieron a distancia: ante sus ojos aparecía, blanca, refulgente y yerma, la silueta de la isla de Clipperton. Era el día 30 de agosto de 1908.
En realidad, el teniente Arnaud no fue ascendido a capitán sino hasta el día 26 de agosto de 1913 (Nota del Autor).
[2] Cada miércoles a la madrugada se reunían en los lavaderos y se enjuagaban el pelo con agua de lluvia serenada en ollas de barro. Contra el sol que lo aclaraba, se echaban chile y hierbas aromáticas para renegrearlo, y contra el mar que lo resecaba, se untaban un emplasto de huevos de pájaro bobo. Para fortalecerlo, se hacían masajes con Tricófero de Barry o con aceite de víbora, y para aromatizarlo, lo rociaban con unas gotas de vainilla. Lo enjuagaban de nuevo, se envolvían un rebozo en la cabeza, sacaban las sillas al sol y se sentaban a dejarlo secar. Luego se lo cepillaban con escobetilla, las unas a las otras, durante horas, y después, con peines de madera o de hueso, se lo tiraban con fuerza hacia atrás, hasta quedar con los ojos oblicuos como las orientales, y se lo peinaban en trenzas de tres o de cuatro gajos que ataban con listones de colores. El día de San Juan se lo despuntaban, cuidando de recoger en una bolsita las puntas del cabello cortado, para guardarlo debajo de la almohada [2] . Durante las largas sesiones de cuidado del cabello había tiempo de sobra para conversar. Se platicaba de partos y de abortos, de amores y de engaños, se relataban sagas familiares, se recordaban batallas de otros tiempos, historias de otros batallones. Hacia el mes de abril, cuando empezaron a aparecer docenas de aletas negras en las aguas próximas a los arrecifes, el tema de los tiburones se hizo recurrente y obsesivo y desplazó a los demás. Las mujeres se rapaban la palabra para contarse historias de anteriores habitantes de la isla que habían muerto destrozados por tiburones. Como los nueve pescadores que salieron de madrugada en un planchón, de los cuales lo único que regresó fue una enorme mancha de sangre en el agua, que se arrastró hasta la arena de la playa, donde quedó indeleble. O como el gringo empleado de la compañía de guano que era afeminado, y que un día en que se tostaba la piel cerca de la orilla, perdió las nalgas de un mordisco. – Así lo castigó mi Dios, quitándole la parte por donde pecaba -decía, santiguándose, la señora Juana. Mientras hablaban, veían a la distancia los destellos metálicos que despedían los lomos de los tiburones, oían el ruido de sus aletas cortando el agua como navajas de afeitar, creían detectar en el aire el aliento fétido que salía de sus gargantas. Por las noches soñaban pesadillas de colmillos y mutilaciones, de marimantas que raptaban niños, de escualos que obligaban a las mujeres a maridarse con ellos, o que salían del mar con forma humana para hacer crueldades. Era los miércoles por la mañana, cuando estaban juntas y se cepillaban el pelo, que las mujeres conjuraban el miedo contándose estas historias, que hasta ese momento sólo eran recuerdos dudosos y sueños horribles, pero irreales.
En: Adela Fernández. El indio Fernández.
Читать дальше